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1933. Mi madre con una amiga |
Decidido: el día 8 de marzo será para mí, de hoy en
adelante, el día de Milagritos Gil. Así se llamaba una amiga de mi madre
-tal vez su mejor amiga, porque siempre me hablaba de ella-, a la que nunca conocí. Quizás sea una de las que salen
en estas imágenes de 1933 y 1953 que estuve escaneando ayer, entre otras muchas
fotos históricas de la familia, para compartirlas con todos los hermanos en
esos trozos de nube que se alquilan.
Ya sé que no es una idea muy original, que lo mismo hizo
Viggo Mortensen con Noam Chomsky en Captain
Fantastic. Pero, como solía decir otra amiga, "más vale una buena
copia que un mal invento", y esta copia es la que necesito para celebrar
bien mi día de la mujer.
Será el día de Milagritos Gil precisamente por eso, porque
no la conocí: no sé cómo pensaba, cómo le gustaba vestirse, a qué partido
político hubiera votado en estos tiempos, si era rica, pobre o de la más
abundante clase media. Pero sé que era mujer, como yo, es decir, persona; y que
por ese motivo tenía derecho a ser tratada en igualdad de condiciones a todos
los demás seres humanos, hombres o mujeres; a que se le dieran las mismas
oportunidades de educación, trabajo, cultura y ocio; a que se respetase su
trabajo, su ciencia y su arte, no por estar hecho por una mujer, ni a pesar de
estar hecho por una mujer, sino sencillamente por su valía, juzgado a ciegas. Y
nada mejor para juzgar a ciegas que no conocer a quien se juzga.
Razones personales
Será el día de Milagritos Gil por otra razón mucho más
personal -a fin de cuentas, las razones personales son las que más nos
estimulan a pelear por algo-. En mi casa (cinco hijos y dos hijas tenían mis
padres), por ser la hija mayor, aunque tuviera tres hermanos por delante de mí,
los fines de semana y en vacaciones me tocaba fregar los cacharros después de
comer; los demás días no, porque tenía que salir chutando al colegio. También
me tocaba limpiar los zapatos de la familia los sábados por la mañana, aunque
en esa labor se me unía solidariamente mi hermano Javi, para comentar en ese
rato las películas que habíamos visto en las sesiones continuas del cine Rex o
en las salas de cine de la Caja de Ahorros en la plaza de Prim y en la
Alhóndiga. Otras labores eran compartidas igualitariamente entre los dos sexos,
como el lijar, con un estropajo de alambre arrastrado bajo el zapato, la tarima
del suelo cada cierto tiempo para luego darle cera. Hasta que se inventó la
maravilla del acuchillado y barnizado, o quizás hasta que nosotros tuvimos
acceso económico a ello, quién sabe.
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1953. Mi madre con una amiga |
Y esos eran todos mis agravios en contra del machismo que
había en mi casa. Quizás porque nunca se planteó otro machismo mucho peor, que
muchos años después supe que se planteaba en la casa de muchas amigas (curioso,
casi nunca de Burgos, esa ciudad de costumbres tan antiguas, y sí muchas veces
de otras cercanas más modernas, grandes e industriosas): las distinciones por
sexo para ir o no a la universidad. Y, en caso de ir, a la hora de elegir la
carrera. O, lo que era peor todavía, la presión a algunas no mucho mayores que
yo para quedarse en casa a cuidar de sus padres en el futuro. No solo sin
estudiar, sino también sin formar su propia familia ni vivir su propia vida.
Curioso y triste. En mi casa la discriminación era otra: estudiaba el que
conseguía beca, porque dinero era claro que no había, y universidad en Burgos
tampoco por entonces.
Y ahí es donde entraban en escena las Milagritos Gil,
Carmina, Tere, Mili, Manolita... y toda aquella legión de nombres que entonces
no me interesaban lo más mínimo -qué pesadez, las amigas de mi madre, ¡puaj!-.
Cada una de ellas, mujeres que habían empezado a trabajar como oficinistas en
bancos, cajas de ahorros, funcionarias en ministerios, seguridades sociales y
otras historias así. Como mi madre. Unas, como ella, habían dejado el trabajo
al casarse. Otras no se habían casado. E incluso alguna, como mi tía Charo,
heroínas que habían seguido en el tajo compaginándolo con la familia. Claro,
solían ser las que “solo” habían tenido tres o cuatro hijos.
