miércoles, 18 de septiembre de 2019

Cerrando paréntesis (IV) Entre la luna y el silencio: como si fuéramos nosotros mismos


Es casi el atardecer, y la gente que hace un rato surcaba los arcenes de la carretera de mi pueblo se ha recogido a sus casas -los de cena temprana- o al bar a comentar los cotilleos de la jornada o los resultados del fútbol. Me encuentro con un par de rezagados que no llegan a alterar este silencio misterioso y subyugante que, aliado con la luz caliente que acompaña el descenso del sol, produce una emoción muy cercana a la felicidad. No sé por qué, pero es solo en estos últimos días de agosto cuando cambio el horario de mi bici, y vuelvo a sorprenderme de la magia. Como si no me hubiera sorprendido el año pasado. Y el anterior.

Pero es una magia traicionera, que arrebata el ánimo, lo levanta hasta el firmamento y lo deja allí, suspenso en la contemplación, mientras el aire del horizonte va cambiando de colores hasta perderse en la oscuridad. Sin darnos cuenta de su ausencia, seguimos la rutina hasta que, de nuevo a la luz blanca de la luna, con la vía láctea guiando nuestros pasos por esos mismos arcenes, de repente vuelve el alma, rota en fuegos artificiales fríos, en minúsculas estrellas fugaces en forma de interrogante que se van posando en la cabeza y en el corazón: ¿quién eres?, ¿de verdad piensas como dices?, ¿hasta cuándo durará esta tierra para recibir la luz de las estrellas que ahora miras y que quizás ya no son?, ¿hacia dónde vas?

Ernesto Pérez Calvo y El gran teatro del mundo

Es una noche de agosto -el mes barroco de Lerma- de 2018. Ernesto Pérez Calvo, director del grupo de teatro La Hormiga -y de tantos otros grupos de teatro desde hace más de cuarenta años-, introduce la representación de El gran teatro del mundo explicando que han tenido una baja de última hora: su principal actriz (la que encarna al personaje El Mundo) ha sufrido una enfermedad de garganta que le impide representar su papel en el estreno. Y han tenido que echar mano de otra estupenda actriz, que, sin embargo, no ha tenido tiempo material de aprenderse todo el libreto de su personaje, así que su representación -avisa el presentador, y pide por ello disculpas- va a tener algunos momentos de teatro leído.

Actores del Grupo de Teatro La Hormiga en El gran teatro del mundo
(Fotografía tomada de la web del grupo de teatro)
Mientras los actores del escenario nos hacen vivir una vez más los pensamientos de Calderón de la Barca -incluida la actriz suplente, de la que nadie habría podido distinguir cuándo leía y cuándo recitaba de memoria, porque la fuerza de su expresión hacía sobrar cualquier gesto, movimiento o vestuario-, una parte de mi cabeza y de mi corazón emigran, al conjuro de esas dos palabras, “teatro leído”, al principio de mi vida consciente, de mi vida elegida; a un tiempo tan antiguo que me hace dudar de si realmente lo he vivido o lo habré leído en algún libro o visto en alguna película de blanco y negro y hecho mío. Quizás en el conjuro ha intervenido también el letrero de este edificio (escuela de niñas) por el que hemos pasado al venir a la función.



Como si fuéramos nosotros mismos

Finales de los años sesenta y principios de los setenta. Algunos días de la semana, a la salida del colegio, íbamos a aprender a bailar jotas al hogar de la Sección Femenina (todas las profesoras de Gimnasia, Política y Labores tenían que ser de la Sección Femenina), casa destartalada y misteriosa cerca de la plaza del Cordón de Burgos, con escalera antigua y balaustrada de madera -donde dice “antigua”, léase vieja y sin barnizar-; con un taller de zapatero en un rincón del portal, donde aplicaba tacones, tapas y medias suelas a los zapatos (poco después llegarían los “filis”); con pasillos interminables y habitaciones deshabitadas cuyos armarios y baúles estaban repletos de disfraces; de allí sacamos aquellas faldas plisadas grises, con una banda roja a la cintura como toda nota de alegría y de color –la verdad es que color y alegría, rayana en la locura, teníamos ya nosotras al natural, todas risas y subversión desternillada de los trece y catorce años- para ir a bailar danzas regionales a Zaragoza.

