viernes, 13 de enero de 2012

Hoteles, Pingüinos y hermanos fruteros

Antes de avanzar doscientos metros ya estaba arrepentida de no haber sacado la foto –¿por qué  precisamente ayer olvidé meter la cámara desenfundada en el bolsillo de la cazadora?-, pero ahora era incapaz de retroceder ese espacio, bajarme de la bici, quitarme los guantes, descolgarme la mochila, rebuscar hasta encontrar la cámara o el móvil y ponerme a retratarlo todo: los bancos de la acera, las hojas del seto, los árboles sin hojas, las verjas de la fábrica abandonada, el pasamontañas del transeúnte madrugador y los ojos del niño que su madre llevaba a la guardería y que reflejaban el asombro y la emoción de todos los que ayer por la mañana nos encontramos a Valladolid transfigurada por la cencellada. Así que seguí mi camino y me conformé con disfrutar de esa especie de lluvia flotante y diminuta que iba bordeando mis pestañas con puntitos blancos y convirtiendo la ruta matutina en un cuento de navidad. Además, al volver a casa por la noche y encender el ordenador, vi que Henar Sastre sí había tenido la cámara a mano y que supo elegir los motivos, el ángulo y la luz para preservar su recuerdo.

Los hermanos Santaolaya y los hermanos Santaolalla

Sin embargo, no he tenido la misma suerte a la hora de buscar otro recuerdo de la ciudad -el de la frutería de los Hermanos Santaolaya- cuyo cartel reza triunfante sobre el tiempo en una pared de ladrillo, en la calle Cardenal Cos, que pronto será un patio del hotel mejor situado de la ciudad. Esperaba encontrarlo en la Enciclopedia del Comercio y de la Industria de Valladolid que acaban de editar Joaquín Díaz y José Delfín Val, porque ese cartel me trajo inmediatamente a la memoria la imagen de otros hermanos Santaolalla –aquellos en la calle Almirante Bonifaz de Burgos-, con una tienda de ultramarinos inmensa, que ya evolucionaba hacia el modelo supermercado, pero en el que todavía atendían con lapicero en oreja, cuenta hecha a mano a velocidades de vértigo y recitando al final de cada compra una retahíla personalizada de ofertas –"bacalao, lentejas, Cola Cao, sardinas en aceite, jabón Lagarto, asperón, betún Uncle Sam"-para refrescar la memoria del cliente con productos que pudiera haber olvidado.




Es lo que tiene el buscar algo difícil, que al final se termina encontrando muchísimas cosas similares que se constituyen, en nuestra imaginación saturada, como teoría explicativa de los problemas de la humanidad entera. Y así me doy cuenta de la cantidad de hermanos que se encuentran detrás de negocios prósperos y atareados -desde el mercado de Artutro Eyríes, también fruteros, hasta la calle Águila de Pajarillos, con tienda de alimentación, pasando por las hijas de Manuel Vidal en Arroyo de la Encomienda o las hijas de Begoña, la emprendedora de Dueñas que logró salir adelante cocinando y vendiendo morcillas originales cuando la crisis le hundió su negocio de materiales para la construcción-, y se me antoja que el impulso de un par de hermanos bien avenidos es el mejor motor para salir de la crisis. A veces, pagando el precio de perder la vida personal por la demasiada absorción en el trabajo, como les ocurría a otros tres hermanos fruteros -de un mercado que emerge de la memoria de mi adolescencia mezclado con los guateques con discos de los Beatles-, a los que se veía en un cafetín los fines de semana, buscando ligar sin mucha esperanza porque habían dejado escapar las oportunidades ocupados en descargar cajas de manzanas, elegir fresas, montar los cucuruchos de papel estraza para los tomates y pesar las patatas en la báscula de plato grande.

Con un par: de zapatillas, de huevos, de macetas... o de ruedas de moto

Enfrascada en esos recuerdos, llegué al centro cívico del Parque Alameda para sacar un libro de la biblioteca, y me encontré en su vestíbulo con la exposición "Con un par", del colectivo Eclipse, que se puede ver allí hasta el día 16 de enero. Y pensé que si el impulso de la familia y sus economías de escala constituyen un buen arma en tiempos de dificultad, más fuerza se encuentra en una pasión compartida –en este caso la pintura- para echarle a la vida un par: de torres, de zapatillas, de cuernos, de huevos, de calcetines, de macetas... de emociones y de sueños –aseguran- para seguir con su trabajo.


Aunque, en este Valladolid de cencellada, nieblas y frío de enero, hay que reconocer que los que de verdad le ponen un par (de neumáticos) son los moteros de Pingüinos, que, una vez preparado su hábitat natural de termómetros congelados, se disponen a llenar –no tanto los hoteles, de cuya bajada de ocupación se lamentan los del ramo- la Acera de Recoletos y el aparcamiento de Vallsur  con el ruido de sus motores y el olor a caucho quemado de sus piruetas, abanderados por el recuerdo y la imagen de Marco Simoncelli, al que rendirán un homenaje en el desfile de antorchas. Bienvenidos.

3 comentarios:

  1. Hola: Vengo de Campos abiertos y me intereso en tu entrada, porque dices recordar a Santaolalla –aquel en la calle Almirante Bonifaz de Burgos.
    Fisgo por todo tu blog y encuentro algo (había una plaza de Los Tilos al lado de mi casa) que me dice que no eres del lugar del que estaba pensando. Me gusta como escribes,así que alguna otra visita ya te haré. Un fuerte abrazo.

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  2. Hola, desde Edimburgo. Muchas gracias por tu comentario. Lo de la plaza de Los Tilos dicen mis hermanos que es un error, que nunca se llamó así. Era la Plaza de San Lesmes (por la iglesia) o de San Juan (por el monasterio) (jo, ahora la busco en google maps para asegurarme de su nombre exacto, y no aparece como plaza con ningún nombre), pero mis amigas y yo, de pequeñas, la llamábamos la plaza de Los Tilos, convencidas de que era su nombre, porque al lado de las murallas viejas había muchos tilos y en las ventanas de las murallas (lo que hoy es la casa de cultura) jugábamos a "las tiendas", así que quedábamos en la "plaza de Los Tilos" para jugar en las murallas. Y sí, recuerdo perfectamente a los Santaolalla, donde mi madre me mandaba a menudo a comprar.

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  3. Hola:
    Veo que llamas plaza de los Tilos a la de San Lesmes. Así, que si que eres de Burgos. Describes muy bien el "colmado" al que iba yo tambien con mi madre,volviendomelo a recordar con detalle. He ido
    a la coral Támbara para ver si te reconocia.... Lástima que al irte a Valladolid, no hagas las crónicas de Burgos. Llevo más de 40 años fuera, aunque no he perdido contacto con la ciudad.
    M. Vivanco

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