Estas mujeres, auténtico comando de inteligencia y
espionaje, sabían más que Lepe sobre todas las becas y ayudas al estudio que
existían en la última década del franquismo: becas del PIO (Patronato de
Igualdad de Oportunidades), universidades laborales, becas-salario, becas de
algunos bancos y empresas para los hijos de empleados; y cada una de ellas con
sus correspondientes papeleos, plazos, requisitos y recursos. Y, aunque no
hubiese Whatsapp ni Facebook ni Twitter ni Instagram, hacían llegar la información a
todos los rincones en tiempo récord.
Así que también por eso le dedico este día a Milagritos Gil,
porque gracias ella, o a alguna otra de esa pandilla a las que entonces no tuve
ningún interés en conocer, pude estudiar, eligiendo lo que me dio la gana. Y tuve la oportunidad de darme cuenta de que esa -la educación- era
la primera puerta de la libertad y de la igualdad. Y nunca se lo había
agradecido.
La belleza de los universos armoniosos
Y, por último, será el día de Milagritos Gil porque así me
fue revelado un día no muy lejano con toda claridad: no porque me hablase Dios desde
una zarza en llamas, sino de una forma mucho más sencilla. Acababa de escuchar un debate de un parlamento autonómico en el que dos mujeres de distinto signo político discutían sobre un
plan de igualdad. Y una de ellas zanjaba: no voy a entrar en cada apartado de
este plan, ya que todo él tiene una profunda carencia, desconoce el enfoque
integral de las principales autoras del feminismo -y aquí desgranaba
rápidamente las aportaciones de las distintas escuelas y fases del movimiento
feminista- y necesitaría dotarse en todos los organismos púbicos
de especialistas de género formadas en dichas teorías. Ellas -y no los jueces,
ni el propio parlamento- serían las que juzgasen si ese plan, conforme a la
doctrina y cosmovisión feminista, se estaba aplicando adecuadamente en todas y
cada una de las empresas. La que no superase el control no recibiría
subvenciones ni ayudas públicas.
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La suma de voces variopintas, bien armonizadas, es de una gran belleza... |
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... y más todavía si se armonizan juntas voces de mujeres y de hombres |
Y, como las cosmovisiones bien explicadas -la parlamentaria
era brillante expresándose- tienen la belleza ínsita de los universos
armoniosos, me convenció. Pero se me quedó un runrún y un no sé qué, como el vuelo de una mosca, justo entre la parte posterior de la oreja y la patilla de la gafa Y
mientras pedaleaba hacia casa, sin saber cómo ni por qué, me vino a la memoria
un latinajo que hacía más de cuarenta años que no había leído ni oído Fue
surgiendo poco a poco, como la letra de las canciones olvidadas, que reaparecen
en nuestra cabeza sin buscarlas: Quicumque
vult salvus esse, ante omnia opus est ut teneat catholicam fidem. Quam
nisi quisque integram inviolatamque servaverit, absque dubio in aeternum
peribit. "Todo aquel que quiera salvarse -decía el Símbolo
Atanasiano, que así se llamaba aquella declaración de principios- ante todo
deberá tener la fe católica. Porque, a no ser que la acate íntegra e inviolada,
sin duda perecerá para siempre". Y seguía, largo, enunciando cuáles eran
esas verdades de la fe.
Inquisición o colaboración
Claro, ese era el runrún: el problema a la hora de gestionar
las cosmovisiones, tan hermosas. Porque, cuando uno se pone a intentar hacer
realidad esas verdades luminosas en un mundo de gente libre e imperfecta, con
inteligencia dispar y dispares opiniones, surgen cantidad de conflictos: el
principal, la propia incapacidad para llevar cabalmente a la práctica esos
principios que tan fácil es exigir a los otros y tan difícil cumplirlos; y
después el de convencer a los demás.
Ante esas dificultades, caben
fundamentalmente dos opciones: declararse en portavoz único de la verdad y
establecer un completo sistema de jueces y comisarios para hacerla cumplir
(Inquisición, creo que se llamaba antiguamente); o bien hacerse amiga de todas
las milagritos gil que andan por el mundo (según el INE, en España hay 43.566
mujeres y 28 hombres que se llaman Milagros), y empeñarse, codo con codo, en conseguir
todas aquellas mejoras paulatinas en las que podamos ponernos de acuerdo para
acercarnos a la igualdad y la justicia. Sin exigir a nadie, para sentarse a
negociar o juntarse en una manifestación, profesión de fe y limpieza de sangre.