lunes, 23 de julio de 2018

Y era verdad lo que decían los libros

Una de las ventajas de andar en bici (de haber andado tantos años sin interrupción) es que permite olvidarse de la propia edad, salvo por algunas goteras que al fin y al cabo las tiene todo el mundo, incluidos muchos jóvenes; permite correr con gente de todas las edades, algunas veces adelantar a personas mucho más jóvenes, incluidos muchos tíos (qué subidón de autoestima casi macarra) y llegar al trabajo eufórica y libre de toxinas: se van por el desagüe al lavarse el sudor y enfundarse en ropa limpia.

Una de las ventajas de cantar en un coro (de haber empezado a hacerlo antes de que llegue la jubilación) es que permite olvidarse de la propia edad, salvo por algunas goteras que al fin y al cabo las tiene todo el mundo, incluidos muchos jóvenes; permite cantar con gente de todas las edades y, si se tiene la suerte de haber sido contralto cazallera toda la vida, ni siquiera se hace presente a cada momento la realidad amarga de la pérdida de voz que tanto entristece a algunas sopranos.


Pero hoy, en la toma de posesión de la rectora de una universidad privada, no me valieron de nada esas argucias. El ataque llegó desde el libro electrónico agazapado en mi bolso, que una vez más había hecho gala de su telepatía con los sucesos contemporáneos y me había elegido, hace un par de meses, American Pastoral; gracias a ello pude conocer por sus libros a Philip Roth unos días antes de que por los periódicos me enterase de su muerte. Y allí estaba: “Por momentos, me descubría a mí mismo mirando a cada uno como si todavía estuviéramos en 1950, como si 1995 fuera solamente el tema futurístico de la fiesta de graduación, a la que hubiéramos venido disfrazados con humorísticas máscaras de papel maché de nosotros mismos tal como pareceríamos en ese año tan remoto en el futuro de finales del siglo XX”.

Catrinas (figuras tradicionales para las celebraciones
del día de los muertos en México) realizadas en papier maché.
Foto tomada de Wikipedia (autor: tomascastelazo)

De templo del saber a gestoría de recursos humanos

El interruptor que conectó mi cabeza con el libro recién leído lo pulsaron unas palabras del discurso de la rectora magnífica: cuando afirmó, con el entusiasta desparpajo de quien siente que ha descubierto el mediterráneo, que la misión de las universidades hoy ya no es expedir títulos (como si alguna vez ese hubiera sido su cometido), sino que deben dedicarse a “la gestión de las transiciones profesionales”. En ese momento sentí, con la misma vividez que lo refleja Philip Roth, el hálito del ángel del tiempo, la realidad de que había terminado mis estudios en la universidad hace ya cuarenta años; y que hace ya más de diez que abandoné -con una provisionalidad que se va convirtiendo en definitiva- el trabajo desempeñado en otra universidad durante dos décadas. Y, sin embargo, a pesar de mi pretendido desapego, seguía sintiendo la Universidad -sí, con mayúsculas- como algo mío. Lo supe por la tristeza que me produjo esa definición. Adiós, mi universidad, me dije. Y yo que pensaba que eras el tiempo y el espacio donde la gente, en plenitud de vida, escudriña el qué, el cómo y el porqué de las cosas, del universo y de nosotros mismos, para entenderlo cabalmente e intentar cambiarlo un poco a mejor. Y resulta que algunos te ven como una brillante gestoría de recursos humanos.

Atributos del Rectorado: Birrete negro y vara de mando.
Fotografía: lalagunaahora.com

En otro momento me hubiera hecho hervir la sangre. Hoy solo me espantaba tristemente, sin indignarme demasiado. No sé, quizás esta mezcla de madurez y vagancia desencantada que me posee desde hace algún tiempo me hacía mirarlo como un tropiezo inevitable en la evolución; como si fuese algo parecido a la simplificación de las consonantes geminadas en el paso del latín al castellano. Y supe así que era verdad lo que decían los libros. Que esa tristeza de los poetas ante la fugacidad de la vida no era un sentimiento difuso teñido de romanticismo por la vista de un cementerio al atardecer (una vez me llevó a quedarme encerrada en el de Pamplona, que en invierno candaba las verjas a las seis de la tarde), sino la constatación vital de la poca huella que nuestra vida, la individual y la de cada generación, ha dejado en el mundo. Creímos cambiarlo, al menos nuestro país, contemplando emocionados su marcha hacia la democracia a los sones de Libertad sin ira; después nos inquietó un poco la filosofía “topamí” (tó pa’ mí, porque yo lo valgo) de algunos de los nacidos alrededor del 70, dispuestos a exigir como debido todo bienestar ilimitado, sin plantearse qué tiene que aportar cada uno para hacerlo posible; a continuación, los ribetes de santa inquisición de ese remake del 68 que fue el 15M, cuya médula espinal parece haberse desplazado hacia un brazo derecho bien estirado al frente, con el puño un poco crispado, pero el dedo índice emancipado para señalar sin piedad a los malos, como si esa mera condena nos convirtiera en buenos (o en “los” buenos). Y ahora, en esa misma generación, pero a mucha distancia ideológica, este voluntarismo un poco kumbayá que clama por una excelencia a la que parece faltarle lo esencial (el asombro ante el ser, la inquietud por conocer la esencia de las cosas y sus porqués), solo interesados en el hasta dónde.

