sábado, 1 de agosto de 2015

Arpas y trompas, nidos y soledades

Resultaba gracioso sorprenderlos así al entrar en la cocina: dos hombres barbados con cara de niños en pleno asombro, grotescamente inmóviles, congelado su movimiento en mitad de un paso, y con la mirada absorta en un punto al otro lado de la ventana. Ni mi hija ni yo andábamos muy despejadas al empezar esa mañana de domingo, pero la actitud de ellos era un claro mandato para situarnos alerta y en silencio, moviéndonos despacísimo hasta llegar a descubrir  el objetivo, que no era otro que un gorrión con una ramita en el pico –más grande que su cuerpo entero- haciendo viajes al interior del durillo de nuestro jardín; de allí salía al cabo de un momento con el pico vacío, y vuelta a empezar. Nos tuvo un buen rato hipnotizados a los cuatro, contemplando sus transportes y con pena de no poder ver el nido a través de las ramas frondosas del arbusto.

Tampoco los días siguientes me atreví a revolver entre las ramas -me daba miedo que la madre extrañase a las crías si notaba la intrusión-, pero desde esa mañana una parte de la vista y del pensamiento se me han independizado y, mientras yo pedaleo un día y otro la avenida de Salamanca, la orilla del río o la plaza del Milenio, ellos andan localizando nidos y tirándome de la manga: "Fíjate, uno gigante en un árbol diminuto"; "mira, un mirlo camuflado de perfil entre las ramas sin hojas de un plátano enfermo; ¿dónde tendrá el nido?" "¡Hala! -gritaron un viernes al llegar al pueblo-, este año hay mogollón de golondrinas volando y los aleros están llenos de nidos". Y yo me hago a esa música de curiosidad ornitológica que termina impregnándolo todo: me dan pena los eventuales que tras las elecciones municipales y autonómicas andan desalojando los nidos que habían elaborado durante años -algunos no me dan tiempo de sacar el pañuelo para las lágrimas y ya están situados en mejor destino-; observo con interés la prisa con que los nuevos ocupantes del nido consistorial (Saravia en cabeza, Puente al rebote) marcan sus diferencias con los anteriores, el cabreo de Trebolle, que ve otra vez alejarse en el horizonte la solución a su colección de nidos, y el órdago al punto de los ocho millones de euros por el Salvador con amenaza expropiatoria; me indigna que los bancos sean en Valladolid los principales morosos de los nidos que se han apropiado precisamente porque sus dueños eran morosos (¿no habría manera de desahuciar a los bancos por impago?); y me entristece la soledad y desamparo en que mueren por un desierto lejano bandadas de pájaros humanos que dejan sus países buscando un nido donde poder instalarse y sacar adelante a sus crías; son como esas aves migratorias que todos los años recordamos el segundo domingo de mayo, pero sin documentales que nos narren su frustrada hazaña en la hora de la siesta.


La parcela entre Villa del Prado y Girón y el proyecto ganador
del concurso del Campus de la Justicia

Calendario de soledades sonoras

Como todos los años, marqué algunas fechas en el calendario de mi móvil en cuanto tuve el programa de la feria del libro de Valladolid (el 27 de abril, encuentro literario con David Trueba, el 28 con Julio Llamazares y el 3 de mayo homenaje a Agustín García Simón), pero, también como casi todos los años, los planes se me torcieron y tuve que conformarme con escucharles a través de sus personajes y no en persona. Y así fui paseando las soledades perdedoras de Leandro, Aurora, Lorenzo, Sylvia y Ariel (personajes centrales de Saber perder) por el carril achicharrado entre Arturo Eyríes y Parquesol a las tres y media de cada tarde de este mayo incandescente. Allí me encontraba con otras soledades insignes -Zorrilla, el conde Ansúrez, Delibes o Cervantes- que iban tomando forma bajo el pincel o el rodillo de alguno de los ilustradores de Nos comen los nipones que se turnaban al mediodía para terminar de pintar el muro desde un andamio solitario a punto de derretirse. "Peor era esta mañana -me dice Jorge Consuegra mientras termina de pintar la cara de Delibes- cuando el sol me cegaba; ahora hay algunas nubes que traen incluso un poco de frescor".



