viernes, 3 de abril de 2015

Sobrevivir al desencanto: bufandas, remakes y pinceladas anarcos de Pucela

Actores de Una familia de Tokio (imagen tomada del blog
La mirada de Ulises)
El frío de cuchillo de esta noche lo noto al pedalear como un dolorcillo en la frente, donde impacta el viento (el resto de la cara lo llevo protegido por un tapaboca al que nunca llamaré por su antiestético nombre), pero es algo estimulante, me ayuda a sentirme viva y me permite olvidar la pringosidad de sirope y merengue que rezuma por mis orejas por culpa del empalagosísimo doblaje de Una familia de Tokio, película genial que acabo de ver en sesión de cinefórum con unos amigos. No entiendo la afectación y antinaturalidad de los dobladores de todos los personajes (excepto del que pone voz a Shuji, el hijo pequeño), y me desconcierta especialmente la voz temblorosa de bisabuelita decrépita que le ponen a la protagonista -¡una mujer de 68 años!-, aunque luego me doy cuenta de que quizás sea ese anacronismo el único defecto que le encuentro al homenaje que Yoji Yamada hace a su maestro Yasujiro Ozu con este remake de Cuentos de Tokio (en 1953, cuando se estrena la película de Ozu, la esperanza de vida de los japoneses no llegaba a los 68 años, mientras que ahora viven más allá de los 83). Por encima de todo ello, se impone la inmensa capacidad de Yamada –como Ozu y todos los buenos directores japoneses- para llevar de la mano al espectador y colocarlo en una actitud contemplativa que le hace aprehender la realidad impregnada de las emociones que el director le inoculó.

Pero no solo la realidad de Tokio. Desde esa noche de pleno invierno –hace casi un mes, ahora ya florecieron los almendros-, las calles del Valladolid que recorro cada mañana y cada tarde, las personas que me encuentro y las noticias que escucho están bañadas en una especie de búsqueda dolorida para recuperar o redibujar, tras el desencanto de la crisis, la identidad de la ciudad, de la profesión de cada uno, de las relaciones familiares... justo como hacían Shukichi y Tomiko, los protagonistas, a la vuelta del hotel al que les despacharon sus hijos.

A la búsqueda de la identidad perdida

Así lo percibí pocos días después en Madrid, en el salón de actos de la Fundación Rafael del Pino, donde nos reunimos un nutrido grupo –tirando a multitud- de compañeros de esta profesión -chavalitos triunfantes en la primera fila, veteranos de las redacciones de siempre, freelancers, escépticos redactores de sucesos, directores de comunicación y jefes de prensa, estudiantes enardecidos tecleando en el portátil- para escuchar la historia de Jill Abramson, que también anda sobreviviendo al desencanto de su misterioso despido como directora del New York Times embarcándose en la creación de un nuevomedio digital especializado en grandes reportajes, que -¡oh prodigio de las finanzas bien organizadas!- se venderán baratos (la suscripción será de 2,80 euros al mes) y se pagarán muy caros (redactores liberados con un adelanto de 100.000 dólares para poder investigar donde la historia les lleve y escribir sin el apremio del recibo de la hipoteca).


Conferencia de Jill Abramson en la Fundación Rafael del Pino

Su conferencia fue una narración fluida de sus experiencias –historias con la etiqueta exclusiva del premio Pulitzer-, reivindicando con el ejemplo la importancia de la narrativa en el periodismo y alertando contra la vuelta de la censura, esa braga –ahora sí merece su nombre- que de nuevo se teje con la lana sofocante de las crecientes seguridades nacionales para tapar la boca de cualquier candidato a "garganta profunda".

El que no tiene ninguna duda respecto de su identidad (un poco sobreactuada tal vez) es el colega al que acabo de adelantar en el carril de la avenida Salamanca después de chupar un rato de su rueda solo por el gustazo de contemplar el impoluto brillo de las llantas de su bici de carreras, la magnificencia del tejido de sus culotes y maillot y la línea de perfecto aerodinamismo de su mochilita; vamos, que me he llegado a preguntar si no estaríamos compitiendo en un velódromo en lugar de volviendo a casa por este modesto carril bici.

