Caía el sol sobre la calle Antonio Lorenzo
Hurtado a las tres y cuarenta y cinco de esa tarde de sábado, y nadie –salvo
ella, que debía llegar en diez minutos a la iglesia- surcaba la superficie
ardiente del carril bici. Sobre un par de bancos de la acera, sendos embalajes
de cartón esperaban pacientes a los mendigos que esa noche dormirían a su
abrigo, sin necesitar piedra que los mantuviera en su sitio porque ni un soplo
de viento movía el aire ni persona alguna exhalaba su aliento en la cercanía.
En el atrio de la iglesia de San Lorenzo,
cuatro amigos custodiaban el féretro y esperaban a los tres sacerdotes que se
acercaban desde el interior de la iglesia repleta de gente, mientras los
últimos feligreses iban agolpándose alrededor de la escena: "Venid en su
ayuda, santos de Dios, salid a su encuentro, ángeles del Señor...", y las
palabras del sacerdote caían ingrávidas sobre la madera del ataúd, junto con
las gotas de agua bendita del hisopo y las lágrimas no derramadas de sus
compañeros.
Sí, había sido la crónica de una muerte
anunciada: mientras la
policía peinaba pisos y negocios de la plaza mayor de Valladolid para
blindar la seguridad de los Reyes en el Día de las Fuerzas Armadas; mientras
los mineros de León y sus familias se montaban en los autobuses hacia
Madrid con el frío de la mañana empotrado entre el alma y los huesos; mientras Juan
Ignacio de los Mozos estrellaba sus ideas contra el muro de sweet Medrano y strong Villanueva, y Jorge
Francés tomaba el relevo de Josechu Arroyo en la Asociación de la Prensa,
Saturnino Lorenzo, Sátur, un tío del Opus bien conocido por los periodistas de
Valladolid (se dedicaba a ofrecer la cara amable de la Obra con ejemplos reales
de gentes diversas, quizás sin darse cuenta de que la mejor propaganda era su
propia vida de paisano coherente), perdida ya la batalla contra el cáncer,
decía adiós a su familia y amigos mientras empuñaba suavemente el asa del
ligero equipaje que hace tanto tiempo tuvo preparado.
James
Blunt y el viaje de San Pablo
A la salida de la iglesia, un hombre con
pantalones pirata y camiseta de camionero –sin mangas y marcando pectorales- se
limpiaba las lágrimas con la mano izquierda mientras con la derecha daba unas
palmadas de despedida al féretro, como se las hubiera dado a Sátur en la
espalda en un abrazo de amigos machotes; unos metros más allá, otro amigo lloraba
desconsolado ante la mirada perpleja de su hijo de quince años. Y ella,
mientras recorría la soledad de vuelta de la calle Antonio Lorenzo (ahora se
veían petates y mantas de vagabundo apoyados en unas cornisas de la iglesia de
San Pascual Bailón, como nidos de golondrinas inversas), notaba mezclarse en su
recuerdo dos llantos por la pérdida de un rostro querido que siempre se le
habían parecido mucho: la canción de James Blunt You are beautiful ("I saw your
face in a crowded place, and I do not know what to do, cause I'll never be with
you... but it's time to face the truth, I will never be with you"), y la
despedida de los cristianos a San Pablo cuando salía de Mileto hacia Jerusalén:
"todos lloraban a lágrima viva, y, echándose al cuello de Pablo, le
besaban, afligidos porque les había dicho que no volverían a ver su
rostro" (Hechos de los Apóstoles, 20, 37-38).
Durante los días siguientes, no podía
soportar la sombra de tantos rostros perdidos en esta carrera que todos
corremos contra un muro anunciado, así que cerró su máquina de pensar: cada
mañana recogía
cuidadosamente todos los tapones de plástico que pudieran reunirse en la
inmensa montaña capaz de sufragar prótesis, investigaciones en enfermedades
raras o sillas de ruedas; y por las tardes tecleaba corcheas, bemoles y
silencios con furia en el programa de edición de partituras. A ratos ojeaba
periódicos y se decía que debería leer sobre la colección
del Museo Patio Herreriano, para ver si encontraba la respuesta a su
interrogante sobre la calidad y entidad de estos diez
años de arte contemporáneo en Pucela. Pero no lo hacía. Ni se acercaba al
Santa Cruz (otro día sería) a contemplar las terracotas
del reino de Oku. Y menos todavía se acercó al Paraninfo el jueves 14 de
junio para la entrega
del premio Café Compás, porque traería otra sombra incierta a su memoria -¿dónde
estás, Gerardo?-; incluso dejó de ojearlos cuando un programa
bienintencionado de seguridad vial convirtió
en estadística macabra la materia de sus pesadillas.
Carambola
de estrellas por el hueco de la chimenea
Durante la cena, su hijo estaba contando lo
que les habían explicado en clase de matemáticas sobre la banda de
Moebius, pero ella ni le habría escuchado si no fuera porque él tiró de
papel, tijeras y cinta adhesiva transparente, construyó la insólita banda, y la
cortó por la mitad, provocando ese curioso fenómeno de que no se divide en dos
cintas, sino que se convierte en una sola el doble de larga; y luego volvió a
cortarla y ahora sí surgieron dos bandas, pero entrelazadas.
Entonces sí que escuchó la explicación (esa
torsión que convierte las dos caras de la tira de papel en una sola superficie
continua, que une el derecho con el revés, lo blanco con lo negro y la tristeza
con la alegría sin cambiar de plano), tanto que se quedó a vivir en su cabeza,
y los días siguientes todo le parecía un juego de contrarios unidos por la
torsión que cada persona elige, consciente o inconscientemente, para recomponer su vida en la unidad. Así se le hizo presente todo el rato en la gala
de ballet de Arantxa Ochoa en el Teatro Calderón, en la que la música y la
danza eran las dos caras de una banda hecha de belleza que los bailarines
convertían en una sola superficie de emoción.
Al
salir del ballet todavía no era de noche; el sol, ya de caída, remoloneaba en
reflejos sobre los bordes de las nubes, convirtiéndolas en algodón de azúcar de
color rosa. Hasta la luna se hacía una melena descocada con el reflejo de la
luz de sol que la orlaba, y guiñaba un ojo. Y, en lo que duró el camino a casa,
salían las estrellas a puñados, desparramándose sobre un cielo brillante de
luna llena. En ese momento se dio cuenta de que ella era yo, y se dijo, mirando
a ese cielo juguetón y provocativo: "Si hay que jugar, se juega, ¡caramba!". Me
remangué, cogí la farola más larga de mi barrio, la unté bien de tiza en el extremo,
apunté a la luna y a las tres estrellas que más brillaban, y de un golpe
certero las mandé a rebotar por las cuatro esquinas del cielo hasta que una de
ellas se coló, limpiamente, por la chimenea de mi casa para darme luz en las
noches del alma. Una carambola que te cagas. Va por ti, Sátur.