miércoles, 17 de enero de 2018

Levanto mis ojos a los montes...


Estructura que se conserva del chalé derruido de Parquesol

No podía dar crédito a lo que leía el día 7 de diciembre en el periódico: se cumplía un año desde que había sido derruido el chalé de Parquesol. Un cálculo rápido me hizo caer en la cuenta de que en ese tiempo habría pedaleado por la avenida de Salamanca, por lo menos, 242 veces en dirección Burgos y otras 242 en dirección Salamanca; y en ninguna de esas ocasiones había levantado la vista lo suficiente como para darme cuenta de que ya solo quedaba la plataforma de ese edificio que tantas veces había sido fuente de inspiración en mis idas y venidas: con la luz del atardecer, era la tristeza de los proyectos que no llegan a hacerse realidad y de los que solo quedan las ruinas; con la claridad brillante del mediodía, despojo de alguna batalla épica de tiempos de héroes y dioses; y siempre, a todas las luces, proa de un extraño barco varado en el altozano reclamando con su bandera imaginada el dominio sobre el meandro del Pisuerga. Hasta podía imaginar al capitán pirata de Espronceda (¡maldita televisión, con la cara de Johnny Depp!) cantando alegre en la popa y contemplando Arturo Eyries a un lado, al otro La Flecha “y allá a su frente Estambul”... perdón, quería decir “y allá a su frente el Vallsur”.

Chalé de Parquesol antes de ser derruido

Aunque lo más importante de esa noticia que había logrado ampliar el ángulo vertical de mi mirada pedaleante no era su poder evocatorio de ensoñaciones e inspiraciones, sino la perspectiva de conseguir extirpar una de las verrugas urbanísticas más largamente enquistadas (más de 30 años) en esta ciudad. Si se cumplen las previsiones de la autoridad competente en urbanismo, en un par de años un complejo hostelero habrá ocupado el lugar del sueño frustrado de Antonio Alfonso, exalbañil, expromotor inmobiliario, expropietario de todo el terreno de Parquesol (exgallineros ocupando un montículo aventado lejos del centro urbano, quién lo diría hoy) y expresidente del Real Valladolid que quiso construirse el mejor chalé de Valladolid para instalarse, como el capitán pirata, dominando los mares de Pucela.

Y todos nos alborozamos con el edil correspondiente porque el coste de la retirada de los escombros no va a correr a costa de las arcas públicas directamente, sino que lo van a pagar los propietarios del terreno, eso sí, con la módica contraprestación de un leve cambio en los planes que anunciaba esa misma autoridad urbanística unos meses antes de proceder a la demolición: si entonces se decía que se recuperaría el talud natural -es decir, la demolición sería completa- y el terreno se incorporaría al parque, hoy anuncia, gozoso y eficiente, que se modificará parcialmente el PGOU para que esos propietarios puedan construir un complejo hostelero en la misma atalaya donde no pudieron hacerlo ni Antonio Alfonso ni ninguno de los sucesivos propietarios de la parcela desde 1985: la sociedad Parquesol, el grupo Foxá, la sociedad Diseño de Chalés, S. A... Incluso se les deja una parte de la cimentación y del muro de contención, ya que ambos elementos «pueden ser aprovechados en el nuevo proyecto de edificabilidad». Más vale llegar a tiempo que rondar 30 años.

... ¿de dónde me vendrá el auxilio?

Pocos días me duró el reflejo de levantar los ojos hacia el chalé. Exactamente cuatro. El siguiente lunes, 11 de diciembre, los detritus de la borrasca Ana en el carril bici requirieron toda mi atención para no resbalar ni tropezar: montones de hojas mojadas, latas de refrescos, papeles, botellas de plástico y bolsas de supermercados; y ramas, muchas ramitas, algunas no tan diminutas. Busco el origen de una especialmente grande y compruebo que en realidad es la mitad superior de un arbolito de la vereda completamente tronchado. Y pienso que así es la vida, llena de obstáculos que a veces parecen insalvables, o que al menos convierten el camino en algo sumamente complicado. A algunos, más pequeños o vulnerables, incluso les cuestan la vida misma.