Algo parecido al frescor -más intenso quizá- encontré pocos días después, el 22 de mayo, en un concierto de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. No en la viola, que es para la que Berlioz compuso Harold en Italia, sino en un diálogo solitario y enamorado entre el arpa y una de las trompas al final del segundo movimiento, que me hizo olvidarme de todo lo que me rodeaba y me recordó que así es como empieza todo lo importante en la vida: reconociendo en otra persona -a veces en una afición o en una profesión- esas notas que son como un eco del latido del propio corazón, que se acoplan a las vibraciones del alma y la impulsan a hacer algo único, a emprender una vida propia con ese tesoro secreto, compartido por unos pocos amigos, ignorando todas las corrientes que empujan hacia una existencia general estabulada.

Grupo de Música Antigua de la Universidad de Valladolid
en el concierto de fin de curso. Foto: Carlos Barrena
El arpa. Nunca le había prestado mucha atención a ese instrumento, pero de nuevo el 30 de mayo Xavier Maistre, en otro concierto de la Oscyl, volvió a lograr la magia: liberadas por sus manos -a veces sutiles, otras casi violentas- y sin caja de resonancia que las constriñera ni orientara, las notas volaban por todas las esquinas de la sala (unas a mi espalda, otras de frente o dando la vuelta y haciendo cabriolas a izquierda y derecha) llenando el espacio de color y de alegría. Y así es como contemplé la vida durante la primera quincena de junio, descubriendo gente que se dedica a hacer cosas geniales con su soledad sonora. Entre ellos, el Grupo de Música Antigua de la Universidad de Valladolid, que nos volvió a recordar, el 12 de junio, en un inolvidable concierto de fin de curso en el Palacio de Santa Cruz, el verdadero y sencillo significado de la palabra excelencia, tan sobada por la mediocridad reinante en muchos ámbitos -tanto que a punto estuvo de estropearme esa quincena un amago de vómito al contemplar una ortopédica soflama publicitaria elevada al rango de tesis doctoral-. También entre los geniales, Leonardo Padura, que el día 10 de junio conseguía el Premio Princesa de Asturias de las Letras, y que ha llenado mi mochila de emoción con sus cuentos de Aquello estaba deseando ocurrir, en el que su maestría de narrador se coloca en la voz y en la mirada de protagonistas muy diferentes, que unas veces triunfan y otras sucumben, pero que siempre viven su apuesta singular.

La paloma y la tormenta

Casi llegaba al final de ese libro el domingo 14 de junio, y las nubes negras de la tormenta inminente acompañaban las palabras tristes de la primera mujer del suicida Raimundo Manzanero ("Yo me imaginaba que un día iba a hacer esto. No se puede vivir pensando que uno podía ser distinto"), que yo rumiaba mientras pedaleaba, también a las tres de la tarde, por la calle Magallanes. En el semáforo del cruce con Puente Colgante acentuaba la sensación de tristeza tormentosa una paloma solitaria posada en el brazo del semáforo, recortada su figura contra la negrura amenazante de las nubes y sobre la luz roja que negaba el paso. A los dos días, esa tormenta negra de tristeza nos despertó a todos con la muerte de José Antonio Gil Verona, quien quizás llevaba tiempo viendo en rojo todos los semáforos de su vida y sintiendo que nadie le ofrecía el apoyo de una rama amable donde posar su vuelo fatigado.

Mientras regreso a casa esta tarde para comenzar las vacaciones, me persigue por el carril bici una lata vacía impulsada por el viento, como un remate de metales chirriantes para este mes de julio en el que el libro de Julio Llamazares Distintas formas de mirar el agua ha vuelto a colocar el foco sobre la soledad y la pérdida. Pero yo me resisto: aprovecho el mismo impulso que arrastra a mi perseguidor, doy esquinazo a la lata del mal fario y preparo la cena cantando con la ventana abierta para que me respondan el gorrión del viburno de nuestro jardín y otros pájaros cercanos que desconozco y a los que pongo los nombres que acabo de leer en un informe sobre mi antiguo barrio de Pajarillos (periquito, colibrí, marabú, papagayo, cóndor, zorzal, paloma, cuclillo, oropéndola, calandria), referido al polígono 29 de Octubre, en el que también están en juego 570 nidos del este de Valladolid. La mitad de ellos, nidos de calés, pero de eso hablaremos otro día.

