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sábado, 6 de septiembre de 2025

Los mismos chavales, y el mismo río, y los mismos árboles... el mismo agosto

Las dos en punto de la tarde, y no se me ocurrió mejor idea, estando en la primera ola de calor de este verano, que subir un momento al macrocentro comercial que me pilla cerca de casa, a comprar unos calcetines de algodón, de los pequeños que no se ven, para hacer más confortables las playeras que llevo con la bici.

Y subía despacio, siguiendo los consejos de no hacer esfuerzos físicos importantes en las horas centrales del día, y era la única persona visible en todo el trayecto (de los refugiados en los coches con aire acondicionado tampoco había casi ninguno), por lo que la quietud estaba llena de una paz que no era quebrantada por el incesante canto de las chicharras -si en lugar de "canto" llego a pronunciar su verdadero nombre, "estridulación", sí lo hubiera quebrantado-.


Y al llegar a la rotonda de los olivos y cipreses, imagen híbrida entre la paz de los cementerios y la marca actual de las urbanizaciones guay, se me metió en el alma una actitud de meditación, no diría solemne, pero sí de una quietud trascendente teñida con un toque de nostalgia o de resignación melancólica, como quien atisba los prolegómenos de algo raro -no necesariamente funesto, pero sí peligroso y complejo- que se va adueñando de la tierra y de la gente de manera inexorable.

Y se me agudizó todavía un poco cuando llegué a casa y, después de la comida, retomé la lectura de Trilogía, del Nobel noruego Jon Fosse. Cuánta tristeza junta, qué manera de caminar lentamente hacia el desastre, siempre, incluso cuando una generación parecía escapar del maleficio de la pobreza desesperada y delincuente.

Centro urbano rural

Y con esa tristeza encastrada en el alma -y la bici en el maletero del coche- llegué al pueblo de mis veranos. Vi el cartel de "Centro urbano" a la entrada y pensé que era una indirecta del destino para que no siguiera justificando el abandono de la escritura en la incompatibilidad del medio rural con el título del blog: "La ciudad en Bici". Además, la realidad es que, cada vez más, utilizo la bici aquí para lo mismo que la utilizo en la ciudad del otoño, invierno y primavera; hoy, por ejemplo, para acercarme a otro pueblo aledaño donde no han cerrado la tienda (la del nuestro hace años que la cerraron), y así poder comprar los artículos que no encuentro en las furgonetas de los vendedores ambulantes que nos visitan los martes (un frutero), los jueves (otro frutero, dos pescaderos y un carnicero) y viernes alternos (el camión del butanero).


Y hoy me he dado prisa, no solo por el calor pesado que anunciaba la tormenta que ha llegado en todo su esplendor pocas horas más tarde, sino para poder comprar los filipinos de chocolate blanco con que obsequio a una pandilla de chavalillos que sube cada mañana a la panadería -en la hora y cuarto que abre el local y despacha un panadero venido desde 21,9 km al norte- a comprar el pan para los cinco o seis vecinos del barrio de abajo.

Y me parece que son los mismos niños de hace treinta años, cuando llegamos a este pueblo, y nuestra hija era muy pequeña, y venían a buscarla dos mocitas de unos catorce años, que se la llevaban hasta la panadería (también entonces, aunque había tiendas en el pueblo, la panadería la abría unas horas el panadero del pueblo de al lado) para comprar el pan para la gente del barrio de abajo. Compraban el pan y se quedaban un rato en la plaza, sentados por los bordillos junto a los chavales que compraban el pan para el barrio de arriba, o para El Campillo, o para Valdecarros, jugando a cualquier cosa, a veces mordisqueando el currusco de una de las barras que habían comprado.

Los mismos chavales en el mismo río (con permiso de Heráclito)

Y han llegado de repente. Lo hemos notado porque traspasaban las ventanas sus risas y su charla sentados en el banco que pusieron hace seis o siete años en la otra orilla del río, justo enfrente de nuestra casa. Eso significa que posiblemente seguiremos teniendo "semana cultural" en agosto, porque una nueva generación de chavales seguirá recorriendo los pueblos de alrededor pidiendo dinero -para contratar a un par de grupos musicales- a cambio de publicidad en el programa festivo para el carnicero, los bares, el panadero, las cajas de ahorro convertidas en bancos, un par de gimnasios de la ciudad más cercana que son propiedad de sendos vecinos de la localidad y una tienda de productos para mascotas en la misma condición. Y ellos mismos organizarán, además de las verbenas y las discomovidas, el cine en la plaza, la yincana y el concurso de dibujo para los peques, los concursos de disfraces de pequeños y mayores, las competiciones de ping-pong, frontenis, futbito y ajedrez, la pancetada en las escuelas y los campeonatos de brisca, tute, mus, parchís y futbolín. Y, lo mejor de todo, la guerra de agua en el río después de quitar la pecina del fondo y cegar casi los ojos del puente con dos tablones para convertirlo por unos días en piscina fluvial.