Y de repente me doy cuenta, al ser consciente de que la mera mención a problemas irresolubles me lleva a Cataluña, de que mi mundo se ha hecho pequeño, y de que esa claustrofobia que no experimento tras días enteros en el hospital, en una habitación pequeña, con un enfermo cuya vida y cuyo mundo han quedado reducidos a esas cuatro paredes y a la dependencia de brazos ajenos -casi siempre de mujeres-, sí que la siento por haber reducido mis pensamientos, inspiraciones y preocupaciones a un rinconcillo geográfico que está empequeñeciendo todo hasta asfixiarnos con sus locuras. Es como si sus dirigentes se hubieran fijado en ese salmo, “levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio”, pero mal puntuado: “Levanto mis ojos a los montes de donde me vendrá el auxilio”. Y hubieran decidido dar respuesta al descontento de los ciudadanos echándose al monte. Y mucha gente, a falta de una estrella de luz más noble (más universal e igualitaria, menos fanática y xenófoba), los toma por dioses y a su locura fía sus ilusiones; y cosen banderas y componen cánticos y arreglan reglamentos para conciliar lo inconciliable, ajenos a las reglas clásicas de la lógica de los silogismos. Y se dicen: si el artículo uno del cristianismo dice que Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros, ninguna Constitución puede impedirnos afirmar que el hombre que habitaba entre nosotros se hizo dios y desde Bruselas nos dicta sus mandamientos. No hay letrado de parlamento ni raciocinio que pueda contra dios.

Maria Joao Pires y la función transformadora de la música

Han pasado ya las Navidades, es 11 de enero y los titulares de cada mañana confirman el hastío monotemático de la sección España nororiental. Pero mi pedaleo esta mañana es expectante y tiene una dulce música de fondo: los Nocturnos de Chopin. Y no se debe solo al aire cristalino que asoma, tras las nieves y lluvias, por este resquicio que se ha agenciado el sol para alumbrarnos un invierno de esperas e incertidumbres; ni solo a esa luz que se refleja en las fachadas y en los montículos que rodean la ciudad, como estrenando de verdad el Año Nuevo, celebración que había quedado suspendida entre nubarrones densos. No. Es por la perspectiva del concierto de esta tarde, en el auditorio Miguel Delibes, donde tocará el piano Maria Joao Pires, quien en mi memoria está indisolublemente unida a esos Nocturnos que han acunado tantas melancolías y que han hecho brotar las ideas en un cerebro muchas veces yermo por la monotonía inane.


Esta luz y esta música recordada hacen que se me pose en el alma, inconsciente, una esperanza de que el cambio climático no sea tan irreversible, de tan dulce que es esta nieve y esta lluvia y este frío de madrugada que se prolonga espejando el carril bici hasta el mediodía. A pesar de los estudios de Enrique Serrano junto con unos colegas de Lisboa y de Aberdeen (Escocia), que confirman los datos mundiales sobre la evolución de los glaciares y de los suelos helados, levanto los ojos a los montes (ahora mismo me despiertan de mi ensoñación las risas de una pandilla de chavales que chospa alrededor de las ruinas del chalé) y me preguntó de dónde nos vendrá el auxilio para poder enderezar el destrozo ambiental. Algunas chispas de esperanza se me aparecen en los autobuses híbridos que compra Auvasa para sustituir a los desechados de su flota, o en proyectos como el Urban GreenUp o el Remourban.
Quizás alguno de estos proyectos tengan más de publicidad que de efectividad, pero, si al menos logran contagiarnos la actitud de pensar en sostenible, ya habría servido de mucho. Y, mientras leo esta estupenda entrevista a Maria Joao Pires, en la que habla de la función transformadora de la música, de esa mezcla entre tristeza profunda y ternura, esperanza, tolerancia e inconformismo que nos impulsa a cambiar el mundo a mejor, dejo escapar la mirada, como siempre, a través de la ventana del cuarto de estar. Me emociona la nitidez de las ramas desnudas de los frutales de nuestro jardín: complejos vericuetos huesudos, tristes pero orgullosos, de guardia en su inalterable posición, aprovechando cada uno de los rayos del sol y cada gota de lluvia hasta que llegue la primavera y de cada nudo nazca un brote, y de cada brote una flor, que luego se caerá para dejar paso a las hojas que rodearán, protegiéndolo, al fruto.



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