viernes, 3 de abril de 2015

Sobrevivir al desencanto: bufandas, remakes y pinceladas anarcos de Pucela

Actores de Una familia de Tokio (imagen tomada del blog
La mirada de Ulises)
El frío de cuchillo de esta noche lo noto al pedalear como un dolorcillo en la frente, donde impacta el viento (el resto de la cara lo llevo protegido por un tapaboca al que nunca llamaré por su antiestético nombre), pero es algo estimulante, me ayuda a sentirme viva y me permite olvidar la pringosidad de sirope y merengue que rezuma por mis orejas por culpa del empalagosísimo doblaje de Una familia de Tokio, película genial que acabo de ver en sesión de cinefórum con unos amigos. No entiendo la afectación y antinaturalidad de los dobladores de todos los personajes (excepto del que pone voz a Shuji, el hijo pequeño), y me desconcierta especialmente la voz temblorosa de bisabuelita decrépita que le ponen a la protagonista -¡una mujer de 68 años!-, aunque luego me doy cuenta de que quizás sea ese anacronismo el único defecto que le encuentro al homenaje que Yoji Yamada hace a su maestro Yasujiro Ozu con este remake de Cuentos de Tokio (en 1953, cuando se estrena la película de Ozu, la esperanza de vida de los japoneses no llegaba a los 68 años, mientras que ahora viven más allá de los 83). Por encima de todo ello, se impone la inmensa capacidad de Yamada –como Ozu y todos los buenos directores japoneses- para llevar de la mano al espectador y colocarlo en una actitud contemplativa que le hace aprehender la realidad impregnada de las emociones que el director le inoculó.

Pero no solo la realidad de Tokio. Desde esa noche de pleno invierno –hace casi un mes, ahora ya florecieron los almendros-, las calles del Valladolid que recorro cada mañana y cada tarde, las personas que me encuentro y las noticias que escucho están bañadas en una especie de búsqueda dolorida para recuperar o redibujar, tras el desencanto de la crisis, la identidad de la ciudad, de la profesión de cada uno, de las relaciones familiares... justo como hacían Shukichi y Tomiko, los protagonistas, a la vuelta del hotel al que les despacharon sus hijos.

A la búsqueda de la identidad perdida

Así lo percibí pocos días después en Madrid, en el salón de actos de la Fundación Rafael del Pino, donde nos reunimos un nutrido grupo –tirando a multitud- de compañeros de esta profesión -chavalitos triunfantes en la primera fila, veteranos de las redacciones de siempre, freelancers, escépticos redactores de sucesos, directores de comunicación y jefes de prensa, estudiantes enardecidos tecleando en el portátil- para escuchar la historia de Jill Abramson, que también anda sobreviviendo al desencanto de su misterioso despido como directora del New York Times embarcándose en la creación de un nuevomedio digital especializado en grandes reportajes, que -¡oh prodigio de las finanzas bien organizadas!- se venderán baratos (la suscripción será de 2,80 euros al mes) y se pagarán muy caros (redactores liberados con un adelanto de 100.000 dólares para poder investigar donde la historia les lleve y escribir sin el apremio del recibo de la hipoteca).


Conferencia de Jill Abramson en la Fundación Rafael del Pino

Su conferencia fue una narración fluida de sus experiencias –historias con la etiqueta exclusiva del premio Pulitzer-, reivindicando con el ejemplo la importancia de la narrativa en el periodismo y alertando contra la vuelta de la censura, esa braga –ahora sí merece su nombre- que de nuevo se teje con la lana sofocante de las crecientes seguridades nacionales para tapar la boca de cualquier candidato a "garganta profunda".

El que no tiene ninguna duda respecto de su identidad (un poco sobreactuada tal vez) es el colega al que acabo de adelantar en el carril de la avenida Salamanca después de chupar un rato de su rueda solo por el gustazo de contemplar el impoluto brillo de las llantas de su bici de carreras, la magnificencia del tejido de sus culotes y maillot y la línea de perfecto aerodinamismo de su mochilita; vamos, que me he llegado a preguntar si no estaríamos compitiendo en un velódromo en lugar de volviendo a casa por este modesto carril bici.

