sábado, 18 de enero de 2014

Mil millones de estrellas

Algo así era el Román I
Era como uno de los dardos que los propios chavales se fabricaban con un bolígrafo para tirar a la diana, pero más grande y sin clavo en la punta; solo cuatro aletas muy afiladas en la cola, cuerpo cilíndrico de un par de dedos de diámetro y cabeza puntiaguda rematada con esparadrapo. En total, unos 20 centímetros de largo, que les habían venido justos para pintar longitudinalmente el nombre del vehículo espacial: "Román I", en honor de su inventor y fabricante, aunque nunca le siguieron el Román II ni sucesivos. La parte final de la cola y de las aletas estaba empotrada en unas ranuras talladas con gran precisión en la tapa de un frasco de Nescafé -¿o sería de cereales Afín aquella plataforma de lanzamiento?- para evitar desvíos en la trayectoria de la nave con el impulso del despegue.

Toda la culpa la habían tenido el Cheminova que los Reyes Magos le habían traído a Román, su afición por la química, el abundante carbón disponible para cocina, brasero y calefacción y la imaginación calenturienta de los demás hermanos (especialmente Javier), que les llevó a fabricar no solo el cohete, sino también un detonador, partiendo de un voltímetro viejo de su padre, y apañarse unos auriculares para realizar la cuenta atrás del lanzamiento con una solemnidad propia de Houston, aunque la sala de control de la misión estaba en el cuarto de estar de casa. Mucho antes de la cuenta atrás, ella, pegadas la nariz y las palmas de las manos a la ventana, no quitaba ojo del cohete y del frasco de Nescafé lleno de pólvora casera situado sobre el tejadillo de "Auto Ibérico" -al que se podía salir desde el balcón del cuarto de estar- y conectado al detonador con un par de cables que pasaban por una rendija del marco de la ventana.

¡Boom! Casi no reparó en el estampido, que por poco la deja sorda, ni en la humareda que llenaba el patio y los jardines (ni en el peligro que había corrido, pegada a un cristal a apenas tres metros de distancia de una explosión descomunal para ser un experimento casero infantil), porque toda su atención estaba atrapada en la llamarada que acompañó al lanzamiento y en el cohete, que subía y subía hasta que lo perdió de vista. Aquello había sido un éxito –y un susto morrocotudo para los vecinos-, pero, sobre todo, una de las emociones más grandes de su vida y quizás el inicio de su vocación de química -¡qué sensación de poder la de comprobar que un experimento lograba lo que decía la teoría!-, a la que más tarde traicionó por la llamada inexorable del periodismo.

El satélite Gaia y María Moliner (Vicky Peña)

El recuerdo de los detalles de aquel día le llenaba la cabeza y le hacía sonreír mientras aceleraba el ritmo del pedaleo camino del trabajo y comprobaba la dirección web de la Agencia Espacial Europea anotada en el dorso de su mano: quería llegar a tiempo de encaminar las tareas urgentes y poder sacar al menos diez minutos a las 10:12 para contemplar en directo por internet el lanzamiento del satélite Gaia.


No lo consiguió, pero esa tarde y otras más volvió a contemplar el lanzamiento en diferido (el reportaje completo y el resumen de los momentos cruciales), dejándose absorber nuevamente por la belleza de la llamarada que acompañaba su despegue y surcaba las nubes y el cielo claro. Aún hoy lo sigue acompañando en su cabeza y calcula que, si nada se ha torcido, mañana llegará al punto Lagrange L2, a millón y medio de kilómetros de la tierra, y desde allí se pondrá a enviar imágenes durante ocho horas al día –y así durante cinco años- a una antena de Cebreros (Ávila) y otra de Australia para que un grupo de científicos de la Agencia Espacial Europea pongan su grano de arena en el conocimiento de lo infinito con un mapa en tres dimensiones de mil millones de estrellas, cada una de las cuales será observada (¡qué vertigo!) más de 70 veces a lo largo de esta misión.

