miércoles, 12 de enero de 2022

Wollemia nobilis y los Reyes Magos

Aparco la bici, entro en casa y me pongo el delantal. Saco la sartén del armario y preparo el segundo plato (hoy pechugas de pollo, ayer cadera de ternera, antes de ayer cinta de lomo adobado y el día anterior rodajas de salmón al horno) cumpliendo el eslabón número no sé cuántos de esa sucesión monocorde de rutinas que se va comiendo mis días.

Por la tarde, vuelvo a coger la bici y llevo al punto limpio los móviles viejos, sus accesorios especiales que no encajan con los actuales (auriculares con minijack de 2,5 milímetros en lugar de 3,5; otros auriculares con conectores aún más raros, algunos con cuernecitos; cargadores de tan pocos miliamperios que no sirven para ningún dispositivo por muchos adaptadores que encuentres en internet...) y algunos aparejos de plástico y otros enseres que habían echado raíces en el trastero. Igual que ayer por la tarde llevé las botellas de aceite usado a su respectivo contenedor, y que antes de ayer fue el turno de la ropa que ya no usamos, y que uno de estos días lo será de los juguetes abandonados, y así hasta ciento de pasos deshaciendo el eslabón no sé cuántos de esa cadena de acumulación que fue construyéndose con la misma sucesión monocorde de rutinas que se va comiendo mis días.

Trigonometría, estelas y personas

A la vuelta, paro un momento para contemplar las estelas de los aviones, que a veces, como esta tarde, cuando se cruzan en el cielo formando ángulos de distintos grados que permanecen un rato hasta desdibujarse, me parece que nos enseñan trigonometría, y me recuerdan las viejas fórmulas de seno de alfa y coseno de beta con las que -aseguraba mi profe de matemáticas- se podían calcular las distancias entre la tierra y el sol y otras estrellas cercanas, o en las que -aseguran los profes de matemáticas de mis hijos- se basan los famosos GPS y mogollón de inventos más de los que nos beneficiamos cada día sin enterarnos. Otros días, quizás con el aire más límpido y sin vientos de distintas temperaturas en la atmósfera, los aviones pasan indiferentes unos a otros, sin dejar señal, recogida su estela, que va desapareciendo, cortita, tras su cola, sin molestar siquiera con su recuerdo el silencio y la pureza de la luz transparente que llena el aire sin ocuparlo, libre, sutil. Como nuestras vidas: unas veces se cruzan con las de otras personas, en ángulos de distintos grados de alegría o de amargura, en una complicada trama de relaciones que no sé descifrar con ecuaciones trigonométricas, mientras que otras veces circulamos cada cual a su bola, como sin mirarnos, o sencillamente sin cruzarnos, cada uno en la órbita de sus intereses o circunstancias.

Dejo la contemplación de las estelas y sigo pedaleando hacia casa mientras unos pocos cirros que surcan el cielo se visten de rosa con las últimas luces del sol y después van perdiendo intensidad y diluyéndose en malva antes de hacerse humo gris, como si hubiesen perdido la alegría o la vida y fuesen ya solo fantasmas, casi siniestros. Intento ignorar las similitudes, estruendosas, entre el ciclo de amaneceres, plenitudes y ocasos que se repite cada día y el que se produce en la vida -la mía, por ejemplo-.

Luz y música de los Reyes Magos

Pero he aquí que amanece otro día, y resulta que es el de los Reyes Magos. Encuentro que Melchor, Gaspar y Baltasar han cambiado el faro delantero de mi bici por un adminículo electrónico en forma de cilindro cuasisimétrico que se ensancha en los dos extremos: por uno de ellos proyecta un chorro de luz blanca de LED, mientras por el otro un altavoz reproduce las canciones que se hayan grabado en una tarjetita microSD o las que el móvil del ciclista le transmita en el momento por Bluetooth. Salgo un rato a probarlo, y es verdad que la música produce magia: olvido la consideración ensimismada de la tristeza de la rutina y, por un momento, la memoria se enfoca -no lo había hecho en Nochevieja, no suelo poner el contador a cero con recopilaciones ni propósitos- en los momentos de este año pasado en que unas pocas cosas y personas habían sido capaces de poner música mágica en mi vida.

