miércoles, 20 de junio de 2012

Saturnino Lorenzo y la banda de Moebius

Caía el sol sobre la calle Antonio Lorenzo Hurtado a las tres y cuarenta y cinco de esa tarde de sábado, y nadie –salvo ella, que debía llegar en diez minutos a la iglesia- surcaba la superficie ardiente del carril bici. Sobre un par de bancos de la acera, sendos embalajes de cartón esperaban pacientes a los mendigos que esa noche dormirían a su abrigo, sin necesitar piedra que los mantuviera en su sitio porque ni un soplo de viento movía el aire ni persona alguna exhalaba su aliento en la cercanía.
En el atrio de la iglesia de San Lorenzo, cuatro amigos custodiaban el féretro y esperaban a los tres sacerdotes que se acercaban desde el interior de la iglesia repleta de gente, mientras los últimos feligreses iban agolpándose alrededor de la escena: "Venid en su ayuda, santos de Dios, salid a su encuentro, ángeles del Señor...", y las palabras del sacerdote caían ingrávidas sobre la madera del ataúd, junto con las gotas de agua bendita del hisopo y las lágrimas no derramadas de sus compañeros.
Sí, había sido la crónica de una muerte anunciada: mientras la policía peinaba pisos y negocios de la plaza mayor de Valladolid para blindar la seguridad de los Reyes en el Día de las Fuerzas Armadas; mientras los mineros de León y sus familias se montaban en los autobuses hacia Madrid con el frío de la mañana empotrado entre el alma y los huesos; mientras Juan Ignacio de los Mozos estrellaba sus ideas contra el muro de sweet Medrano y strong Villanueva, y Jorge Francés tomaba el relevo de Josechu Arroyo en la Asociación de la Prensa, Saturnino Lorenzo, Sátur, un tío del Opus bien conocido por los periodistas de Valladolid (se dedicaba a ofrecer la cara amable de la Obra con ejemplos reales de gentes diversas, quizás sin darse cuenta de que la mejor propaganda era su propia vida de paisano coherente), perdida ya la batalla contra el cáncer, decía adiós a su familia y amigos mientras empuñaba suavemente el asa del ligero equipaje que hace tanto tiempo tuvo preparado.

James Blunt y el viaje de San Pablo

A la salida de la iglesia, un hombre con pantalones pirata y camiseta de camionero –sin mangas y marcando pectorales- se limpiaba las lágrimas con la mano izquierda mientras con la derecha daba unas palmadas de despedida al féretro, como se las hubiera dado a Sátur en la espalda en un abrazo de amigos machotes; unos metros más allá, otro amigo lloraba desconsolado ante la mirada perpleja de su hijo de quince años. Y ella, mientras recorría la soledad de vuelta de la calle Antonio Lorenzo (ahora se veían petates y mantas de vagabundo apoyados en unas cornisas de la iglesia de San Pascual Bailón, como nidos de golondrinas inversas), notaba mezclarse en su recuerdo dos llantos por la pérdida de un rostro querido que siempre se le habían parecido mucho: la canción de James Blunt You are beautiful ("I saw your face in a crowded place, and I do not know what to do, cause I'll never be with you... but it's time to face the truth, I will never be with you"), y la despedida de los cristianos a San Pablo cuando salía de Mileto hacia Jerusalén: "todos lloraban a lágrima viva, y, echándose al cuello de Pablo, le besaban, afligidos porque les había dicho que no volverían a ver su rostro" (Hechos de los Apóstoles, 20, 37-38).

Durante los días siguientes, no podía soportar la sombra de tantos rostros perdidos en esta carrera que todos corremos contra un muro anunciado, así que cerró su máquina de pensar: cada mañana recogía cuidadosamente todos los tapones de plástico que pudieran reunirse en la inmensa montaña capaz de sufragar prótesis, investigaciones en enfermedades raras o sillas de ruedas; y por las tardes tecleaba corcheas, bemoles y silencios con furia en el programa de edición de partituras. A ratos ojeaba periódicos y se decía que debería leer sobre la colección del Museo Patio Herreriano, para ver si encontraba la respuesta a su interrogante sobre la calidad y entidad de estos diez años de arte contemporáneo en Pucela. Pero no lo hacía. Ni se acercaba al Santa Cruz (otro día sería) a contemplar las terracotas del reino de Oku. Y menos todavía se acercó al Paraninfo el jueves 14 de junio para la entrega del premio Café Compás, porque traería otra sombra incierta a su memoria -¿dónde estás, Gerardo?-; incluso dejó de ojearlos cuando un programa bienintencionado de seguridad vial convirtió en estadística macabra la materia de sus pesadillas.

Carambola de estrellas por el hueco de la chimenea

Durante la cena, su hijo estaba contando lo que les habían explicado en clase de matemáticas sobre la banda de Moebius, pero ella ni le habría escuchado si no fuera porque él tiró de papel, tijeras y cinta adhesiva transparente, construyó la insólita banda, y la cortó por la mitad, provocando ese curioso fenómeno de que no se divide en dos cintas, sino que se convierte en una sola el doble de larga; y luego volvió a cortarla y ahora sí surgieron dos bandas, pero entrelazadas.

 
Entonces sí que escuchó la explicación (esa torsión que convierte las dos caras de la tira de papel en una sola superficie continua, que une el derecho con el revés, lo blanco con lo negro y la tristeza con la alegría sin cambiar de plano), tanto que se quedó a vivir en su cabeza, y los días siguientes todo le parecía un juego de contrarios unidos por la torsión que cada persona elige, consciente o inconscientemente, para recomponer su vida en la unidad. Así se le hizo presente todo el rato en la gala de ballet de Arantxa Ochoa en el Teatro Calderón, en la que la música y la danza eran las dos caras de una banda hecha de belleza que los bailarines convertían en una sola superficie de emoción.


Al salir del ballet todavía no era de noche; el sol, ya de caída, remoloneaba en reflejos sobre los bordes de las nubes, convirtiéndolas en algodón de azúcar de color rosa. Hasta la luna se hacía una melena descocada con el reflejo de la luz de sol que la orlaba, y guiñaba un ojo. Y, en lo que duró el camino a casa, salían las estrellas a puñados, desparramándose sobre un cielo brillante de luna llena. En ese momento se dio cuenta de que ella era yo, y se dijo, mirando a ese cielo juguetón y provocativo: "Si hay que jugar, se juega, ¡caramba!". Me remangué, cogí la farola más larga de mi barrio, la unté bien de tiza en el extremo, apunté a la luna y a las tres estrellas que más brillaban, y de un golpe certero las mandé a rebotar por las cuatro esquinas del cielo hasta que una de ellas se coló, limpiamente, por la chimenea de mi casa para darme luz en las noches del alma. Una carambola que te cagas. Va por ti, Sátur.