Foto: ESA - M. Pedoussaut.
Foto: ESA
Y así es como se quedó en tercera persona la autora de este blog: mirando a las estrellas y reflexionando sobre lo minúsculo del conocimiento de cada persona en comparación con lo inmenso del universo. Cierto es que ya se encontraba en ese estado absorto desde que había acudido, en la sala Concha Velasco del LAVA, a la representación "El diccionario", en el que una fantástica actuación de Vicky Peña consiguió empapar al público de esa oscilación entre lo grande y lo pequeño de una mujer, María Moliner, que sabía compaginar el análisis y la síntesis, escudriñando la estrella de cada palabra y descubriendo el orden y la belleza en el aparente caos del firmamento del uso del lenguaje, hasta acabar –paradoja de la vida- con su mente vacía de palabras mientras su obra maestra triunfaba sobre los que le negaron el honor que merecía.

Mastropiero, Graciela Henao y Goyo el Catalán

Ni siquiera el tiempo nublado y lluvioso de finales de diciembre y de lo que va de año –que no permite ver ni una estrella en el cielo- ha conseguido hacerla regresar a la primera persona del singular del presente de indicativo; anda deambulando con su bici, empeñada en contemplar las otras estrellas que se encuentran a ras de suelo: las que sobreviven con imaginación a la crisis en las tiendas de barrio de toda la vida -como las descubrió Juan Carlos Berguices, de ÑFotógrafos-; las que llevan un poco de luz y calor hasta debajo de los puentes del Pisuerga; la que encuentra en la calle Santamaría de Valladolid el escenario para el vídeo de la canción "Metralleta Joe"; la que ha tenido que cambiar de constelación, de la música a las matemáticas, como Andrés Hombría, porque la gente ya no compra discos (en la trastienda cerrada de Mastropiero quedará la estela de tantas tardes que Andrés y Román, el constructor del cohete, amigos desde casi aquellos tiempos, han dedicado a resolver problemas matemáticos y a remendar el mundo); o su estrella preferida, Goyo el Catalán, que a los noventa años continúa cabalgando en su bici a través de la niebla y la lluvia o bajo el cielo raso de Burgos.




De vuelta de unos recados, ayer se encontró con la exposición de saris de la Casa de la India, y, tras disfrutar un rato acariciando con la punta de los dedos los lienzos de algodón y de seda mientras se colaban al contraluz las imágenes del rickshaw y de la pajarera del patio, saludó a Rabindranath Tagore; luego lo buscó, traducido en la web A media voz -regalo al mundo de Graciela Henao, buscadora y archivera de estrellas-, y allí se refugió en la primera persona del poeta, tan bella en el poema 19 de Gitanjali: "Si nohablas, llenaré mi corazón de tu silencio, y lo tendré conmigo..."

Actualización (4-2-2014).

Hoy me encuentro con que la web "A media voz" no está disponible. Era algo que podía temerse desde que, en enero de 2013, murió su creadora, Graciela Henao. Sin embargo, pocos meses después, la noticia de que la familia de Graciela había donado todo su legado a la Universidad de La Sabana, de Bogotá, y que esta se comprometía a mantener la web, hizo mantener las esperanzas de la supervivencia de este sitio excepcional dedicado a la poesía.

Sin embargo, hoy me encuentro que la web ya no está disponible y que muchas personas huérfanas, como yo, se preguntan en las redes sociales por qué ha desaparecido.

A pesar de haber gastado la tarde rastreando en la web de la Universidad de La Sabana, y no haber encontrado ni rastro de Graciela ni de su web, y a pesar de que el letrero del web host iPower deja clara la pista de que nadie ha pagado los derechos del dominio web, no pierdo la esperanza de que el "temporarily unavailable" sea eso de verdad: temporalmente no disponible. Mientras tanto, he tenido que cambiar los enlaces de mi último párrafo a otros lares poéticos de la red.

Actualización (19-9-2014). Albricias, A media voz vuelve a estar activa

Efectivamente, la web A media voz vuelve a estar activa, con todos los poemas de cientos de autores perfectamente ordenados y transcritos, y con muchos de ellos leídos por la propia voz de sus poetas. Una noticia muy buena para todos los que aman la poesía.