domingo, 29 de enero de 2012

Baden-Powell, Jerry Berndt y las penas del infierno...

No me gustó nada la insistencia con que aquella pareja miraba mi bici, así que me acerqué, con el casco en la mano, para dejar claro que era la dueña y que ojito con las malas intenciones; pero resultó que lo único malo eran mis recelos –estaban fijándose en la pata de cabra para comprarse otra igual-, por lo que cambié de actitud, les di las señas de la tienda y seguí con lo mío: contemplando a la marabunta de chavales que poblaban la recién inaugurada plaza de Baden-Powell en Parque Alameda.


Calculo que habría unos cuatrocientos, de entre siete y quince años, escuchando los discursos de inauguración del alcalde de Valladolid y de un representante del movimiento scout que hablaba de los cien años que llevan en España, de su vocación de servicio a la sociedad y de su amor por el medio ambiente. También se encontraban en la plaza gentes de mayor edad con su pañoleta de rayas al cuello: los consabidos monitores –todavía quedan los de pelo recogido en larga coleta y mirada de gente buena-, algunos padres y unos pocos nostálgicos de sus tiempos de boy scouts. Entre estos últimos, reconocí a un par de amigos periodistas –aparte de los que estaban ejerciendo-, un profesor de universidad, un párroco de Parquesol, un informático y una exclaustral de no recuerdo qué facultad.


Mientras tomaba un par de fotos a la piedra conmemorativa ("Scouts de España construyendo un mundo mejor"), dos interrogantes se me colaron en la orillita misma de la frontera entre el corazón y el cerebro, y allí se quedaron el resto de la semana buscando una improbable respuesta: "dime, mujer, cuando el amor se olvida, ¿sabes tú a dónde va?". Huy, perdón, que este era de Becquer; quería decir: ¿en qué ángulo oscuro del salón del alma –de su dueño tal vez olvidadas- se instalan las buenas intenciones y la fe en el ser humano al convertirnos en personas maduras? ¿Por qué bastantes de los adultos que se ven relacionados con los scouts tienen a veces un cierto aire de Peter Pan y de haberse quedado a vivir en la adolescencia?

Jerry Berndt y las penas del infierno

Con esos interrogantes zumbándome en el recuerdo, empecé la semana visitando la exposición de Jerry Berndt ("America the beautiful") en San Benito. Las miradas tristes de los personajes de sus bares de mala muerte –más adivinadas que explícitas tras el grano de sus impresionantes fotografías- parecieron ganarme para el pesimismo de las reflexiones propias y ajenas con las que Berndt acompaña sus retratos de soledad y desesperación. Sí, en su nebulosa de grises magistrales parecía cierto que la vida en las ciudades no es más que un espacio dual -superficie glamurosa y submundo en callejón sin salida-, consecuencia de la "batalla campal de codicia" contra la que clama Ian Frazier en uno de los textos que pueblan las paredes de la muestra.

Este contraste tan próximo en el tiempo entre el buenismo naturalista de los exploradores y la negritud del asfalto maldito de borrachos y prostitutas presas de un destino evitable en su origen pero irremisible por el pecado original del capitalismo, me recordó, sin poderlo remediar, otro contraste de hace –cágüenla- cuarenta años, en los ejercicios espirituales del colegio de monjas: por la mañana, en el aula lleno del sol de primavera comiéndose las ventanas, lecturas de vidas heroicas y ejemplares, que podríamos ser nosotras mismas arreglando el mundo; y por la tarde, en la capilla sombría de un anochecer que ya no era de primavera, sino de cuaresma, lecturas truculentas de muertes repentinas que podían sorprendernos –ya adultas mediocres- sin el arrepentimiento necesario en medio de una vida de pecado y condenarnos para siempre a las penas del infierno.

... pero me quedo con la flor de Cardesse de Ramón Gaya

Cansada de teclear erráticamente sin éxito ni mucha esperanza, salí ayer de la biblioteca buscando aire y luz para respirar, especialmente necesarios en unos días en los que un episodio de manipulación y mal comunicar -uno más de los mil que suceden a diario en cada código postal de la ciudad-  me tenía el ánimo encogido, el horizonte estrechándose y las confianzas resquebrajadas.

Y los encontré –aire a raudales, luz mediterránea y un cierto aroma a flor de azahar- en todos y cada uno de los cuadros de Ramón Gaya que se exponen en el Museo de la Pasión hasta el próximo 18 de marzo: en la silla que transfiguró en óleo cuando tenía solo trece años; en la flor de Cardesse junto al espejo que pintó en 1939; en el "Retrato de Isabel" (1990, tenía el pintor ochenta años), o en el autorretrato de cuando tenía noventa. Y también en sus poemas y cartas, y en los escritos –que forman asimismo parte de la exposición- de sus amigos escritores y pintores (Cristóbal Hall, Luis Cernuda, Jorge Guillén, María Zambrano, Rosa Chacel o Tomás Segovia), que admiraban su inteligencia y madurez y la independencia con la que siguió lo que él consideraba una vocación irremediable –la pintura-, personal, por encima de las corrientes artísticas y de sus consignas.