No sé por qué, pero el contraste entre su egregia figura y la mía (de currante de entre semana) me ha resultado una imagen gráfica de la diferencia entre los antiguos debates urbanísticos y los actuales, que todo este mes de marzo han estado especialmente presentes en Valladolid con la aprobación inicial del PGOU. Así como antes parecían dilucidar sobre distintos modelos para una ciudad llamada a las altas esferas del glamour, ahora la discusión tiene ese otro tinte de supervivencia al desencanto, de vuelta a la modestia de los pequeños arreglos que puedan sanar heridas de la ciudad y de incertidumbre ante la viabilidad de muchos de los proyectos soñados; incertidumbre que, a pesar de los anuncios de última hora -¿nada electoralistas?- sobre el Campus de la Justicia, ya se había llevado por delante los ánimos de la concejala del ramo.

Visión del artista versus resignación

Tres voces he oído también estas semanas clamando en el desierto por la búsqueda de una identidad para Valladolid -Fernando Manero, Ángela de Miguel y Óscar Puente-, y, aunque sus ideas son claramente constructivas, no puedo evitar sentir que hablan de fabricarnos un retrato retocado y glorioso para enseñar a las visitas; de una imagen a la que todos debiéramos contribuir, siempre con la duda de si llegaremos a realizar una genialidad o nos quedaremos en el ridículo intento de un mal remake. Pero creo que la mejor respuesta a ese anhelo de identidad recobrada la daba otro vallisoletano de lujo, José Luis Alonso de Santos, en el I Congreso de la Academia de Artes Escénicas, que se celebró en Urueña, reivindicando la visión artística como el arma para incidir en la sociedad, buscar caminos para evitar la resignación y hacer que el mundo sea algo menos inmundo.

Su determinación de no resignarse se me viene a la cabeza esta tarde final de marzo, en una breve visita a Gijón, en la que, tras un paseo en bici por la playa de San Lorenzo y el Muro bajo una losa de nubes negras, llego hasta la estatua de La Lloca y encuentro en sus ojos y en su mano extendida hacia el mar el reflejo exacto del dolor y el desconcierto que sentimos cuando, después de una semana contemplando perplejos el daño que puede desencadenar la desesperanza desbocada –estos días llamada Andreas Lubitz-, leemos en la pantalla del móvil que la pregunta sobre el paradero de Lalo García se ha resuelto con la fría evidencia de un cadáver flotando en el Pisuerga.

   

Sigo un rato mirando hacia el mar -el viento empuja mi cabello en la misma dirección que el de la madre del emigrante de Ramón Muriedas, y en el reproductor de música suena Silence, de la sinfonía número 3 de James MacMillan-, pero enseguida me fuerzo a separarme de su hipnosis de congoja y empuño de nuevo el manillar de mi bici, acariciándolo con agradecimiento, porque, aunque su rodar a ras de tierra no me permita alcanzar la perspectiva aérea de una imagen redonda de mi ciudad, sí me acerca cada día, con la libertad un poco anarco del pedaleo, a una de las miles de pinceladas que conforman su realidad múltiple y contradictoria, como la visión del artista. Ella me llevó hasta ese rincón del barrio de la Victoria que todos los años resulta transfigurado por los dibujos y pinturas de un grupo importante de arquitectos que Darío Álvarez  reúne en la exposición Artaspace; o hasta la plaza de Lola Herrera, en Delicias -mezcla de caserío de pueblo y moderno urbanismo minimalista-, donde pude contemplar el poema acróstico, disfrazado de valla publicitaria, con el que un chaval le pedía matrimonio a su chica.




Pero, sobre todo, es la bici la que me sitúa –como las películas de Yasujiro Ozu, Yoji Yamada o cualquiera de los buenos directores japoneses- en esa actitud ante la vida y la ciudad que me hace pensar, al pasar por delante del Clínico, en Raquel Barbero y Hugo Pérez, que han diseñado una técnica pionera de radiación que mejorará bastante la vida de las personas con enfermedades de tiroides; que el letrero de Helios que me cruzo cada mañana venga en mi cabeza asociado a la investigación que están realizando con el Cartif para desarrollar alimentos de alta eficacia en la prevención de enfermedades como la obesidad, los trastornos del sistema cardiovascular y del sistema nervioso central o la artritis reumatoide; que, al leer los periódicos cada tarde (ya sé que no es un horario muy ortodoxo, pero es el mío), me fije en el exitazo de Dora García, única española de nuevo en la Bienal de Venecia; o que busque y coleccione en mi pincho de memoria las entrevistas que Victoria Martín Niño les hace a los instrumentistas de la Oscyl -la última de ellas, a la violista Virginia Domínguez-; y que a todos ellos, sin querer, los sienta como parte de una familia virtual y extraña llamada Pucela.