Y esta vez serán los hijos de los que lo hicieron hace treinta años, pero, con permiso de Heráclito, son los mismos chavales que fueron sus padres, tíos y abuelos, aunque hoy suene en sus altavoces reguetón o trap latino, y antes fueran "La flaca", "Calle Melancolía", "Corazón partío", "Macarena" o "Cuéntame al oído" en los walkman, y antes fueran Los Beatles, Serrat, Freddie Mercury o Elton John en los radiocasetes, y antes fueran Sara Montiel, Antonio Molina, Luis Mariano o Gloria Lasso en los discos dedicados de la radio. Y el mismo río, aunque corra el agua de las lluvias de este año -gracias, Dios, y ayúdanos a usarla bien y respetarla- en lugar de las de antaño.

Los mismos árboles

Y a esa emoción de ayer al descubrir que sigue la vida -que al silencio de junio, siempre interpretado como precursor de la soledad definitiva que tomaría posesión de estas calles y de este río, continúa sobreponiéndose el bullicio de mediados de julio y la multitud fiestera de agosto- se ha unido esta mañana, al arreglar el retrovisor de la bici (el mismo retrovisor), el reconocimiento de la misma imagen que publiqué en este mismo blog hace 11 años. Y he saludado con emoción a los mismos árboles de entonces.

agosto 2025

agosto 2014

Y, al llegar a casa y terminar la lectura de Piranesi, veo su soledad sonora en el laberinto de La Casa como un trasunto de mi soledad tempranera pedaleando por los páramos de Castilla acompañada solo por los trinos de los pájaros, aunque no sean gaviotas argénteas como las de la Sala Ochenta y Ocho al oeste. Como él, en mis periplos solo me encuentro con El Otro (un señor de unos 85 años que camina cada mañana desde su pueblo hasta la Raya con el mío). Y, cuando nos encontremos por última vez a finales de agosto, aunque nunca nos hayamos parado para hablar, ese día, como hacemos todos los años, nos despediremos y nos desearemos un buen otoño e invierno. Y, aunque no lo digamos, esperaremos cruzarnos el verano que viene por estos mismos arcenes.


Algunas cosas no son las mismas, como esta puerta de huerto en la que he reparado esta misma mañana, ya septiembre y con los bártulos en el coche de regreso.

P.D. El polisíndeton, un poco sobreactuado, de esta entrada -el normal y el disfrazado de anáfora con puntos y aparte- va dedicado a la pléyade de correctores de editoriales que se empeñan en no poner ni una coma antes de la conjunción copulativa "y" por mucho que lo pida el sentido del texto al cambiar los términos de una enumeración compleja, al iniciar un inciso enfático -que no es un miembro más de una enumeración- y otros numerosos casos que ya detallaba la RAE hace mucho tiempo, por más que intente ignorarlo algún académico descubridor de falsos mediterráneos y capitán de los correctores "malcomadores" que producen hipo en la lectura y espantan a los lectores.

domingo, 13 de mayo de 2012

Esperando a que escampe


Son las cuatro de la tarde del viernes y todavía no he comido. Llevo tres cuartos de hora paseando por los soportales del edificio donde trabajo y leyendo la novela que estos días llevaba en la mochila (Absolute friends, de John Le Carré), mientras espero que escampe para poder volver a casa sin calarme hasta los huesos. Pero he llegado al límite de la espera –esto no tiene pinta de aclarar, ni de amainar siquiera-, así que me merco otra forma de transporte, cuelgo el casco en el manillar de la bici y la dejo aparcada a buen recaudo, no sé si hasta mañana –que me toca trabajar- o hasta el lunes; todo depende de esta lluvia tan necesaria pero que tan triste me pone.

Así comienza un largo fin de semana de mirar por la ventana de vez en cuando para ver si dejan de rebotar las gotas de agua en los charcos o si adelgaza la capa de nubes negras que nos oculta la luz. Pero no: el agua sigue llorando por los cristales y el ambiente gris oscuro me deja sin ánimo para coger un impermeable y un autobús, así que leo el libro y zurzo unos calcetines a la luz de la lámpara, mientras me pierdo la pelea de sumo y la competición de velocistas de los robots que han construido los chavales de Robolid –algo parecido a aquellos chalados con sus locos cacharros, pero en miniatura- que se celebraba en la Escuela de Ingenieros Industriales y en la que han arrasado los de Campodrón (Girona).

