lunes, 4 de marzo de 2013

Con el hatillo al hombro


Lloviznaba, y yo apresuraba mi pedaleo para llegar a la plaza que forman las calles Layante, Clavel y Gramoso, mirando si en los alrededores había alguna marquesina o alero con un canalón cercano en el que pudiera enganchar la bici cerca de la Casa de Cultura de La Flecha, adonde iba a sacar un par de libros y echar la mañana leyendo.

Casa de Cultura de Arroyo de la Encomienda
(foto tomada de la web del Ayuntamiento)

Pero me olvidé del sirimiri, de las marquesinas y los canalones porque atrajo mi atención la alegría de un señor mayor que a esas horas tempranas (no pasarían de las 9:30) silbaba de vuelta a casa, llevando ya la compra en unas bolsas del supermercado colgadas del bastón que se había echado al hombro a modo de hatillo.

El hatillo de la alegría...

Mientras estiraba y conectaba con el mayor silencio y la menor nostalgia posibles los cables del portátil en el único sitio libre de la sala de estudio –por culpa de la crisis y los recortes ya no tendré nunca más estos restos de vacaciones que año tras año he apurado junto a los universitarios que preparan sus exámenes de enero-, se me venía a la memoria la imagen del hatillo lleno de alegría, tan contraria a la connotación que siempre ese paño anudado había tenido de fracaso, emigración, despedida, soledad y acaso expulsión del hogar o de la propia tierra.

              Casa de bombeo al ferrocarril                          
Y no solo ese día. A lo largo de este par de meses que lleva recorridos el año, frecuentemente he visto repetida su imagen en mucha gente de Valladolid, que parece como si, nada más pasar el día de Reyes, se hubieran puesto, llenos de ánimo, a cumplir los propósitos de año nuevo. Así he visto a los esforzados de la Asociación de Amigos del Pisuerga, limpiando la casa de bombeo del ferrocarril y reclamando a sus dueños (Adif) una solución para rescatar del abandono esta pieza histórica; a los emprendedores que han abierto nuevos negocios en el polígono de Argales después de un año sin que nadie se atreviera a tanto; a los directores de orquesta españoles que en Valladolid se reunieron a finales de enero discurriendo cómo contagiar sus sueños musicales y encontrar nuevas formas para financiarlos; a la planta de INDAL, dispuesta a iluminar los campos de fútbol de toda Europa; incluso a las tan decaídas empresas de automoción, como Renault, que se lanza a producir el Captur, e Iveco, que anuncia nuevas inversiones y un nuevo furgón para la planta de Valladolid si se llega a un acuerdo en el nuevo convenio; a los socios de la Colección de Arte Contemporáneo, que celebran sus 25 años con la exposición "Experiencias de la modernidad", que pronto podremos ver en el Museo Patio Herreriano; y, sobre todo, a los nuevos escritores vallisoletanos que se han lanzado a constituir la asociación "Los perros del coloquio" para realizar proyectos en común y tener más presencia en la vida cultural de la ciudad.

... y el hombre del saco

Sin embargo, junto a esta imagen alegre y esforzada del hatillo al hombro, han ido apareciendo todos los días en periódicos, radios y televisiones los "hombres del saco" con los que nos amenazaban nuestras madres de pequeños cuando nos portábamos mal. Peligrosos porque se llevaban a los niños en su temido saco, pero  más peligrosos porque, al hacernos mayores, nos convencimos de que esos personajes no existían, y así, protegidos en su invisibilidad, se han ido haciendo un hueco cada vez mayor en nuestras calles, barrios y ciudades (sin contar el más dañino de sus escondrijos, nuestra propia opinión y conciencia), hasta que, cuando nos hemos dado cuenta, era demasiado tarde: se habían llevado nuestro dinero y parte de nuestra dignidad y nuestra esperanza.

Porque, aun suponiendo que pudiéramos tirar la primera piedra, ¿tendremos fuerzas para llevar a cabo con sensatez tanto remiendo –fiscal, financiero, laboral, electoral y sobre todo cultural- como necesita nuestro sistema económico y político?, me pregunto todos los días mientras pedaleo bajo las heladas de este mes de febrero que ha resultado paradójicamente tan largo –si lo medimos en densidad de escándalos y de escepticismo- y que se despide con los cielos cargados de una nieve que no acaba de caer al suelo para limpiar el ambiente y fecundar la tierra. Y miro con un poco de miedo -¿resistirán al hielo?- las flores que acaban de salir en los almendros y en mi desconocido árbol amigo del Puente Colgante.

Árbol junto al Puente Colgante, uno de los primeros
en florecer todos los años

Clara Montes en mi coche, y mi bici vieja en Google Maps

Esa pregunta sobre la resistencia a la crisis se ha enquistado en algún sitio profundo de mi consciencia y me ataca cuando menos lo espero. Recuerdo el trayecto en coche desde un pueblo cercano donde, con la excusa de un cumpleaños, nos habíamos reunido un grupo grande de amigos a cenar y a declamar trozos de romances repartidos por sorteo. Uno de ellos, al despedirnos, me prestó el disco de Clara Montes "Canta a Antonio Gala", que ya casi ni recordaba. Y, de repente, la increíble calidez de su voz en la madrugada y la tristeza de los sonetos de amor de Antonio Gala amenazaron con desatar el saco de lágrimas que se nos va formando junto al corazón con el dolor de las incertidumbres y los imposibles –sobre todo, los ajenos- y que mantenemos atado a base de gestionarlos cada día como hormigas eficientes, con una mezcla de resignación atragantada y solidaridad insuficiente.

Desapareció este febrero larguísimo tras el telón de una noche mágica que barrió nubes, nieves y vientos para dejar paso a un sol de primavera adelantada en la que todo parece posible. Así que vuelvo a hacer el hatillo con mi pluma, papeles y portátil, y regreso a la escritura, a la que había abandonado refugiándome en una sobredosis de ensayos musicales para participar en el experimento que dirigió Jordi Casas en el Auditorio Miguel Delibes.

Mi bici vieja en Google Maps

Al retomar la historia de mis últimas vacaciones en la biblioteca de La Flecha, busco en Google Maps el nombre exacto de las calles que la rodean, y, mientras las recorro con el cursor como si esperara encontrar al señor del hatillo en las fotos del Street View, me doy de bruces con mi propia bici vieja, reinando solitaria en el aparcamiento junto a la parada del autobús. Incrédula, me fijo en la fecha de la foto de Google (enero de 2010) y, efectivamente, es mi bici vieja, inconfundible, con sus guardabarros y con sus cuernos en el manillar, esperando mi salida de la biblioteca, en la que disfrutaba de esos restos de vacaciones que nunca volveré a tener.