martes, 3 de agosto de 2021

Los anillos concéntricos de Pucela y un globo aerostático en la madrugada

Apareció ayer al doblar la esquina de la última calle antes de llegar a la mía. Entre las ramas de los árboles, contra el intenso azul del cielo y con unas pocas nubes radiantes por el reflejo del sol, tenía algo como de pintura renacentista de Moisés bajando del Sinaí con las tablas de la ley del pacto de Dios con su pueblo. O como si de repente fuera a aparecer un arcoíris al fondo y una paloma fuera a acercarse con la hoja de olivo en el pico señalando el fin del diluvio universal llamado coronavirus. Pensé: el globo de la nueva alianza.

Desde ese "ayer" -era la víspera de Reyes- ha transcurrido medio año largo, pero sigo viéndolo igual: no era exagerada ni fingida la emoción al encontrarme con un globo aerostático; ni tampoco se explicaba solo porque ese ayer fuera uno de los dos días de cada semana en los que llegaba a casa exhausta pero eufórica al tener que pedalear 13 kilómetros desde que salía del trabajo hasta que llegaba a casa: primero 4,5 kilómetros del curre al hospital; allí media horita de logopedia haciendo gorgoritos y salmodias para recuperar las cuerdas vocales, y luego 8,5 kilómetros del hospital a casa para terminar de ganarme un cocido tardío, más a horas de cena inglesa que de comida española.

No, no era solo eso: yo ya tenía transfigurada la imagen de los globos aerostáticos desde aquel verano de dos mil catorce en el que descubrí un Valladolid diferente a la luz de la luna gracias al pedaleo del hospital a casa, que en aquellos días era también una rutina diaria, a veces nocturna, a veces al amanecer. El pedaleo nocturno lo hacía dando un rodeo -meterme por el Pinar de Jalón pasada la medianoche no me parecía muy apetecible- por la carretera y avenida de Segovia, General Shelly, avenida de Madrid por la Ciudad de la Comunicación, Puente Colgante, Juan de Austria y avenida de Salamanca adelante. Los caminos del amanecer, sin embargo, sí los hacía bordeando La Estrella de Qatar, el Lidl, el vacío de la Uralita y el Gran Valladolid, hasta desembocar en la avenida de Zamora, que me llevaba hasta la de Salamanca y por allí a mi hogar.


Y justo el día en el que estuvo claro que la vida nos daba otra oportunidad (era un domingo, temprano), al coronar el puente que salva la vía sobre el polígono de Argales en la avenida de Zamora, apareció un globo flotando en la luz dorada del amanecer (parecía extraviado de algún cuento infantil, sin saber qué hacer sobre la ciudad que se despertaba) y se erigió en la señal del pacto de Dios con esta maruja ciclista de Burgos afincada en Pucela. Era un pacto de alegría y esperanza en tiempos de peligro y de incertidumbre. Tiempos como los de ahora para todos: para las marujas ciclistas, los peatones currantes, los macarras motorizados y los prudentes que los sufren, los pijos y los pobres, desde Pucela hasta Wuhan, pasando por Kuala Lumpur, Añisok y, desde luego, Morelia, Lille, Orlando, Florencia y Lecce (la plaza de las Ciudades Hermanas era uno de los hitos de este largo camino a casa de los martes y los viernes).

Los anillos concéntricos del atlas de la riqueza

Sí, realmente aquellas marchas nocturnas me descubrieron otra ciudad que nunca había observado. Una noche que iba al centro de la ciudad, al bajar de la calle Víctimas del Terrorismo por la carretera de Segovia, de repente me encontré el barrio de Las Viudas, ese que de vez en cuando aparece en los periódicos por reyertas entre clanes o porque celebraban la nochevieja disparando al aire armas de fuego. Pero, sin embargo, ahora aparecía como transfigurado por el sueño de una noche de verano, con todas las personas en la calle buscando el alivio de un aire respirable, sentados en sillas a la puerta de las casas y en las plazuelas de esta orilla urbana que bajo la luz de la luna se había convertido en pueblo gitano. Pocos metros más allá, vi algunos payos pobres sentados en los bancos de las esquinas de las calles. A continuación, las primeras terrazas de bares, con las sillas oscilando sobre los pegotes del asfalto de las aceras, recalentado cada mediodía y solidificado al atardecer. Y por último, las terrazas de bien, con diseño más cuidado a medida que me acercaba al centro histórico, donde se sientan ciudadanos satisfechos que no miran demasiado a los circunstantes por mantener intactas las puertas de su propio mundo.

