domingo, 19 de noviembre de 2017

Mi calle tiene un oscuro bar…

Era un siete de julio cuando lo vi. Cuando ya los toros del primer encierro de sanfermines habían dejado cuatro heridos en las calles de Pamplona; cuando ya un edificio se había derrumbado en Torre Anunziata (Nápoles) dejando ocho personas desaparecidas entre sus escombros;  y quizás mientras el blog de Javier Marías anunciaba que el autor había terminado su última novela (Berta Isla), salí del trabajo con la bici aprovechando la pausa del desayuno para hacer un recado, y, nada más doblar la esquina del Moka, mi vista se dio de bruces con ese ascensor voladizo que están construyendo en la calle Gabilondo, viva imagen de la fealdad que se promete duradera.

Y me vino a la memoria y a los labios, una vez más, esa vieja canción, “Mi calle tiene un oscuro bar, húmedas paredes”, auténtica obra maestra de Lone Star. Pero no por el miedo de que Valladolid vuelva a la sordidez de las calles estrechas, de las aceras de asfalto abollado y de las plantas bajas en las que asomaba la vieja de la bata de boatiné entre las rejas de unas ventanas tristes pringadas de tubos de escape y niebla meona; aunque un poco asustan los eufemismos con pretensiones poéticas del responsable municipal, que describe ese espanto como solución “llamativa”, en la que se ha “enfatizado la esbeltez, buscado transparencia, jugando con la multiplicación de franjas horizontales”.

No. Esa canción ya irrumpía en mi cabeza con creciente frecuencia desde hacía algún tiempo, y se debía a la sensación de estar viviendo el retroceso de nuestro mundo a otra miseria y sordidez mucho más angustiosas, que ya creíamos superadas. Veía los manchones de humedad insalubre, como la vuelta de una peste medieval en calles sin alcantarillas, cada vez que un fanático se agenciaba un vehículo pesado e intentaba aplastar (matar) a todas las personas, musulmanas o infieles, que hubieran salido a disfrutar del aire, del sol o de las fiestas de su barrio (la última vez el 31 de octubre en Nueva York), y los periódicos sumaban la cuenta macabra en el Excel de su redacción. O cuando en nuestra propia ciudad una niña de cuatro años moría maltratada y asesinada por el amigo de su madre; o con cada titular de una mujer asesinada por su pareja.

… húmedas paredes…

Y, aunque no tuvieran esos tintes trágicos, me asfixiaba también el olor rancio a rincón oscuro -falto de la luz de la razón y del calor de la libertad, igualdad y fraternidad- que expelía todo el constructo mental (poco constructo bajo muchos metros de banderas ondeantes) de esos iluminados salvapatrias del nacionalismo omnipresente, que desgranan la casposa estrofa del Porompompero, creyéndose por encima de la ley porque su espejo de tontainas les devuelve la imagen de un caudillo libertador de pueblos oprimidos en lugar de su verdadera faz de burgueses irresponsables y pelín supremacistas. Si no fuera por lo triste que es el que estén arruinando a su tierra y envenenando a sus paisanos, me recordarían la opereta del Conde de Luxemburgo: “un fortunón de bienes hicieron mis mayores, y en dos inviernos supe gastar alegre los millones”.


Así que agosto fue un pedalear desesperanzado, rumiando todos los días el interrogante de la impotencia -¿qué nuevo paso daremos hoy hacia el absurdo?-, sin disfrutar de la sombra de mi calle, que no tiene bares oscuros, sino árboles frondosos, y con una ansiedad creciente, como un trozo de esparto en la boca, secando el paladar en espera de la catástrofe; ansiedad de imposibles frutos inmediatos: frutos de amistad entre Cataluña y el resto de España que disipen estas nubes espesas de odio (de tormenta seca, sin agua) y vuelvan el concepto de patria al de proyecto común de convivencia entre gente diversa; y frutos de moderación voceada (valga el oxímoron) desde los alminares, para desactivar con su propio lenguaje a los desquiciados que mezclan teocracia y asesinato masivo en un almirez siniestro. Y un poco de lluvia.