Pero también en esos armarios y baúles encontramos cantidad de libretos teatrales (Lorca, Buero Vallejo, Alejandro Casona...), y cambiamos las risas y el sudor de las jotas por los ensayos y actuaciones de teatro leído. Las actrices -todas éramos chicas, por supuesto-, uniformadas con falda y polo de cuello alto para hacernos todo lo invisibles que se pudiera, nos sentábamos detrás de una mesa en la que solo estaba el libreto, una lamparita para poder leer en un salón de actos casi a oscuras, y una cartulina delante de cada una con el nombre del personaje al que dábamos vida con solo la palabra. Qué concentración y qué sensación de dominio al hacernos otro y lograr que los espectadores vieran a ese otro y vivieran su vida. ¡Qué emocionante descubrimiento del poder de la palabra!

Vía Láctea (imagen tomada de Wikipedia. Autor: Digital Sky LLC)
Esta noche, a la luz de la luna y de la vía láctea, he sabido qué contestar al sirimiri de estrellas interrogantes: quizá solo somos ese intento de declamar bien el guion que nos han adjudicado (¿o que hemos elegido?) a última hora, sin tiempo para aprenderlo de memoria. Pero es la vida que tenemos, y aquí estamos, leyendo lo mejor que podemos. Como si fuéramos nosotros mismos.

Mañana lo haremos mejor, nos decimos...

Estatua de la princesa Kristina
Foto tomada de Wikipedia. Autor: Ecelan
Es una noche de agosto -el mes barroco de Lerma- de 2019. Después de recorrer las Edades del Hombre entre ángeles de la guarda, arcángeles, querubines y serafines -y también ángeles caídos-; después de rendir tributo a la princesa Kristina de Noruega en Covarrubias y de escuchar a los monjes de Silos, estamos de nuevo en la villa ducal participando en una algarabía que se llama “visita teatralizada”; el número de participantes la hace ingobernable, a pesar de que los cinco actores-guías pringan a buen número de extras entre el público: a uno le hacen obispo; a otras, novicias que cantan en un coro; a la mayoría de hombres les ponen una gola al cuello, y a las mujeres un pañuelito enganchado al meñique para emparejarse en una danza cortesana. Así intentan que nos enteremos de quién fue el Duque de Lerma, de las andanzas del Cura Merino y de la vinculación del vallisoletano José Zorrilla con esta noble villa del sur de Burgos. Y, de paso, nos evitan tener que dar explicaciones esta noche a las estrellas preguntonas de la vía láctea en nuestro paseo solitario de medianoche por unos arcenes, ya palentinos, treinta kilómetros más al suroeste. Porque ya es más de medianoche.

Aunque bien es cierto que los interrogantes de este verano no los plantean las estrellas titilantes: vienen de Lampedusa en fragata después de un mes largo embarrancados en la pantalla de nuestro cuarto de estar. Así que, de día y de noche, con estrellas o con nubes, voy rumiando al compás de los pedales: ¿cuál es la solución más sensata para la inmigración? ¿Qué hubiéramos hecho nosotros si hubiéramos nacido en países africanos en guerra? ¿O en Siria? ¿Hasta dónde se debe ser realista y hasta dónde idealista? Y andamos a tientas, buscando un autor sabio que nos pergeñe un personaje digno con un guion que podamos leer con donaire... como si fuéramos nosotros mismos.

... para lo mismo responder mañana

Es una noche de mediados de septiembre. Al final de una jornada de trabajo, casi olvidadas las vacaciones, ya no surcamos arcenes bajo las estrellas, sino paseos urbanos bajo las nubes -no se atreve a salir la luna, ni las estrellas, de luto por los destrozos de la gota fría-. Y la pregunta ya no es solo cuál sea la solución mejor para frenar o mitigar el cambio climático, sino también cómo es posible que lo estemos haciendo tan mal y que no seamos capaces de dar el brazo a torcer. Así que escudriñamos la oscuridad por si avistásemos a alguno de los ángeles de la exposición lermeña; ángeles de la guarda o arcángeles como el San Rafael de Tobías, que nos presten luz y ánimo suficientes para atrevernos a musitar "mañana lo haré un poco mejor". Aunque sea "para lo mismo responder mañana" (Lope de Vega dixit).