Aquella noche me pareció que mi bici y yo avanzábamos sobre el radio de la circunferencia que delimitaba la ciudad de Valladolid, atravesando los anillos concéntricos desde la pobreza del contorno hasta la riqueza de un centro a medio "gentrificar". Esa impresión me la vino a confirmar mucho tiempo después -aunque solo por la semicircunferencia del norte y el este- el Instituto Nacional de Estadística con su proyecto experimental Atlas de distribución de la renta de los hogares, en cuyos mapas de colores se pueden observar esos anillos:  desde los barrios en los que  los ingresos de cada familia oscilan entre los 12.500 y los 22.000 euros al año (la renta individual oscilaría entre los 3.700 y los 8.600, y proviene siempre del rendimiento del trabajo), hasta el centro de la ciudad, en el que la renta de cada familia oscila entre los 40.000 y los 92.000 euros al año (la individual entre los 15.500 y los 32.250), es decir, entre cuatro y nueve veces más que sus vecinos de los barrios periféricos; y en buena medida proviene del rendimiento de los valores mobiliarios e inmobiliarios, es decir, gente que vive de las rentas.

Imagen tomada del Atlas de distribución de la renta. INE

Imagen tomada del Atlas de distribución de la renta. INE

Una caja de cartón disfrazada de maleta

Si la vida no nos llevase la contraria de vez en cuando, nos volveríamos simples y maniqueos, incapaces de captar los infinitos matices que se encuentran en el camino del blanco al negro y viceversa. Quizás por eso, a los pocos días de aquella noche mágica en que visualicé los anillos concéntricos, mi bici se encargó de llamarme la atención sobre un detalle curioso y contradictorio.

Acababa de comer con mis antiguas compañeras de trabajo en un kebab de la calle Macías Picavea y nos habíamos sentado en una terracita a tomar el café. Mientras vigilaba la bici desde mi silla -no había encontrado ningún elemento fijo al que atarla- se introdujo en el ángulo de mi mirada una mujer alta que caminaba hacia la plaza de Cantarranas. Algo en su fisonomía -la estatura, el color de su melena larga, el contorno de su cara, ojos y boca, los ángulos de sus pómulos, la anchura de su hombros- me inclinó a pensar que procedía de algún país de Centroeuropa. Vestía una chaqueta de punto de color oscuro y una falda larga, casi hasta los pies, y andaba con una mezcla de elegancia y cansancio, sin inclinar el cuerpo hacia un lado a pesar de llevar una enorme maleta en la mano derecha. ¿Maleta? No, ahora que reparaba en ello, lo que llevaba era una inmensa caja de cartón a la que le había adherido un asa cutre, también de cartón doblado, a base de cinta de embalar.


Aparte de hacerle una foto desde lejos, cuando casi entraba en un portal de Cantarranas, me dio por imaginar todo tipo de historias de pobreza en tierra extraña, algunas con final feliz, otras con desenlace aciago. Miré a mi alrededor -algunos edificios antiguos sin restaurar, seguramente de renta antigua- y luego lo confirmé en esos mapas detallados del INE: allí, entre Macías Picavea y Cantarranas, había una pequeña isla de color pobreza en medio del océano verde de riqueza distintivo de los que viven opíparamente de sus rentas.

Los globos de la nueva alianza

Todo esto lo he recordado ahora, después de atar la bici junto al centro comercial cercano a mi casa, porque venía a pedir hora en la peluquería en la que solía disimular mis canas -no había venido desde antes de la pandemia, y había aprendido los rudimentos del autotinte porque me daban pánico las inmensas posibilidades de intercambio de aerosoles en esos locales- y resulta que ya no existe aquí esa peluquería en la que pedir hora; quizás por el miedo de tanta gente como yo. Quién sabe si aquella mujer de Cantarranas trabajaría en otra peluquería parecida y qué habrá sido de ella.

Aquel día me fijé en ella porque su presencia desafiaba el orden geográfico-económico de una sociedad satisfecha y preocupada de pijadas. Hoy aflora otra vez su recuerdo en estos momentos chungos de la quinta ola de la pandemia, que me hacen preguntarme cómo será ese atlas de distribución de la renta cuando puedan recogerse los datos de 2021 y 2022 (hasta ahora solo se recogen los de 2018) y desear que en las ya próximas fiestas de Valladolid los globos aerostáticos vuelvan a tomar sus cielos de madrugada y sean la señal de una nueva alianza, en la que, a la luz tamizada por el conocimiento de nuestra fragilidad, nos conjuremos para recoger tanto lodo de pobreza y desigualdad que habrá dejado el diluvio de la COVID, y para poner las bases de una estructura social más humana.

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