lunes, 26 de septiembre de 2016

Don Quijote y las mochas (De lo acontecido con el gigante Lactalis y el mago Mondelez)

Homenaje al IV Centenario del Quijote,frente a la
casa natal de Miguel de Cervantes en Alcalá de Henares.
Foto tomada de Wikipedia (Áwá)
¿Podría decirme vuestra merced dónde se halla la plaza de la villa?
Quien con tanto descaro pedía mi ayuda no tenía trazas de haber recebido la orden de caballería, y así estuve tentado de despacharle a su aldea si no me vinieran en aquel punto a la memoria las promesas que había fecho, no tantas horas atrás, de desfazer entuertos, proteger a las viudas y doncellas y asistir a los menesterosos; y caté que, a no confundirme las mientes algún oculto encantamiento, el que ansí preguntaba no distaba mucho de menesteroso. Alceme, pues, la adarga al pecho, empuñé la lanza, ajusteme a la cabeza la media celada encajada en el morrión y nos encaminamos al lugar de la villa donde, sin duda, nuevas aventuras esperábanme que yo pudiera rendir ante la sin par Dulcinea.

Y a fe mía que corto habíame quedado en imaginarlas, pues no hubimos andado más de doscientos pasos cuando llegaron a nuestros oídos las voces de un grande gentío que en la plaza hallárase. Esto agitó mucho los ánimos de mi menesteroso protegido, que en un punto estuvo de dejarme atrás si no espoleara yo a Rocinante y en un suspiro encontráramonos en los soportales. Allí casi dimos de bruces con el regidor de la villa, que, a una con más de treinta veces ciento jornaleros y capataces, proferían grandes maldiciones contra un descomunal gigante llamado Lactalis. Decían de él que era más cruel y soberbio que el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania. Que tenía más brazos que los del gigante Briareo y aún más de sus cincuenta cabezas, cada una de ellas con su nombre pagano y abominable. Y ansí no había manera de asirle, pues hoy presentábase bajo la apariencia del mago francés Presidento, mañana tomaba forma de la doncella Puleva, el tercer día decía ser el infante italiano Galbani, y otros tantos días hacíase llamar Parmalato, Chufi, Lechera, Ram o El Castillo. Hasta en ocasiones tuviera la osadía de pretenderse Gran Capitán. Y era la cuita que, con toda esta superchería, quería llevarse la fresca leche y el muy sabrosísimo queso que en esta ciudad se face, dejando sin trabajo a ochenta y cinco jornaleros. Y a no pocos de ellos, cargados de cadenas, quiéreselos llevar, lejos de sus mujeres e hijos, a otras ciudades y villas donde él mesmo fabrica destos lecheros ungüentos.

Concentración en la Plaza Mayor
antes de comenzar la manifestación
"Ténganse todos –dije al punto a aquellos gentileshombres, jornaleros, capataces, ganaderos, arrieros, físicos, escribanos, arbañires y corchetes, y hasta doncellas y dueñas, que todos habíanse mezclado en la plaza uniendo sus furias-, que sobre este rocín os habla el caballero andante a quien los siglos venideros recordarán por haber dado en tierra con ese gigante Lactalis, con sus burdos encantamientos y con sus  más de cien y cincuenta brazos y cabezas".

A los tocones en mi pueblo les llaman mochas

"Perdone, señora, se le ha caído el libro". Tardé un par de segundos en despertarme y darme cuenta de que estaba en el autobús, con la mochila entre mis pies y el asiento de delante, el casco sobre ella apoyado, y mi cabeza exageradamente ladeada, a punto casi de caerse sobre el hombro del chaval que me miraba con tres cuartos de asombro y un cuarto de sorna mientras me tendía el libro que se me había caído de las manos, el del ingenioso hidalgo.

