viernes, 29 de julio de 2011

Escuela Internacional de Cocina: piñón pequeño y plato ¿también pequeño?


Hace tiempo que no pedaleaba por ese trozo tan mono de carril bici que comienza en la avenida de Ramón Pradera (al final de la fachada de la Feria de Muestras y de la Cámara de Comercio) y que termina en el cruce con la calle Bálago, junto a una cancha de baloncesto en la que tiran a canasta los chavales del barrio. Apenas doscientos metros de carril que nacen de la nada y en la nada se acaban. Bueno, en la nada ya no acaba, porque ha crecido en esa plazuela un edificio exactito a la maqueta de la Escuela Internacional de Cocina. Tan exacto que casi puedo adivinar cada una de sus aulas y salas de cata a través de los cartones que cubren los ventanales de la fachada.

Lo que no puedo adivinar, a pesar de haberme leído casi todo lo que se cuenta de esa Escuela dedicada a Fernando Pérez, es si logrará su objetivo de situarse en un nivel puntero de la formación de cocineros y de la investigación en gastronomía. Eso que dice todo el rato José Rolando Álvarez: reunir en un centro neurálgico el excelente conocimiento culinario disperso en Castilla y León para convertirlo en impulso del desarrollo, del turismo y del empleo.

Grado oficial, grado de Mondragón y ciclos formativos de Artxanda

Quizás me lo pregunto porque recuerdo perfectamente la insistencia de Fernando Pérez en que la Escuela naciera de la mano de las universidades. Veo que tanto la Cámara de Comercio como el Ayuntamiento -¿y la Junta?- tienen también clara esta conveniencia (incluso la plasman en convenios llenos de buena intención), pero chocan con un escollo grande: la inexistencia en España de un grado universitario oficial dedicado a la gastronomía, lo que permitiría implantar esa titulación en la UVa con una financiación pública comme il faut. Y me da un poco de envidia la chulería con la que salta esa barrera el Basque Culinary Center, apadrinado por la Universidad de Mondragón y por toda la clá de los cocineros vascos, y con las bendiciones urbi et orbe de la ministra giputxi de Ciencia e Innovación, Cristina Garmendia, mientras oigo con un poco de tristeza que aquí nos conformaremos con la versión de la Escuela de Artxanda, más próxima a la FP, porque no podemos permitirnos el lujo (la pasta) de contratar profesores que sean doctores universitarios. Es verdad que no somos del mismo Bilbao, pero tampoco es eso.

Cursos de glamour, Máster... ¿y los días de labor?

Sí, ya sé que junto a la formación de grado también se impartirán –de hecho, ya se están impartiendo, y parece que muy bien- numerosos cursos especializados para estudiantes y profesionales de glamour de allende los mares, que dejarán aquí prestigio y parné. Pero no podemos ir a toda pastilla –con el piñón pequeño- en los cursos extraordinarios, mientras dejamos el plato pequeño –la marcha más modestita- para los alumnos "de verdad" (los que harán su carrera a un precio poco módico por necesidades del guión). Espero que antes de que se nos rompa la cadena por llevarla cruzada, pillemos rueda del líder y hasta nos queden fuerzas para meter el plato grande a tiempo (¿quizás con el Máster?) y ganar alguna etapa, como hizo el otro día el gabacho Pierre Rolland en Alpe D'Huez. Suerte, talento y temple les deseo a Moretón y a Álvarez en la elección de profesores y en la confección del plan de estudios.

lunes, 18 de julio de 2011

El despertar de una mañana de verano

Examino atentamente el manillar de la bici y pienso en alguna bandera pequeñita que pudiera enganchar en el espacio vacío entre el timbre y la palanca del cambio de piñón; porque esta mañana me siento como Kevin Costner en Bailando con lobos, cuando marcha a trote lento por la pradera, con la sola compañía de un lobo, hacia un poblado de indios desconocidos, a los que intuye buena gente pero con los que no logra entenderse. Yo lo tengo aún peor, porque no sé dónde tienen su poblado los indios a los que me gustaría conocer.