viernes, 23 de agosto de 2019

Cerrando paréntesis (III): murió la Verdad... y la Justicia solloza sin consuelo


Meridiano de Greenwich en la A-2.
Foto tomada de Wikimedia. Autor: Meiga72
Sujetó la bici en la farola más próxima a su mesa de la terraza del bar, abrió el periódico y se encontró un remedo de la novela de Lorenzo Silva que estaba leyendo (La marca del Meridiano, que había tardado dos años en empezar a leerla porque recelaba de su evidente oportunismo político, aunque fuera con ese ángulo buenista que tanta falta hacía entre Madrid y Barcelona): ahí estaban, en la portada, un brigada, un sargento y un coronel de la Benemérita investigados por hacer negocios con los recursos materiales de la Guardia Civil en lugar de dedicarse, como el Bevilacqua, a pillar a los malos para que no tengan tan fácil hacer de las suyas.

Siempre le había asombrado esa aplicación mental de telepatía -mucho mejor que cualquier app de los móviles- que, sin ella quererlo, sincronizaba sus lecturas con la vida. No solo por esta coincidencia del periódico de hoy, sino que justo el día en que empezó a leer la novela de Silva un periódico le ofreció la contrapartida real y amarga a la tesis-deseo de Lorenzo el Conciliador: el Rey no había entregado los despachos a la nueva promoción de jueces (mayoría abrumadora de mujeres) en Barcelona, como siempre, sino que habían trasladado el acto a Madrid. No es que las cosas estuvieran como para que Felipe VI se paseara por las Ramblas, pero tampoco sus señorías de Cataluña estaban como para que se les negase el calor y el apoyo de la Corona (del Estado) en el mismo espacio en el que ellas tienen que defender la ley y la justicia en medio de escupitajos, desprecios y acosos.

Dulce decadencia (¿complacencia?) de una sociedad feliz

Catálogo de la exposición
No le dio tiempo a pensar más. Llegaron los amigos con quienes había quedado para ver Cataluña en el corazón de Castilla y León, enésimo capítulo de esa telepatía rampante, casual y contradictoria, en la que les dio la bienvenida una hermosa y gigante fotografía de la Nau Gaudí de Mataró. A partir de ahí, la exposición, como ocurre en todos los grandes anuncios de Bassat, fue como si los elfos les prestaran unas bayetas para caminar de nube en nube, sin mancharlas de realidad sórdida, contemplando un mundo de casitas naíf, como las de El ladrón de bicicletas -días después descubriría la presencia de las bicis en la pintura de Didier Lourenço-, en el que las familias cenan en la azotea en las noches de verano y los domingos a media mañana se encuentran desayunando en el SandwiChez; en el que los artistas reconocen a sus mecenas -tímidamente Lluis Barba, en su recreación de El Tacto de Brueghel, y a pleno pulmón Ricard Jordá en El regreso de los Bassat, aludiendo al libro de Vicenç Villatoro- y se suman a la noble causa del canto a la identidad dorada. Incluso la obra de Gino Rubert (Triangle on golden bed), artista cuyas pinturas sirvieron de portada a los inquietantes y sangrientos libros de la trilogía Millennium de Stieg Larsson, parecía en esta ocasión la narración aséptica del vicio pacífico y civilizado -deseo y odio, envidia y dominio, pero todo dentro de un orden impoluto- propio de una sociedad feliz, dulcemente decadente.

El ladrón de bicicletas. Didier Lourenço. Foto tomada de la web de la Fundación Villalar

Triangle on golden bed. Gino Rubert. Foto tomada de la web de la Fundación Villalar
A la salida de la exposición, su cerebro y sus ojos retenían la doble imagen del color negro jugando con la luz en Menina y Manola, de Perecoll, dos mujeres a las que cabría entender de mil maneras según el ángulo que se eligiese para contemplarlas.