Por ejemplo, Axel Mahlau, un profesor de Filología, alemán afincado en España, que un buen día decidió convertir la finca que sus padres habían comprado hace más de sesenta años en el límite entre La Adrada y Piedralaves (Ávila) en jardín botánico. Allí, con ayuda de su mujer, Amelia, y de sus hermanos, ha reunido más de 1300 especies botánicas, recopilándolas de todas partes del mundo y logrando su aclimatación con los cuidados necesarios; allí celebra reuniones culturales y talleres de naturaleza; y allí lo enseña a los visitantes en unos recorridos sencillos y grandes a la vez, con los que contagia sin remedio el interés y amor por la naturaleza. Durante nuestra visita, no sé por qué -no tengo ningún conocimiento de botánica, ya me gustaría- me fijé en una planta y le pregunté por ella. Y nos explicó la asombrosa historia de ese fósil viviente del jurásico que se llama Wollemia nobilis y que fue descubierto en 1994 por David Noble, un guardabosques de Parque Wollemi de Australia -de ahí el nombre que se dio a la planta: Wollemia por el parque donde fue descubierta y nobilis por el apellido del guardabosques que la encontró- que reparó en el brillo especial de un grupo de árboles entre los demás que los rodeaban. Mientras nos lo explicaba -era casi al final de la visita- pensé que Axel Mahlau y su mujer eran también como esa planta, una especie de personas con un brillo especial que a veces nos empeñamos en pensar que ya no existen hasta que nos las cruzamos en el camino.

Algunos Wollemia nobilis: Axel, Hilaria, Agustín y tantos otros

El otro momento de magia me lleva a una casa de pueblo en Castrillo de Don Juan donde estuvimos comiendo hace poco con nuestro amigo Javier a la sombra amable de un árbol que cobija bajo su copa la casa de su madre. Ya no vive Hilaria, pero a ella se debe la inmensidad de este fresno que da sombra en verano sin quitar luz en invierno. Porque hace treinta años su nieta Noelia llegó un día con un paquetito. "Abuela, hemos celebrado en el colegio el Día del Árbol y nos han dado estas semillas. ¿Podemos plantarlas en tu jardín?". Hilaria cuidó las semillas hasta que brotaron las hojas; eligió un punto del jardín protegido del cierzo, plantó y regó el arbolito, de la misma forma que hacía todo en la vida, con cuidado y constancia, pero sin darle demasiada importancia -"ya crecerá", le decía a Noelia cada vez que aparecía por su casa y corría a comprobar los progresos de "su" árbol-. Y vaya si creció.

El caso es que, una vez puestos a tirar del hilo, aparecen en mi memoria cantidad de esas personas como Axel y como Hilaria, que, si te fijas bien, brillan de manera singular. Como aquel cura, ya mayor -ahora sé que se llama Agustín González-, que nos atendió a la puerta de una iglesia-museo en Atienza y nos hizo descubrir una de las mejores colecciones de fósiles que he visto en mi vida. Nos contó la historia del médico del pueblo que los coleccionaba y que los donó para ese museo, pero no nos contó su propia historia, que ahora descubro asombrada al buscar su pista en internet. Otro auténtico wollemia nobilis.

Ahora mismo, echando una ojeada al periódico para descansar un ratillo, ahí están los cuatro científicos del GOA de la Universidad de Valladolid que andan camino de la Antártida para poner cifras reales al cambio climático. O el equipo del Hospital Clínico de Barcelona que ha conseguido curar a 18 pacientes de cáncer desahuciados. O ese grupo de amigos de Valladolid que han montado una ONG que consigue bicis adaptadas para que personas con discapacidad puedan hacer deporte. Si es que, a nada que se rasca un poco, el mundo está lleno de gente que brilla. Sin embargo, yo, "pegada al manillar como un gilipollas" -que ya lo decía Javier Krahe en su canción-, sin enterarme, ensimismada en cirros decadentes al anochecer. Solo puedo decir en mi disculpa que andaba como Don Quijote, sumida en la lectura de tantas novelas -no de caballerías, sino de "pensadurías tristes"- como últimamente se empeñan en escribir, escudriñando las tristezas y rencores que los humanos somos capaces de atesorar con el caletre.

Menos mal que han llegado los Reyes Magos con su chisme de luz y de música para despertarme. Aunque también es verdad que eso me plantea una pregunta inquietante: y yo, ¿qué cosa buena y brillante puedo aportar? Como no quiero desanimarme, apunto con mi faro nuevo a todos los rincones buscando algo aprovechable, y me empeño en convencerme: "La eme con la a, ma. Todavía soy capaz de juntar letras para, al menos, contar lo que hacen otros".


¡Eh, que no me acordaba! También fui capaz de descubrir un sitio donde entregar para reciclado el neumático de coche que teníamos en el garaje desde hace más de veinte años. A veces la rutina tiene su puntillo emocionante.

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