viernes, 23 de agosto de 2019

Cerrando paréntesis (III): murió la Verdad... y la Justicia solloza sin consuelo


Meridiano de Greenwich en la A-2.
Foto tomada de Wikimedia. Autor: Meiga72
Sujetó la bici en la farola más próxima a su mesa de la terraza del bar, abrió el periódico y se encontró un remedo de la novela de Lorenzo Silva que estaba leyendo (La marca del Meridiano, que había tardado dos años en empezar a leerla porque recelaba de su evidente oportunismo político, aunque fuera con ese ángulo buenista que tanta falta hacía entre Madrid y Barcelona): ahí estaban, en la portada, un brigada, un sargento y un coronel de la Benemérita investigados por hacer negocios con los recursos materiales de la Guardia Civil en lugar de dedicarse, como el Bevilacqua, a pillar a los malos para que no tengan tan fácil hacer de las suyas.

Siempre le había asombrado esa aplicación mental de telepatía -mucho mejor que cualquier app de los móviles- que, sin ella quererlo, sincronizaba sus lecturas con la vida. No solo por esta coincidencia del periódico de hoy, sino que justo el día en que empezó a leer la novela de Silva un periódico le ofreció la contrapartida real y amarga a la tesis-deseo de Lorenzo el Conciliador: el Rey no había entregado los despachos a la nueva promoción de jueces (mayoría abrumadora de mujeres) en Barcelona, como siempre, sino que habían trasladado el acto a Madrid. No es que las cosas estuvieran como para que Felipe VI se paseara por las Ramblas, pero tampoco sus señorías de Cataluña estaban como para que se les negase el calor y el apoyo de la Corona (del Estado) en el mismo espacio en el que ellas tienen que defender la ley y la justicia en medio de escupitajos, desprecios y acosos.

Dulce decadencia (¿complacencia?) de una sociedad feliz

Catálogo de la exposición
No le dio tiempo a pensar más. Llegaron los amigos con quienes había quedado para ver Cataluña en el corazón de Castilla y León, enésimo capítulo de esa telepatía rampante, casual y contradictoria, en la que les dio la bienvenida una hermosa y gigante fotografía de la Nau Gaudí de Mataró. A partir de ahí, la exposición, como ocurre en todos los grandes anuncios de Bassat, fue como si los elfos les prestaran unas bayetas para caminar de nube en nube, sin mancharlas de realidad sórdida, contemplando un mundo de casitas naíf, como las de El ladrón de bicicletas -días después descubriría la presencia de las bicis en la pintura de Didier Lourenço-, en el que las familias cenan en la azotea en las noches de verano y los domingos a media mañana se encuentran desayunando en el SandwiChez; en el que los artistas reconocen a sus mecenas -tímidamente Lluis Barba, en su recreación de El Tacto de Brueghel, y a pleno pulmón Ricard Jordá en El regreso de los Bassat, aludiendo al libro de Vicenç Villatoro- y se suman a la noble causa del canto a la identidad dorada. Incluso la obra de Gino Rubert (Triangle on golden bed), artista cuyas pinturas sirvieron de portada a los inquietantes y sangrientos libros de la trilogía Millennium de Stieg Larsson, parecía en esta ocasión la narración aséptica del vicio pacífico y civilizado -deseo y odio, envidia y dominio, pero todo dentro de un orden impoluto- propio de una sociedad feliz, dulcemente decadente.

El ladrón de bicicletas. Didier Lourenço. Foto tomada de la web de la Fundación Villalar

Triangle on golden bed. Gino Rubert. Foto tomada de la web de la Fundación Villalar
A la salida de la exposición, su cerebro y sus ojos retenían la doble imagen del color negro jugando con la luz en Menina y Manola, de Perecoll, dos mujeres a las que cabría entender de mil maneras según el ángulo que se eligiese para contemplarlas.

Pasaron cuatro meses y olvidó a la guardia civil, a los pintores y mecenas catalanes y, casi, a los jueces desamparados del nordeste español.

Las mujeres de Goya

Ató la bici al tótem señalizador de la sala Pasión, entró en la sala, declamó el código postal en el mostrador de recepción y comenzó a leer el folleto de la exposición intentando ignorar la crecientemente aberrante separación de sílabas del texto: "Luci-entes”, “real-izó”, “Gen-eral”, “situ-ación” “mae-stro”... y así hasta ciento; daba la impresión de que estos folletos se hicieran con un programa de maquetación reñido con cualquier diccionario español; y que nadie se molestase en echarles un ojo y corregirlos. Se centró en los grabados, luchando por encontrar el ángulo imposible en el que las luces de la sala no hicieran reflejos en los cristales de los grabados de Goya, de pequeño formato, que resultaban realmente difíciles de contemplar: de cerca por los reflejos, de lejos por el tamaño.