Pasaron cuatro meses y olvidó a la guardia civil, a los pintores y mecenas catalanes y, casi, a los jueces desamparados del nordeste español.

Las mujeres de Goya

Ató la bici al tótem señalizador de la sala Pasión, entró en la sala, declamó el código postal en el mostrador de recepción y comenzó a leer el folleto de la exposición intentando ignorar la crecientemente aberrante separación de sílabas del texto: "Luci-entes”, “real-izó”, “Gen-eral”, “situ-ación” “mae-stro”... y así hasta ciento; daba la impresión de que estos folletos se hicieran con un programa de maquetación reñido con cualquier diccionario español; y que nadie se molestase en echarles un ojo y corregirlos. Se centró en los grabados, luchando por encontrar el ángulo imposible en el que las luces de la sala no hicieran reflejos en los cristales de los grabados de Goya, de pequeño formato, que resultaban realmente difíciles de contemplar: de cerca por los reflejos, de lejos por el tamaño.

Murió la verdad...

Pero ella estaba dispuesta a saber lo que Goya pensaba de las mujeres –y, sobre todo, cómo lo dibujaba-, y esas minucias de inconvenientes no lo iban a impedir. ¡Y vaya si pudo enterarse! Por si los grabados y sus títulos no fueran suficientemente explícitos, los acompañaban sendos comentarios que explicaban el significado de cada escena en su contexto: mujeres insensatas que entregan su mano a cualquiera pensando que casadas tendrán más libertad; familias pobres que sacrifican a sus hijas jóvenes y hermosas, casándolas con viejos ricos jorobados, para salir ellos de la pobreza; alcahuetas que simulan rezar el rosario mientras se ríen del incauto que ha caído en las redes; prostitutas que despluman a los ricos y luego los echan a escobazos; jueces que, en connivencia con los escribanos, viven de desplumar a las putas –a las pobres, claro, las ricas hacen lo que les da la gana-; bella bailarina que es asediada por nubarrones de avetuchos y no se librará de caer en manos de alguno de ellos; clérigos que pagan a gañanes para que secuestren a sus queridas; mujeres ricas que emplean a las mendigas de las puertas de las iglesias para enviar recados a sus amantes; mozas incautas que van a la cárcel tras quedar preñadas por su sensibilidad natural...


Mil facetas de un engranaje de sometimiento de la mujer, ya sea por el matrimonio o por la prostitución, en medio de una corrupción y de una hipocresía generalizadas; engranaje del que no se puede escapar y en el que las propias mujeres tienen un papel activo al transmutarse en alcahuetas. Todo ello lo resumía perfectamente una frase del crítico Robert Rosenblum reproducida en la pared derecha de la sala: “A partir de los Caprichos, Goya sugiere la gradual extinción de la era de las luces por la era de la oscuridad”.

... y la justicia solloza sin consuelo

En la segunda planta de la exposición, los aguafuertes cambian de tema: ahora la mujer, en “Los desastres de la guerra”, aparece como heroína aguerrida y protagonista de las acciones bélicas; y, en los “Disparates”, envalentonada con un corro de amigas, mantea a un hombre burlándose del poder machista figurado en un burro.

Por un momento, pensó que Goya se sumaba al canto a la violencia como único medio para salir de la oscuridad y la corrupción -canto en el que a veces han venido a coincidir anarquistas y fascistas partiendo de ángulos opuestos-, pero rápidamente una imagen gigante en la pared del fondo vino a sacarla de su engaño: Murió la Verdad... “y la Justicia solloza sin consuelo”, añade un comentario junto al grabado en el que una mujer (la Verdad) yace muerta en primer plano, y junto a ella otra mujer (la Justicia) llora su pérdida, mientras ríen los poderosos que las rodean.


Buscando consuelo salía de la exposición. “Menos mal que las cosas han cambiado muchísimo”, se decía, entonando numerosísimos ejemplos en su mente al ritmo de los pedales: las mujeres ya no necesitan de permisos de padres ni maridos para decidir su vida; se va avanzando en la conciliación; estamos un poco en lo de la brecha salarial -ella, como era funcionaria, ni la sufría-; en España ya hay más mujeres médicas que sus colegas masculinos; y más juezas -aunque manden menos en el poder judicial-; cada vez más maridos limpian algo más que el coche; algunos hasta planchan...