No sé por qué, pero el contraste entre su egregia figura y la mía (de currante de entre semana) me ha resultado una imagen gráfica de la diferencia entre los antiguos debates urbanísticos y los actuales, que todo este mes de marzo han estado especialmente presentes en Valladolid con la aprobación inicial del PGOU. Así como antes parecían dilucidar sobre distintos modelos para una ciudad llamada a las altas esferas del glamour, ahora la discusión tiene ese otro tinte de supervivencia al desencanto, de vuelta a la modestia de los pequeños arreglos que puedan sanar heridas de la ciudad y de incertidumbre ante la viabilidad de muchos de los proyectos soñados; incertidumbre que, a pesar de los anuncios de última hora -¿nada electoralistas?- sobre el Campus de la Justicia, ya se había llevado por delante los ánimos de la concejala del ramo.

Visión del artista versus resignación

Tres voces he oído también estas semanas clamando en el desierto por la búsqueda de una identidad para Valladolid -Fernando Manero, Ángela de Miguel y Óscar Puente-, y, aunque sus ideas son claramente constructivas, no puedo evitar sentir que hablan de fabricarnos un retrato retocado y glorioso para enseñar a las visitas; de una imagen a la que todos debiéramos contribuir, siempre con la duda de si llegaremos a realizar una genialidad o nos quedaremos en el ridículo intento de un mal remake. Pero creo que la mejor respuesta a ese anhelo de identidad recobrada la daba otro vallisoletano de lujo, José Luis Alonso de Santos, en el I Congreso de la Academia de Artes Escénicas, que se celebró en Urueña, reivindicando la visión artística como el arma para incidir en la sociedad, buscar caminos para evitar la resignación y hacer que el mundo sea algo menos inmundo.

Su determinación de no resignarse se me viene a la cabeza esta tarde final de marzo, en una breve visita a Gijón, en la que, tras un paseo en bici por la playa de San Lorenzo y el Muro bajo una losa de nubes negras, llego hasta la estatua de La Lloca y encuentro en sus ojos y en su mano extendida hacia el mar el reflejo exacto del dolor y el desconcierto que sentimos cuando, después de una semana contemplando perplejos el daño que puede desencadenar la desesperanza desbocada –estos días llamada Andreas Lubitz-, leemos en la pantalla del móvil que la pregunta sobre el paradero de Lalo García se ha resuelto con la fría evidencia de un cadáver flotando en el Pisuerga.

   

Sigo un rato mirando hacia el mar -el viento empuja mi cabello en la misma dirección que el de la madre del emigrante de Ramón Muriedas, y en el reproductor de música suena Silence, de la sinfonía número 3 de James MacMillan-, pero enseguida me fuerzo a separarme de su hipnosis de congoja y empuño de nuevo el manillar de mi bici, acariciándolo con agradecimiento, porque, aunque su rodar a ras de tierra no me permita alcanzar la perspectiva aérea de una imagen redonda de mi ciudad, sí me acerca cada día, con la libertad un poco anarco del pedaleo, a una de las miles de pinceladas que conforman su realidad múltiple y contradictoria, como la visión del artista. Ella me llevó hasta ese rincón del barrio de la Victoria que todos los años resulta transfigurado por los dibujos y pinturas de un grupo importante de arquitectos que Darío Álvarez  reúne en la exposición Artaspace; o hasta la plaza de Lola Herrera, en Delicias -mezcla de caserío de pueblo y moderno urbanismo minimalista-, donde pude contemplar el poema acróstico, disfrazado de valla publicitaria, con el que un chaval le pedía matrimonio a su chica.




Pero, sobre todo, es la bici la que me sitúa –como las películas de Yasujiro Ozu, Yoji Yamada o cualquiera de los buenos directores japoneses- en esa actitud ante la vida y la ciudad que me hace pensar, al pasar por delante del Clínico, en Raquel Barbero y Hugo Pérez, que han diseñado una técnica pionera de radiación que mejorará bastante la vida de las personas con enfermedades de tiroides; que el letrero de Helios que me cruzo cada mañana venga en mi cabeza asociado a la investigación que están realizando con el Cartif para desarrollar alimentos de alta eficacia en la prevención de enfermedades como la obesidad, los trastornos del sistema cardiovascular y del sistema nervioso central o la artritis reumatoide; que, al leer los periódicos cada tarde (ya sé que no es un horario muy ortodoxo, pero es el mío), me fije en el exitazo de Dora García, única española de nuevo en la Bienal de Venecia; o que busque y coleccione en mi pincho de memoria las entrevistas que Victoria Martín Niño les hace a los instrumentistas de la Oscyl -la última de ellas, a la violista Virginia Domínguez-; y que a todos ellos, sin querer, los sienta como parte de una familia virtual y extraña llamada Pucela.