Calle General Almirante sin coches
uno de los días que estuvo prohibido circular
debido a la contaminación

Pero nada de eso llegó, y volví al trabajo, en septiembre y octubre, con el mismo trozo de esparto en la boca -aprendí a colocarlo a un lado para poder tragar- y con las mismas canciones tristes acompasando mis pedales: mientras enfilaba uno y otro día las calles Constitución, Menéndez Pelayo, Montero Calvo, Santiago o Claudio Moyano, con el aire acondicionado enloquecido alcanzándome desde las tiendas, a más de siete metros de distancia, era la canción In the year 2525 la que me confirmaba que seguimos con la venda en los ojos, derrochando la energía y cargándonos el planeta, y para cuando nos la quitemos solo nos servirá para derramar esos mil millones de lágrimas por lo que no supimos o no quisimos hacer a tiempo.

… pero sé que alguna vez cambiará mi suerte

Me hizo gracia la coincidencia: el primer avión de la nueva etapa Valladolid-Sevilla despegaba el “29 de Octubre”, fecha que da nombre a ese barrio de Valladolid que con tanto fundamento podría entonar en primera persona la canción del título: hasta yo tengo hecha desde hace dos años la foto de rigor -una sillita de niño solitaria en un portal decrépito- con la que todos los periódicos han ilustrado este año los planes de rehabilitación de ese polígono, una vez desechada por el Ayuntamiento la opción demolición-reforma.

Foto: Galandil (Wikipedia)

Y aunque las obras no han comenzado en el colegio de Roberto Enríquez, que era la pieza estrella de las inversiones en mi antiguo barrio, el despliegue de los andamios, que comenzó unos pocos días antes del despegue de Ryanair para Sevilla, permite abrigar esperanzas de que algo mejore en esos bloques de Pajarillos, siempre que la policía y los jueces -señalan los vecinos- se empleen a fondo contra el trapicheo que vuelve a crecer de mano de unas cuantas familias que hacen imposible la convivencia.



Quizás la clave de la esperanza consiste en ese descubrimiento que llevó a Francis Mojica a Albany el 27 de septiembre para recibir uno de los premios más importantes del mundo en investigaciones biomédicas: CRISPR, la técnica genética que permite “editar” el genoma humano como si fuera un procesador de texto, cortando los párrafos defectuosos y pegando en su lugar otros regenerados. Igual que eso ha permitido a un grupo de científicos corregir en embriones humanos la miocardía hipertrófica (y quizás abra las puertas para curar el cáncer), quizás la clave de la regeneración social y política consista no en pretender demoler cada cuarenta años lo construido porque empiecen a notarse los desconchones y las goteras, sino en ir generando cada uno en su entorno esos fragmentos de genoma social correcto que irían sustituyendo a los deformados por la corrupción, el fanatismo o la desidia.

Imagen: Roddelgado (Wikipedia)

Lo más bonito de la canción de Lone Star era el toque de platillos como si fueran campanas marcando el cambio de ritmo entre las estrofas que desgranaban lo triste y deprimente de su barrio (niños descalzos sin salud, barro en esas calles donde ni la luz ni los amigos quieren llegar) y el estribillo, casi eufórico, proclamando la esperanza: “… pero sé que alguna vez cambiará mi suerte”. Así me encanta imitarlo cuando pedaleo, casi a las cuatro de la tarde, por el carril bici del parque de Villa del Prado, aprovechando que nadie pasa y puedo dar rienda suelta a la voz y a las manos independizadas del manillar.

1 comentario:

  1. Lo de cantar en la bici debe ser cosa de familia... Menos mal que, como el estribillo de la canción, la entrada termina esperanzada. Espero que los vendavales de estos días te permitan dar rienda suelta a tu voz y a tu pluma.

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