¡Ja!, que te lo has creído. Un titular descarado vino a interrumpir sin contemplaciones esa letanía de optimismo poco convencido. “De Cáritas al prostíbulo: las barbaridades del mayor caso de proxenetismo en España” narraba con todo detalle una historia espeluznante de los últimos años, que no acaba de resolverse: el trajín de un cabo de la Guardia Civil de Lugo (para mayor rechifla, del equipo de Mujer y Menor) junto con proxenetas de la zona, que traficaban con chicas y las cambiaban de un prostíbulo a otro -del que no pagaba mordida al que sí cumplía con los capos-, pasándolas por Cáritas para simular que las liberaban de esa vida de esclavitud sexual. Y, para colmo, desde el poder judicial le buscan las cosquillas a la juez que está logrando desenmarañar el contubernio.

Se dio cuenta de que este reportaje era la pieza que faltaba en ese círculo de telepatía: el paréntesis que se había abierto con los guardias civiles buenos de Lorenzo Silva y las pinturas hermanadoras de Luis Bassat se cerraba ahora de un portazo con la historia de un guardia civil nada bueno y con el desgarro de Goya retratando cómo sufren las mujeres cuando se maltrata a sus dos defensoras más importantes: la Verdad y la Justicia. También en Lugo. ¿También en medio de las risas de algunos poderosos?

lunes, 22 de julio de 2019

Cerrando paréntesis (II): “Espejito, espejito...”

Capilla ardiente de José Zorrilla en el salón de actos de la
Real Academia. Dibujo: Juan Comba García
Lo recuerdo perfectamente. Andaba yo un poco enfurruñada porque no había podido asistir al homenaje que se tributó a Zorrilla en el cementerio con motivo del 125 aniversario de su muerte. Y esas historias siempre son buen destino para el paseo a pedales de un sábado por la mañana: basta con desplazarse unos kilometrillos y ponerse en manos de un grupo de gente que sigue con fruición sus chifladuras particulares y que son capaces, con ayuda de unas vestimentas singulares y unas pocas palabras, de sumergirse y sumergirnos en tiempos remotos llenos de poesía. Hasta logran que miremos con otros ojos a las personas que han asistido, a muchos de los cuales estamos aburridos de encontrárnoslos en otros ámbitos sin prestarles demasiada atención. Es la magia del teatro llevada a la calle –al cementerio, en ese día-.

Espejo y flor de Cardesse. Cuadro de Ramón Gaya
en una exposición en la sala Pasión de Valladolid 
Quizás ese malhumor y esa falta de catarsis teatral explicase por qué me caía todo tan mal en esa temporada: se daba a conocer una encuesta encargada por el grupo municipal socialista del Ayuntamiento de Valladolid, y a mí me sonaba a “gracias a que yo, tan guapo y tan listo (quizás soy un príncipe o un dentisto), soy el alcalde, los vallisoletanos son más felices, vienen más turistas, ya no se rompen tuberías del anillo mil, el tráfico va más fluido y todos comprenden que el soterramiento era un sueño imposible y que mucho mejor los siete túneles”, cuando, en realidad, él solo quería contrarrestar el posible borrón pesimista que expandían las encuestas del día anterior, en las que se ponía en duda que revalidase mandato en 2019; pretendía yo pensar en otras cosas, y ahí estaba, en el titular de cada mañana, el recordatorio constante de otro espejo muchísimo peor por deforme: las piruetas sin vergüenza del fugado del nordeste para intentar ser investido presidente de la Generalitat y así seguir gobernando desde el exterior una república que no existe pero que él dejaría patente ante "su" Europa que sí existía.