"Pintura –afirmaba Gaya- no es hacer: es sacrificio, es quitar, es desnudar, y trazo a trazo, el alma irá acudiendo sin trabajo". Y yo levanto los tres dedos centrales de mi mano y me dispongo a evitar las penas del infierno amenazadas por Jerry Berndt, buscando el trocito de arte que tengo en cada día y en cada amigo, que será como la lámpara a la que Gaya le escribe un soneto que acaba así:

"aquí sobre mi frente silenciosa,
aquí como una vaga compañía
llegando con tu luz hasta mi angustia".

viernes, 13 de enero de 2012

Hoteles, Pingüinos y hermanos fruteros

Antes de avanzar doscientos metros ya estaba arrepentida de no haber sacado la foto –¿por qué  precisamente ayer olvidé meter la cámara desenfundada en el bolsillo de la cazadora?-, pero ahora era incapaz de retroceder ese espacio, bajarme de la bici, quitarme los guantes, descolgarme la mochila, rebuscar hasta encontrar la cámara o el móvil y ponerme a retratarlo todo: los bancos de la acera, las hojas del seto, los árboles sin hojas, las verjas de la fábrica abandonada, el pasamontañas del transeúnte madrugador y los ojos del niño que su madre llevaba a la guardería y que reflejaban el asombro y la emoción de todos los que ayer por la mañana nos encontramos a Valladolid transfigurada por la cencellada. Así que seguí mi camino y me conformé con disfrutar de esa especie de lluvia flotante y diminuta que iba bordeando mis pestañas con puntitos blancos y convirtiendo la ruta matutina en un cuento de navidad. Además, al volver a casa por la noche y encender el ordenador, vi que Henar Sastre sí había tenido la cámara a mano y que supo elegir los motivos, el ángulo y la luz para preservar su recuerdo.

Los hermanos Santaolaya y los hermanos Santaolalla

Sin embargo, no he tenido la misma suerte a la hora de buscar otro recuerdo de la ciudad -el de la frutería de los Hermanos Santaolaya- cuyo cartel reza triunfante sobre el tiempo en una pared de ladrillo, en la calle Cardenal Cos, que pronto será un patio del hotel mejor situado de la ciudad. Esperaba encontrarlo en la Enciclopedia del Comercio y de la Industria de Valladolid que acaban de editar Joaquín Díaz y José Delfín Val, porque ese cartel me trajo inmediatamente a la memoria la imagen de otros hermanos Santaolalla –aquellos en la calle Almirante Bonifaz de Burgos-, con una tienda de ultramarinos inmensa, que ya evolucionaba hacia el modelo supermercado, pero en el que todavía atendían con lapicero en oreja, cuenta hecha a mano a velocidades de vértigo y recitando al final de cada compra una retahíla personalizada de ofertas –"bacalao, lentejas, Cola Cao, sardinas en aceite, jabón Lagarto, asperón, betún Uncle Sam"-para refrescar la memoria del cliente con productos que pudiera haber olvidado.




Es lo que tiene el buscar algo difícil, que al final se termina encontrando muchísimas cosas similares que se constituyen, en nuestra imaginación saturada, como teoría explicativa de los problemas de la humanidad entera. Y así me doy cuenta de la cantidad de hermanos que se encuentran detrás de negocios prósperos y atareados -desde el mercado de Artutro Eyríes, también fruteros, hasta la calle Águila de Pajarillos, con tienda de alimentación, pasando por las hijas de Manuel Vidal en Arroyo de la Encomienda o las hijas de Begoña, la emprendedora de Dueñas que logró salir adelante cocinando y vendiendo morcillas originales cuando la crisis le hundió su negocio de materiales para la construcción-, y se me antoja que el impulso de un par de hermanos bien avenidos es el mejor motor para salir de la crisis. A veces, pagando el precio de perder la vida personal por la demasiada absorción en el trabajo, como les ocurría a otros tres hermanos fruteros -de un mercado que emerge de la memoria de mi adolescencia mezclado con los guateques con discos de los Beatles-, a los que se veía en un cafetín los fines de semana, buscando ligar sin mucha esperanza porque habían dejado escapar las oportunidades ocupados en descargar cajas de manzanas, elegir fresas, montar los cucuruchos de papel estraza para los tomates y pesar las patatas en la báscula de plato grande.

Con un par: de zapatillas, de huevos, de macetas... o de ruedas de moto

Enfrascada en esos recuerdos, llegué al centro cívico del Parque Alameda para sacar un libro de la biblioteca, y me encontré en su vestíbulo con la exposición "Con un par", del colectivo Eclipse, que se puede ver allí hasta el día 16 de enero. Y pensé que si el impulso de la familia y sus economías de escala constituyen un buen arma en tiempos de dificultad, más fuerza se encuentra en una pasión compartida –en este caso la pintura- para echarle a la vida un par: de torres, de zapatillas, de cuernos, de huevos, de calcetines, de macetas... de emociones y de sueños –aseguran- para seguir con su trabajo.


Aunque, en este Valladolid de cencellada, nieblas y frío de enero, hay que reconocer que los que de verdad le ponen un par (de neumáticos) son los moteros de Pingüinos, que, una vez preparado su hábitat natural de termómetros congelados, se disponen a llenar –no tanto los hoteles, de cuya bajada de ocupación se lamentan los del ramo- la Acera de Recoletos y el aparcamiento de Vallsur  con el ruido de sus motores y el olor a caucho quemado de sus piruetas, abanderados por el recuerdo y la imagen de Marco Simoncelli, al que rendirán un homenaje en el desfile de antorchas. Bienvenidos.