Esta sensación de extrañamiento la debo a la creciente oferta de noches estivales llenas del hechizo de la música, la poesía y el teatro; cebo que yo muerdo inmediatamente porque tengo en el recuerdo noches veraniegas verdaderamente mágicas, entre las que brillan con luz propia el concierto de un cuarteto de cuerda en la cartuja de Miraflores (en los sampedros de Burgos de hace infinitos años), una representación al aire libre (Exeter, julio de 2000) de El sueño de una noche de verano, y un concierto de Georges Moustaki, al año siguiente, en La Rochelle.

Sin embargo, detrás de las presentaciones bien redactadas y mejor maquetadas en los folletos de algunos festivales se encuentran, juntas y revueltas, genialidades auténticas con amputaciones (versiones, dicen algunos) mediocres de obras clásicas que dejan en el ánimo un frío como el relente de la madrugada. De forma que, al despertar, una resaca de frustración me señala, morbosa, el tacto viscoso de lo mediocre en reportajes tísicos de datos y fofos de adjetivos, en la poesía barata dedicada a los políticos que estrenan nuevos mandatos (mejor merecieran crítica seria y respetuosa que apologías vacuas o insultos ensañados) o en el éxito amañado de superventas cutres.

Por eso salgo en busca del poblado donde viven esos nobles sioux que -en peligro de extinción, me dice mi pesimismo- se dedican a perseguir un sueño con la constancia y el perfeccionismo de un monje copista. Encuentro algunas pistas en periódicos (como el caso de Rocío Prieto, la joven vallisoletana que hizo la carrera de Matemáticas para estudiar a las ballenas) y en blogs (ahí me topé con Carmen, Marisa y Nieves, una enfermera y dos médicas, también de Valladolid, que dedican sus vacaciones a trabajar en Mocuba, Mozambique, con los niños que más lo necesitan). Tengo que mercarme una bandera digna de la expedición.

martes, 12 de julio de 2011

Un libro de relatos que recomiendo

El otro día presenté, en la librería Rayuela de Valladolid, el libro Geografía humana en tierras imaginadas, de Rocío de Juan Romero. Se trata de una colección de relatos fantásticos que me ha gustado porque consigue pulsar, en el teclado de las emociones, esa secuencia de notas con las que la buena literatura origina en el interior de cada persona sinfonías irrepetibles a las que el recuerdo vuelve para recrearse.

Así me ocurre a menudo, desde que lo leí. Mientras me ajusto el casco antes de emprender la marcha, el pensamiento se me va hacia esos catorce caballeros de honor que, en el relato titulado "El encuentro" se reúnen y acuerdan las estrategias para defender a su rey y a su patria, ignorando que no son más que piezas movidas por otras fuerzas poderosas y desconocidas. Otros días, al contemplar desde un recodo de la carretera el meandro del Pisuerga y las ruinas de la casa abandonada de Parquesol con la luz del atardecer, siento la tristeza infinita del cronista que no puede narrar lo que ha visto en el mundo porque el llanto de lo contemplado ha invadido su alma. Pero si la luz es la de la mañana, soy el viajero que se atreve a contar al sultán Rashid al-Harun, Señor de los Cien Desiertos, que vengo de Amara, ese mundo que nadie se atreve a nombrar, aun a riesgo de pagar la insolencia con mi propia vida.

Pero, sobre todos los otros relatos, hay un párrafo de "El cronista" que tarareo sin querer cuando el ritmo del pedaleo convierte mis pensamientos en mantras: "las cúpulas de malaquita del palacio del rajá, las cornucopias del salón de baile de la zarina, la torre de cristal del astrólogo, la ajorca de la bailarina espía, la escalera de caracol de la virgen suicida, los canales donde se ahogaban los borrachos y las muescas de los prisioneros en las mazmorras del emperador". Merece la pena leerlo.