Cuadro de Renato Costa en la exposición Inkless.
Foto tomada de la web de la galería Javier Silva
Por si fuera poco, y mientras la triste música de fondo para ese final de invierno era la desesperada búsqueda de Gabriel, el niño de Níjar, la galería Silva se me apareció, como otras veces, en mi trayecto por la plaza de San Juan; y allí estaba Renato Costa, con su Inkless, proclamando en blues la insostenibilidad del sistema y el agotamiento de las utopías. Sus derrotados yacentes, casi indiscernibles del fondo azul de sus paisajes (montañas como hechas de papel azul estrujado), me recordaban las sombras que Ada Monroe veía, en Cold Mountain, en el espejo proyectado sobre el pozo de Esco y Sally Swanger, augurando los peores presagios para Inman, su amor, que estaba lejos, luchando en la guerra de secesión norteamericana.

Es cierto que, como siempre, me consolaba con las noticias sobre ciencia y sobre literatura, que en Valladolid suelen dar bastantes alegrías: ahí estaban Germán Delibes, Manuel Rojo y Elisa Guerra participando en el mayor estudio realizado en el mundo sobre ADN antiguo; ahí, en el País Vasco, estaba la vallisoletana Catalina Requejo manejando proteínas para regenerar células de los enfermos de Parkinson; y, en literatura, ahí estaba Fernando del Val, poeta y ensayista vallisoletano que acababa de recibir el premio El Ojo Crítico de RNE por su libro Los años aurorales, renegando de la mediocridad, del amaño de los premios y del bobismo (y bobisma) que abunda por doquier.

Sin embargo, hasta ese consuelo vino a agriarse con la noticia de la detención de Almudena Ramón, acusada de estafar a enfermos parapléjicos.

Y ahí quedó abierto el paréntesis de tristeza, o de desaliento, o de hastío, esperando... ¿qué?

Encontrar el ángulo y el impulso

Ha pasado más de un año y ya ni me acordaba de aquello (hasta hace un rato). Como todas las mañanas, tuerzo a mi izquierda, cruzo la carretera y me incorporo a la plaza; ahí es donde pensaba apretar el ritmo de la pedalada para dar el esprint final y llegar veinte segundos menos tarde al trabajo. Pero no había calculado la fuerza del viento, que me llegaba por la izquierda y que ahora tengo de frente, así que a duras penas logro conservar la mitad del empuje que traía, y eso a base de ponerme de pie en los pedales y aprovechar toda la fuerza del cuerpo para impulsar las piernas.


A la hora del almuerzo me doy cuenta de que tampoco había calculado la fuerza del viento del aburrimiento político, que sigue soplando fuerte desde las páginas de los periódicos. El de hoy, por ejemplo, ha irrumpido con una entrevista al alcalde de Valladolid, que acaba de revalidar su mandato, y comienza con las palabras "Óscar Puente vuelve a ponerse ante el espejo", haciendo referencia a otra entrevista de 2015 con el mismo tema: “El alcalde se mira al espejo”. Inmediatamente me ha evocado las sensaciones del año pasado -¿tendrían razón entonces mis pensamientos picajosos sobre el narcisismo de los políticos?-, y más cuando sigue coincidiendo cronológicamente (como el eterno día de la marmota) con las mismas maniobras del mismo prófugo del año pasado, en esta ocasión para ser eurodiputado.

Exposición Una jaula salió en busca de un pájaro,
de Jesús Capa en el Museo Patio Herreriano.
Foto tomada de la web del Museo Patio Herreriano
Me encuentro justo como esos pardillos que han estado estos días dentro de las jaulas de Jesús Capa en el Patio Herreriano; como ese hombre que comienza a subir la escalera a ninguna parte sin fuerzas y sin esperanza. Atrapado por una jaula que salió a buscarle. Esa jaula en la que nos vocean cada mañana y cada tarde en qué tenemos que pensar, qué importa hoy aunque ayer no importaba nada y mañana será eclipsado por otro tema fugaz presentado como la cuestión inexorable del momento. Aunque no, pienso que no me falta la esperanza. Solo el ángulo y el impulso; la alegría en la cara de un viento que despeje pero no ahogue ni tumbe. El ángulo del sol para que me descubra las cosas bellas con las que me cruzo sin cegarme por el contraluz.

