miércoles, 26 de noviembre de 2014

El retrovisor y los tentáculos del seto

¡Qué chisme tan aparatoso!, me dije para mis adentros -cuidando de bajar el volumen de los pensamientos, no fueran a transparentarse por encima de la sonrisa hipocritilla- mientras sujetaba al extremo izquierdo del manillar el retrovisor que acababan de regalarme mis hijos. Siempre me habían parecido un poco ridículos los ciclistas que abigarraban sus bicis con cestas, alforjas y todo tipo de adminículos -a mi modo de ver, inservibles-, y ahora yo iba a ser una de ellos. Chungo.

No imaginaba entonces lo equivocada que estaba y el gran aprecio –demasiado, pienso ahora- que iba a coger a "mi" retrovisor, que cualquier día me pego un piñazo por ir mirando hacia atrás en lugar de hacia delante.

Él me libra de los peligros en los cruces complejos, cuando obedezco la ley de mi semáforo en verde y me atacan por detrás de la oreja izquierda los velocípedos a los que acaban de abrir el suyo y que apenas se enteran del ámbar que me protege –poco- y de mi propia presencia pedaleante y espeluznada. Pero ahora mi espejito mágico me informa de todos los movimientos que se producen a la espalda de mi costado izquierdo y puedo actuar con pleno dominio de la situación.

Él me avisa de los coches que se aproximan a mi rueda trasera, y hasta puedo leer, en sus ojos viceversa, sus pensamientos (equivocados) de que en esta carretera tan estrechita cabemos dos coches y una bici, así que me pongo en el centro del carril hasta que nadie viene de frente, y entonces me orillo para que me adelanten cómodamente.

Y, lo que es más chulo, él me permite ver alejarse hacia el horizonte posterior a las personas, árboles y nubes con los que acabo de cruzarme en el camino. Pero esa ha sido mi perdición:  llevo dos meses largos con síndrome de retrovisor, contemplando cómo se aleja este verano prolongado en un otoño disfrazado de agosto, mientras intento ignorar el tedio del trabajo sin fruto aparente que acompaña a mi tiempo frío.

Los pantalones de campana de La Isla Mínima y L' Arlesienne de Bizet

Solo puedo decir en mi defensa que este escaqueo por el mundo de la nostalgia no ha partido solo de mí, sino que me ataca desde todas partes y se me pega a la ropa y a la respiración, como si en algún lugar de la ciudad o del país hubieran colocado un inmenso retrovisor. Allí está cuando acudo al concierto de apertura de curso de la Universidad de Valladolid y se abre con L' Arlésienne, de Bizet, en la que inmediatamente reconozco una canción de montaña de los campamentos de mi adolescencia en la sierra de la Demanda entre Burgos  y Soria. Intento confirmarlo en internet, y la búsqueda me lleva a la Marche pour le Régiment de Turenne, de Jean Baptiste Lully (1632-1687), y a su utilización por Georges Bizet, casi 200 años después (1872), como tema de la Marche des Rois y de L' Arlesienne; pero, sobre todo, esa búsqueda me recupera nombres y artículos de gente de Burgos de principios de los setenta, que en mi memoria permanecen con camisas de cuellos grandes y pantalones de campana, muy parecidos a los que me encuentro una semana más tarde –cuando ya casi me había despejado de esas remembranzas- en esa obra de arte que es La Isla Mínima.

Me espera en el periódico cuando leo una entrevista con Carlos Soto -que el sábado pasado presentaba en San Miguel del Arroyo el primer disco del coro Pinares de Castilla-, que me lleva a rebuscar, entre las viejas casettes de casa, las dos que grabó el grupo Almenara. En el centro de la carátula de ¡Vaya postín...! le reconozco con su flauta travesera y sus apenas dieciocho años bajo el sombrero, mientras escucho Castilla lo más granado y el romance de la loba parda.

Salgo a ver una exposición de arte contemporáneo –"Vallisoletanos irreemplazables. Homenaje a Jorge Vidal", en la galería La Maleta-, y también allí, mientras admiro las obras de Vidal, de José Noriega, Gonzalo Martín Calero, Lorenzo Colomo y tantos otros vallisoletanos verdaderamente irreemplazables (me llama la atención un dibujo precioso de Belén González, de la que solo conocía esculturas), no puedo evitar el efecto retrovisor, que hace resbalar mi memoria hacia un congreso de periodismo autonómico en Palencia, en 1985, donde conocí a Domingo Criado -uno de los integrantes del Grupo Simancas junto a Jorge Vidal-, del que no hay obras en esta muestra, pero cuya evocación basta para situar de nuevo la realidad en ese halo neblinoso de lo que se aleja hacia el horizonte que queda a nuestra espalda.




Y lo mismo me ocurre cuando leo sobre el homenaje de la Fundación Delibes a Julián Marías, que enfoca el espejo de mis recuerdos en uno de los momentos más tristes de mi trabajo en la Universidad de Valladolid: cuando este pensador excepcional rechazó, en 2002, el doctorado honoris causa que proponía la Facultad de Filosofía y Letras, porque llegaba demasiado tarde. Como llegarían –si es que llegan- tantos otros homenajes que deberían haber jalonado este año de su centenario por parte de instituciones vallisoletanas, autonómicas y nacionales. País ingrato somos.

Cortando el seto

La única nota discordante en este tibio territorio de nostalgias son los tentáculos crecientes y leñosos del seto que bordea el carril bici, que me obligan a adentrarme cada mañana y cada tarde un poco más en la acera para evitar tropiezos o rasguños, abandonando el carril como terreno conquistado por la maleza. Quizás esto sea, exactamente, lo que ha estado haciendo mi subconsciente: dar vueltas por los recuerdos para apartarme de los leños hirsutos de un presente en el que 43 estudiantes pueden ser asesinados por los garantes del orden y la ley, o en el que muchos miles de personas mueren no lejos de aquí (3.800 kilómetros a Monrovia, 3.600 a Freetown o 3.500 a Conakry), sin que hayamos movido un euro para investigar la enfermedad que los mata hasta que un caso se ha acercado a la vecindad de nuestra prima en Alcorcón... o en el que continúa el interminable desfile de las estrellas de la corrupción por "los cuatro puntos cardinales de mi España" (Manolo Escobar dixit).

Esta mañana –también ayer y el lunes- me he cruzado con una cuadrilla de jardineros municipales afanados en podar las ramas del seto; para esquivar sus carretillas, rastrillos, sacos de ramas y conos de señalización, además de las hojas y esquirlas de leña, he tenido que desentenderme un poco del retrovisor y estar más pendiente de lo que ocurre por delante, así que ha cambiado mi perspectiva, y ahora tiendo a fijarme en los currantes que se remangan para arreglar y mantener tanto seto y jardín desmadejado como nos rodea: los médicos y enfermeros que trabajan en África para combatir el ébola (especial mención para los cubanos, que viajan habiendo firmado su condena al exilio perpetuo si se contagian); los científicos que llevan más de diez años trabajando en la sonda Philae de la nave Rosetta y que ahora andarán interpretando los datos recibidos y volviendo a perfilar nuevas sondas que tengan arpones más precisos  y baterías que se recarguen sin luz solar; el cineasta mexicano Alfonso Cuarón, que presta la voz de su triunfo para clamar justicia por los 43 chavales que nunca debieron morir; o los jueces y fiscales españoles que continúan imputando a indeseables y tejiendo sumarios cuidadosos para que no se les escapen por los agujeros de sus fallos.

Trayectoria de Rosetta tras el 12 de noviembre. Fotografía: ESA.