La culpa de todo la había tenido el casco. Acababa de dejar la bici en el taller y, mientras andaba hacia la parada del autobús, me hizo reír mi propia imagen reflejada en la inmensa luna de una tienda de muebles de cocina: iba yo con el paso decidido, a pesar del peso de la mochila, y con el brazo izquierdo pegado al cuerpo hasta la altura del codo, donde se doblaba hacia delante en ángulo recto para sostener el casco en el antebrazo; como un caballero que fuera a presentar respetos a su rey; o como un Don Quijote -me dije, ahora que lo estoy releyendo- al que le hubieran quitado su Rocinante y tuviera que fiar toda su dignidad al ademán del cuerpo portando lanza, casco y adarga. Y pensé que así se veían los trabajadores de Lauki y de Dulciora, luchando contra sendos gigantes con armas tan poco adecuadas como las de Alonso Quijano. Y esos pensamientos debieron de ser los mimbres del sueño tan peregrino que me tomó posesión apenas acomodarme en el autobús.

 
 

Esta mañana, mientras andaba con los 85 trabajadores -y sus familias y unos pocos más que nos hemos acercado- desde la plaza mayor hasta la fábrica de Lauki junto al Esgueva, pude comprobar que la realidad era un poco distinta de ese sueño (ya me lo había anticipado, al pasar por la plaza de las Cortes, un cielo de colores de circo, con un payaso señalando hacia la luna, que, un poco borracha, se retiraba a su casa a horas poco recomendables). No éramos esas treinta veces ciento, ni estaba el alcalde -ya lo había dicho ayer-, aunque sí concejales y diputados nacionales de todos los partidos.


Al pasar la manifestación por la plaza de San Pablo, la rama caída del cedro del Líbano me volvió a recordar a su compañero de la plaza de San Andrés y a los otros árboles que están en peligro en Valladolid por falta de raíces profundas. Y volví a preguntarme cómo es posible que dos árboles tan enraizados en esta ciudad como Lauki y Dulciora puedan ser talados ante nuestras narices sin que salgamos por miles a la calle a vocear a los que los cortan. Porque no solo los cortan para llevarse sus ramas fértiles a injertarlas en sus otras fábricas, sino que parecen expertos en matar sus raíces para que no puedan retoñar en una presunta competencia. Como estas dos mochas -así llaman en mi pueblo a los tocones- enfrente de mi casa, que cualquier día les grabo con una navaja la florecilla verde de Lauki y el soldadito rojo de Dulciora.

Con la bici en alto: demasiados caídos en monumentos

No me he quedado a recoger los dos litros de leche Gaza que nos iban a regalar por estar en la manifa, ya que me esperaban los 10 kilómetros de vuelta a casa; habían sido 9,4 al venir, pero en el camino inverso la calle de la Estación y de la Vía me pillan en dirección prohibida y tengo que pasar a la calle de la Salud y bordear todo mi antiguo barrio de Pajarillos y parte de Delicias hasta volver por Labradores, Nicolás Salmerón y Panaderos a enganchar con el mismo itinerario cerca de la estación Gourmet. Me ha dado todo el tiempo del mundo para ir memorizando las mil marcas aglutinadas por Lactalis y Mondelez, a las que pienso esquivar en los supermercados -no es nada personal, solo son negocios-, que no será cuestión de enfrentarse como un quijote contra los gigantes de la globalización, pero sí de hacer uso responsable de la libertad en la que se basa.


El único elemento nuevo en el camino -aparte de disfrutar de la bici recién puesta a punto, que marcha como la seda- es, desde la vuelta de vacaciones, el monumento de la bici en alto, ese que acaban de inaugurar hace tres domingos en el cruce de la avenida de Salamanca con la de Zamora o ronda interior sur. El primer día le hice unas fotos para acordarme de los compañeros atropellados a los que se les dedica: Jesús Negro (25 de febrero de 2016); María García (22 de septiembre de 2013); Sergio y Diego García (28 de julio de 2013); Miguel Ángel Fraile-"Minuto" (1 de septiembre de 2012) y José Luis Delgado (22 de abril de 2006). Pero no puedo remediar, al pasar a su lado cada día, pensar que ojalá no existiera, porque esos seis ciclistas deberían seguir chospando por las carreteras y los caminos en lugar de ser carne de monumento. Como Lauki y como Dulciora.