Y ya sé también por qué me gustan tanto las noticias de ciencia, como esta de un grupo de ingenieros químicos de la Universidad de Valladolid que han conseguido transformar unos residuos de cerveza en un carburante renovable con características similares a la gasolina: porque son como Ruby en Cold Mountain, que logra empujar a Ada Monroe para sacar lo mejor de sus tierras y sobrevivir mientras espera sin esperanza por el negro presagio.

Grupo de investigación de Tecnología de Procesos Químicos y Bioquímicos,
de la Universidad de Valladolid (foto tomada de la web de la UVa)
Porque quizás la vida misma –pienso esta noche mientras levanto la vista del manillar  y de los veinte metros de carretera delante de mí para contemplar la luna en cuarto menguante pero crecientemente brillante- no sea más que eso: contemplar la inmensa belleza con la que otros han ido sembrando nuestro mundo, e ir mejorándolo un poco mientras se aproxima el augurado desastre. Que quizás, como ocurre en la película, sea diferente al reflejado en las aguas del negro espejo del pozo y lleve en sí mismo el germen de la esperanza.

miércoles, 3 de julio de 2019

Cerrando paréntesis

Aprovecho el paréntesis del almuerzo en el trabajo para acercarme de cuatro pedaladas a cantar en la Misa de las fiestas de San Antonio en La Flecha. Me llama la atención ver a los jóvenes reyes y reinas de las fiestas, con sus trajes coloridos, sus bandas de honor y sus tiaras relumbrantes, relegados a la tercera fila por culpa de una superpoblación piadosa de políticos en las dos primeras -echo en falta con nostalgia a una señora muy mayor que en la iglesia vieja de La Flecha empujaba con el trasero a los concejales que en esta fiesta osaban ocupar su asiento junto al pasillo central en la segunda fila, ganado a base de veteranía y constancia-. Allí están todos los ediles: los que lo son por dos días más y los que lo serán a partir del sábado 15 de junio; unos, cerrando el paréntesis de su mandato, y otros abriéndolo, mientras la gente del pueblo (La Flecha y la antigua vaquería de Arroyo son los dos únicos trozos de pueblo pueblo en este municipio de la Encomienda hecho de urbanizaciones y cosido por autovías y puentes) inicia la procesión del santo de los pajaritos al son de la canción de sus milagros que popularizó el Nuevo Mester de Juglaría.

Acompañada por una urraca y un mirlo, inicio el pedaleo de vuelta para cerrar rápidamente este paréntesis tan descaradamente ampliado del almuerzo, que se perdona por ocurrir una vez al año y estar mi pueblo tan cercano a mi oficina.

Tanta vida entre dos números de cuatro cifras separados por un guion

Sí, ya sé que estoy abusando de la palabra que da título a esta entrada, pero a cualquiera le pasaría lo mismo si llevara más de un mes buscando datos para rellenar los paréntesis que según la directora de nuestro coro deben acompañar, en toda partitura y en todo programa de concierto que se precie, al nombre del compositor, letrista y armonizador de cada canción, expresando los años en los que vivieron. Para un repertorio de 323 canciones, esa empresa se empieza como un mero pasatiempo aritmético, o como un tres en raya, o como el juego de los barcos, o como una colección de cromos (ya me quedan pocos huecos por cubrir en el álbum), pero de repente se convierte en una expedición espeleológica por la vida de los autores, con simas de inmensa belleza que la muerte selló y que ahora, al destaparlas para investigar en sus coordenadas temporales, impregnan las canciones a datar con el sabor de sus vidas. Para siempre.

Leonard Cohen, McLarenvale, South Australia, enero 2009
Foto tomada de Wikipedia. Autor: Stefan Karpiniec.

Para siempre quedará el Hallelujah que cantamos de Leonard Cohen unido a su discurso en Oviedo al recibir el Premio Príncipe de Asturias, en el que nos regaló la historia de aquel chico español al que el compositor encontró en Montreal, al que le pidió clases particulares de guitarra justo antes de que el muchacho cerrara bruscamente el paréntesis de la propia vida, y del que Cohen aprendió los acordes que fueron el germen de su éxito durante toda su vida. Cinco años después de contarnos esa historia que a todos nos hizo llorar de emoción y gratitud, también el paréntesis de Cohen se cerraba, sellando el tesoro al que millones de personas de todo el mundo acudimos de vez en cuando en busca de belleza y calor.