Señora de rojo sobre fondo gris (o negro)

Birrete de doctor en Derecho
Pero he aquí que me despertó de tan cenicienta melancolía el escándalo de la señora de rojo sobre fondo gris. No, no me refiero a la novela de Delibes. Y no, tampoco es que tenga yo nada contra los colores de la muceta y el birrete de Derecho. Pero es que este rojo sobre fondo gris (perdón, que era sobre el fondo negro de los birretes de rector) era la carmín rubrica, en la mesa que presidía el acto académico, de una ruindad -¿o cutrez protocolaria?- de una universidad de rancio abolengo y rancios centenarios, que se había permitido enviar a esta toma de posesión a una ¡directora de gabinete! Valladolid, Burgos, León, Ponti de Salamanca y IE University habían cumplido esmeradamente con la cortesía académica enviando a sus rectores. Y hasta el consejero de Educación, Fernando Rey, había sabido torear el mal prólogo que para este acto suponía un reciente ranking, en el que esta universidad salía mal parada, con unas pinceladas de su escepticismo cachazudo (“No se crean todas las encuestas; alguien dijo: no te fíes de un ranking que no hayas manipulado tú mismo”) y señalando como contrapeso los puntos fuertes de su empleabilidad y de su implicación social. Sin embargo, allí estaba, con rojo subrayado, el mensaje ¿de considerarse superior o de considerar inferior? Es como si el presidente del Gobierno español, para representar al país en un acto oficial de otro Estado europeo, aunque fuese un país pequeño y peculiar, como Mónaco o incluso Andorra, enviase a Iván Redondo (aunque todo el mundo sepa que a ese director de gabinete se debe la estrategia de la moción de censura, y por tanto quizás sea el hombre más poderoso del Gabinete... ministerial, aun no formando parte del Gobierno).

Entre el rancio abolengo displicente y el voluntarismo kumbayá

Pero quién sabe, quizás me equivocaba en estos juicios, a lo mejor era el resto de las universidades las que se habían excedido en la cortesía. Bien pensado, ¿qué rector reelegido monta un fasto para firmar la prórroga de su mandato, obligando así a los demás a acompañarle en una ceremonia superflua?, me preguntaba en el camino de vuelta a casa, impulsando los pedales con la rabia que me habían dejado en el ánimo no tanto los despropósitos de la magnífica como nuestros propios fallos al cantar La vida es bella; una mala colocación en un rincón de la sala hizo que no nos oyera ni la mitad de los asistentes; ni nosotros mismos nos oíamos, y así las entradas de cada voz quedaban borrosas y deslucidas.

Máscara de papel maché con pies
Foto tomada de Wikipedia (autora: DvoraB)

Una de las ventajas de andar en bici es que la energía desarrollada en el pedaleo, junto con la necesaria atención de los cinco sentidos en el tráfico, unidos al placer del aire en la cara, despejan los pensamientos más taciturnos y presentan como sencilla la evidencia de que siempre se puede dejar huella: la de no rendirse; ni convertirse en máscaras de esencias antiguas displicentes con las novedades plebeyas (ignorando el peligro de ser comidas por la polilla), ni en títeres hiperactivos que imitan liturgias centenarias desprovistas de su significado. Vamos, lo que decía Fernando Rey en su discurso: aprovechar cada uno sus puntos fuertes, adquiriendo lo que nos falta gracias al estímulo de la competencia entre lo sabio antiguo, pero quizás un poco decadente, y lo emergente voluntarista, aunque un poco carente de sabiduría. ¿Andará el consejero en bici?