Murió la verdad...

Pero ella estaba dispuesta a saber lo que Goya pensaba de las mujeres –y, sobre todo, cómo lo dibujaba-, y esas minucias de inconvenientes no lo iban a impedir. ¡Y vaya si pudo enterarse! Por si los grabados y sus títulos no fueran suficientemente explícitos, los acompañaban sendos comentarios que explicaban el significado de cada escena en su contexto: mujeres insensatas que entregan su mano a cualquiera pensando que casadas tendrán más libertad; familias pobres que sacrifican a sus hijas jóvenes y hermosas, casándolas con viejos ricos jorobados, para salir ellos de la pobreza; alcahuetas que simulan rezar el rosario mientras se ríen del incauto que ha caído en las redes; prostitutas que despluman a los ricos y luego los echan a escobazos; jueces que, en connivencia con los escribanos, viven de desplumar a las putas –a las pobres, claro, las ricas hacen lo que les da la gana-; bella bailarina que es asediada por nubarrones de avetuchos y no se librará de caer en manos de alguno de ellos; clérigos que pagan a gañanes para que secuestren a sus queridas; mujeres ricas que emplean a las mendigas de las puertas de las iglesias para enviar recados a sus amantes; mozas incautas que van a la cárcel tras quedar preñadas por su sensibilidad natural...


Mil facetas de un engranaje de sometimiento de la mujer, ya sea por el matrimonio o por la prostitución, en medio de una corrupción y de una hipocresía generalizadas; engranaje del que no se puede escapar y en el que las propias mujeres tienen un papel activo al transmutarse en alcahuetas. Todo ello lo resumía perfectamente una frase del crítico Robert Rosenblum reproducida en la pared derecha de la sala: “A partir de los Caprichos, Goya sugiere la gradual extinción de la era de las luces por la era de la oscuridad”.

... y la justicia solloza sin consuelo

En la segunda planta de la exposición, los aguafuertes cambian de tema: ahora la mujer, en “Los desastres de la guerra”, aparece como heroína aguerrida y protagonista de las acciones bélicas; y, en los “Disparates”, envalentonada con un corro de amigas, mantea a un hombre burlándose del poder machista figurado en un burro.

Por un momento, pensó que Goya se sumaba al canto a la violencia como único medio para salir de la oscuridad y la corrupción -canto en el que a veces han venido a coincidir anarquistas y fascistas partiendo de ángulos opuestos-, pero rápidamente una imagen gigante en la pared del fondo vino a sacarla de su engaño: Murió la Verdad... “y la Justicia solloza sin consuelo”, añade un comentario junto al grabado en el que una mujer (la Verdad) yace muerta en primer plano, y junto a ella otra mujer (la Justicia) llora su pérdida, mientras ríen los poderosos que las rodean.


Buscando consuelo salía de la exposición. “Menos mal que las cosas han cambiado muchísimo”, se decía, entonando numerosísimos ejemplos en su mente al ritmo de los pedales: las mujeres ya no necesitan de permisos de padres ni maridos para decidir su vida; se va avanzando en la conciliación; estamos un poco en lo de la brecha salarial -ella, como era funcionaria, ni la sufría-; en España ya hay más mujeres médicas que sus colegas masculinos; y más juezas -aunque manden menos en el poder judicial-; cada vez más maridos limpian algo más que el coche; algunos hasta planchan...

¡Ja!, que te lo has creído. Un titular descarado vino a interrumpir sin contemplaciones esa letanía de optimismo poco convencido. “De Cáritas al prostíbulo: las barbaridades del mayor caso de proxenetismo en España” narraba con todo detalle una historia espeluznante de los últimos años, que no acaba de resolverse: el trajín de un cabo de la Guardia Civil de Lugo (para mayor rechifla, del equipo de Mujer y Menor) junto con proxenetas de la zona, que traficaban con chicas y las cambiaban de un prostíbulo a otro -del que no pagaba mordida al que sí cumplía con los capos-, pasándolas por Cáritas para simular que las liberaban de esa vida de esclavitud sexual. Y, para colmo, desde el poder judicial le buscan las cosquillas a la juez que está logrando desenmarañar el contubernio.

Se dio cuenta de que este reportaje era la pieza que faltaba en ese círculo de telepatía: el paréntesis que se había abierto con los guardias civiles buenos de Lorenzo Silva y las pinturas hermanadoras de Luis Bassat se cerraba ahora de un portazo con la historia de un guardia civil nada bueno y con el desgarro de Goya retratando cómo sufren las mujeres cuando se maltrata a sus dos defensoras más importantes: la Verdad y la Justicia. También en Lugo. ¿También en medio de las risas de algunos poderosos?