Prueba de rastreadores en Robolid 2012. Foto: Carlos Barrena, UVa.

Isabel Coixet y Giambattista Piranesi

Abducida por esa lejanía ensimismada de los días de lluvia -¿o será por el final devastador que Le Carré depara a sus protagonistas?-, absorbo la realidad que nos cuentan los periódicos con un filtro especializado en noticias sombrías o melancólicas. Y así me quedo enganchada de la exposición de Giambattista Piranesi que se ha inaugurado estos días en Madrid y que se exhibirá en Caixa Forum hasta primeros de septiembre: columnas inmensas que se alargan hasta robar a nuestra vista el cielo, si lo hubiere, y escaleras que nos conducen hacia un techo sin salida ni esperanza posible.

Huyo, pues, del periódico hacia la pantalla, pero también allí me espera la melancolía, agazapada en una de las películas más bonitas de los últimos años, "La vida secreta de las palabras", de Isabel Coixet, con el agua jarreando desconsoladamente sobre la plataforma petrolífera en la que un puñado de personajes conjugan sus soledades.

La mano de la justicia, la Fundación Delibes y las flores del desierto

Comienza por fin la semana en que llegó mayo, y vuelvo con la bici a la calle. Entre chuzos, soles y aguarradillas, me escapo hasta el centro cívico José Luis Mosquera para pasar un buen rato en la exposición de proyectos sobre el Campus de la Justicia -me encanta leer los palabros poéticos con los que los arquitectos reflejan sus sueños de cambiar el mundo mediante la ordenación de los espacios-, paseando entre la mano tendida de la justicia del proyecto ganador, los pilares de la justicia, un juego de mallas y esquinas para articular la ciudad con el parque de las Contiendas o las doce tablas de la ley.




Como la exposición dura hasta mañana, los que no hayan visto el proyecto ganador deberán darse prisa porque eso es todo lo que van a ver del Campus –el proyecto- hasta dentro de mucho tiempo, salvo que Ruiz Medrano haga milagros intercediendo ante un Gobierno que –no sé si será también por algún filtro en la mirada de los medios de comunicación- parece estar más amuermado que yo la semana pasada, zurciendo los rotos del déficit mientras espera a que escampe la crisis, pero sin atreverse a emprender ningún proyecto dinamizador por miedo a que le pille algún chaparrón en descampado.

Y es que las personas capaces de llevar adelante iniciativas sólidas en tiempos complicados se parecen, también por su escasez, a las plantas del desierto que se podían ver hasta hoy mismo en la muestra Bosques del Mundo en la plaza del Milenio, que saben sobrevivir y florecer con una tenacidad impresionante.

Casa Revilla, sede de la
Fundación Miguel Delibes
Entre ellas, ocupa el primer puesto en mi cabeza la Fundación Miguel Delibes, que en momentos difícil para muchas otras fundaciones (en estos dos últimos años han sido noticia frecuente la desaparición de algunas emblemáticas como la de Alberti, el cierre del museo Chillida-Leku, los conflictos en las de Oteiza o de Ángel González) han tenido el ánimo no solo de ponerse en marcha, sino también de emprender un vuelo amplio de la mano del Instituto Cervantes de Nueva York, donde han sido bien recibidas sus propuestas. Tres hurras por los hijos de Delibes.

Y, por favor, que el Presidente de la Junta (a quien se lo han pedido), o quien sea, consiga los 2.200 euros que pide La Quimera de Plástico para poder asistir al Festival del Monólogo Latinoamericano de Cienfuegos (Cuba) para el que han sido seleccionados como único representante español. Sería la gota de agua que necesita esta otra planta del desierto vallisoletano.

Las encajeras de bolillos y el misterio de los bancos

Pero claro, para atender a cualquiera de los proyectos de los individuos, familias o empresas que llenan nuestra ciudad –y país y mundo- sería necesario que los bancos destinasen algo –un poco, hombre, que ya está bien- de los miles de millones que se están empleando en cubrir sus inmensísimos agujeros negros en conceder créditos. Sensatos, medidos, controlados, pero créditos, ¡por sus huesos!

Porque de verdad debe de ser muy difícil para cualquier gobierno poner orden en la casa bancaria, en la que se alojan los verdaderos detentadores (nadie les ha elegido ni les controla) del poder. Nadie ha dicho que gobernar con justicia sea fácil, y menos en democracia, pero el resultado de un trabajo difícil siempre es algo grande y satisfactorio. Como un encaje de bolillos. Como los que podrán verse en Simancas el próximo 16 de junio.