Alejandro Yagüe se empeñó en ser de Burgos a pesar del viejo caciquismo

Para siempre estará el Gaudeamus Igitur que canta nuestro coro en las aperturas de curso y en las graduaciones universitarias (casi todos los demás coros cantan la armonización de Casulleras) unido al nombre y a la memoria del compositor burgalés Alejandro Yagüe, que tuvo que triunfar en Suiza, Italia y Alemania para que su ciudad –la mía- se enterase de quién era ese genio musical que tanto la quería aunque su caciquismo antiguo tan mal le hubiera tratado.

Cartel del último homenaje
a Alejandro Yagüe en Burgos

Para siempre, aunque los datos concretos se me olviden, los paréntesis que he colocado en estos días me recordarán, al cantar cada canción, al poeta argentino de Viene clareando; al folclorista cántabro que Franco tuvo en la cárcel mientras componía Date la vuelta; al fraile cubano de la Salle que incorporaba ritmos folclóricos cubanos a la liturgia católica, y cuyos villancicos nos envidian por inéditos en España; al anciano director noruego de ese Laudate tan magnífico; al joven compositor sueco de las Cuatro sentencias latinas; y al menos joven organista sueco compositor de un Psalmus CXX tan misterioso y subyugante (me acabo de dar cuenta de que casi toda la música sacra o culta que cantamos está compuesta por escandinavos de finales del XX y principios del XXI); al compositor catalán de sardanas que de repente puso música a los Nocturnos de la Ventana de Lorca... y al letrista de Unchained melody, Hy Zaret (en realidad Hyman Harry Zaritsky), hijo de emigrantes rusos a Nueva York, que en 1954, cuando su amigo Alex North le encargó componer la letra para esta canción, aceptó muy a regañadientes porque en ese momento estaba supervisando la pintura de su casa. No sospechaba, en esas noches en las que a deshoras realizó el encargo, que acababa de escribir la canción de la que más versiones se harían (más de 500 por los cantantes más famosos del mundo) en los siguientes sesenta años. También de Hy Zaret es la letra de The Partisan que así cantarían Leonard Cohen y Joan Baez.

El PSOE de Valladolid y yo, evadidos de la realidad

Cuando me embarco en una empresa compiladora, como esta de los paréntesis, quedo abducida en una realidad paralela, y de nada sirve que se celebren elecciones generales ni autonómicas, que mi reino no es de este mundo. Sí, voto, pero le presto a ese deber la atención mínima necesaria, como a una mosca molesta, para que pase cuanto antes. Hasta que algo me despierta.

Me despertó el 12 de junio la web del PSOE de Valladolid. Había leído en los periódicos que Óscar Puente se había mosqueado con VTLP y pensaba gobernar solo, así que inmediatamente acudí a la web del partido para intentar descubrir quién era ese superman llamado Pedro Herrero con el que el alcalde, además de encargarle otras cuantas concejalías, pensaba salvar el agujero negro que dejaría la ausencia del teniente de alcalde y concejal de Urbanismo. Dos días después ya no tenía sentido seguir indagando porque el pacto se había rehecho y VTLP seguirá tuneleando la ciudad y, quizás, construyendo algo para la justicia en el colegio El Salvador. Quizás.


Pues eso, que abro la web del PSOE de Valladolid y me encuentro un sorprendente encabezado: “Feliz Navidad 2018”. Refresco la página esta misma tarde, con incredulidad, y lo mismo: salen, por orden, la misma felicitación de navidad y unas cuantas noticias de noviembre y octubre de 2018. ¿Y quién soy yo para criticar ese paréntesis tan extenso de sequía de noticias, si el cambio climático de mi propio blog lo tiene seco desde julio de 2018?

Por eso, acompañada por un mirlo a mi izquierda y dos urracas a mi derecha, pedaleo a casa a toda velocidad para cerrar este paréntesis ignominioso de silencio de mi bitácora, intentando tomarle la delantera al PSOE de Valladolid en la vuelta a la realidad. Digital. Y tal.