lunes, 11 de enero de 2021

El termómetro loco, el reloj majareta y los españolitos, enormes, bajitos

Reloj majareta silenciado
De repente, un día, al volver a casa después del trabajo, ya no hacía calor -a pesar de ser la hora en que normalmente calienta más el sol-, sino que soplaba un viento fresco que me despejaba y me llenaba de una alegría inesperada; quizás se debiera a la sensación de libertad, más palpable físicamente por la ausencia de mascarilla tras seis horas de llevarla ininterrumpidamente. Otro día empezaron a caerse las hojas de los árboles, y pocas semanas después ya no tenía que agacharme al girar en el carril bici de la autovía del puente colgante, flanqueado en su inicio por tres árboles frondosos que me peinaban el flequillo cada mañana. Ahora, cuando me acuerdo, levanto una mano -siempre que no la tenga tan congelada como esta mañana- para acariciar de pasada sus ramas calvas.

Árboles caducos y perennes, farolas altas y bajas -alguna con la puerta de las conexiones entreabierta, como incitando a la investigación o al sabotaje-, baldosas rotas que salpican, raíces que levantan el pavimento del carril, estatuas de gente ilustre o hitos de la ruta Delibes... entre tantos compañeros de camino, llevo bastantes días lamentando el silencio de dos de ellos, condenados al ostracismo, a los que había cogido especial cariño por sus limitaciones. Yo los llamaba el termómetro loco y el reloj majareta, aunque en su origen ambos eran a la vez reloj y termómetro cuerdos y bien cuerdos. Ahora solo son dos pantallas mudas y ciegas, fracaso en fase de oxidación, quizás a la espera del derribo. Echo de menos sus mensajes de led; es verdad que al final eran erráticos y estrambóticos, pero no importaba, de uno tomaba la hora, del otro la temperatura, y hacíamos un buen equipo de amigos imperfectos. Ahora, sin ellos, mi imperfección se siente un poco sola y más conspicua.

Siempre a 127 grados centígrados. O a 12,7, quién sabe

El reloj termómetro de la avenida de Salamanca, junto a la fachada de un almacén de productos de riego y de saneamiento, era mi referencia a mitad de camino -casi justo-, regalándome la hora y la temperatura por una cara y por la otra: a la ida siempre me fijaba en la hora para saber si llegaba a tiempo al trabajo; y a la vuelta hacia casa, ya sin prisa, me fijaba más en el termómetro. De repente, un día ya no era reversible, habían sacrificado una de sus caras a la publicidad de la tienda-almacén (por si acaso alguien no veía el cartel inmenso de la empresa en la propia base del mástil del reloj), y a la ida ya no podía mirar la hora de frente, sino volviendo la cara varias veces hasta que coincidiera con la marca horaria, que se alternaba con la de la temperatura. Pero lo hacía con gusto porque ese reloj era ya mi amigo.


Con sol o con nubes, invierno o verano, mañana o tarde,
le gusta marcar su temperatura favorita.

Poco tiempo después, también a la vuelta se puso difícil su contemplación: de buenas a primeras, un día marcaba 127 grados a mediados de diciembre. Me costó un rato darme cuenta de que quizás ahora marcaba con décimas (antes nunca lo había hecho: solo grados enteros, en una o dos cifras, positivas o precedidas por el signo menos) y quizás, me dije, sí estuviera haciendo una temperatura de 12,7 grados centígrados. Y seguí diciéndome eso mismo, como una mentira piadosa, porque en realidad pude comprobar día tras día que la famosa temperatura 127, o 12,7, era lo que marcaba siempre que no sabía qué marcar. Por ejemplo, un buen día 22 de enero, a las 14:32, marcaba 49 (vale, 4,9), 15 segundos después marca 51 (de acuerdo, 5,1), pero 23 segundos después salta la cifra mágica: 127 (que me da igual si eran 12,7). Y otro tanto sucede unos meses después, el 4 de mayo de 2015, un día muy caluroso, en el que los termómetros de Valladolid llegaron hasta los 32º. ¿Y qué marcó mi amigo a las 15:59? Pues 45º (¿o serían 4,5 y peor me lo pones?)... hasta que medio minuto después se le fundieron los plomos y marcó 127. O 12,7.

Hace cuatro meses, su pantalla enmudeció. Parece que para siempre.

Ya no marca erróneamente. Porque está mudo.

Siempre a remolque de su tiempo. Exactamente 33 horas y 53 minutos

La historia de mi otro amigo es mucho más breve y vinculada a mi vida personal y familiar: lo pusieron hace pocos años cerca de mi casa, y desde allí su reloj vigilaba si llegaba a tiempo a los ensayos del coro en el centro cívico, a qué hora sacaba la basura, los envases, papeles y vidrio a los contenedores y con qué frecuencia horaria sacábamos a pasear al perro; y, lo mejor, cada noche de verano nos acompañaba en el paseo informándonos de si la temperatura nos dejaría conciliar el sueño y de lo que habíamos tardado en hacer cada media vuelta al circuito de nuestra marcha nocturna. Entre latido horario y térmico, intercalaba un recordatorio de la fecha en que nos encontrábamos.

Un buen día se paró y, tras más de una semana de baja, cuando lo volvieron a poner en marcha se había extraviado el buen juicio de su reloj y calendario. A base de observarlo, pronto nos dimos cuenta de que su desvarío no era oscilante, sino una desviación exacta: se había quedado anclado en un retraso de 33 horas y 53 minutos, de tal manera que resultaba entretenido calcular en qué hora nos encontrábamos sumando un día y 10 horas a lo que marcaba y restando 7 minutos.

Hace tres meses, su pantalla enmudeció. Parece que para siempre.

Corta vida del Club del Cocodrilo...

Faltaba un rato para ponernos a preparar la última cena de 2020, y el último titular que vi antes de apagar el portátil me pareció el mejor regalo de fin de año: siete diputados de todo el arco ideológico del Parlamento se ponían de acuerdo para propugnar un 2021 sin crispación. Cinco de ellos habían grabado un vídeo en el que explicaban como, a pesar de los frecuentes enfrentamientos tan broncos ante las cámaras, en muchas Comisiones del Congreso se toman acuerdos por unanimidad y se llevan a la práctica numerosas decisiones por consenso.

Es verdad que la buena nueva duró menos de lo que se tarda en tragar las doce uvas de la suerte, pero esa noche disfruté escuchando a Nacho Cano y Maryan Frutos "los españolitos, enormes, bajitos, hacemos por una vez algo a la vez", y soñé que podríamos ser capaces de mirarnos los unos a los otros como quien mira al termómetro loco y al reloj majareta: calculando con cariño la magnitud de la desviación de sus opiniones (según las nuestras, claro) para ver cómo podemos llegar a un acuerdo intermedio; quitando hierro a las salidas estrambóticas cuando alguien pierde el oremus y marca 127 grados en pleno invierno; adoptando la postura necesaria para que nos escuche el que solo es capaz de mirar en un ángulo determinado. Sin empeñarse en enmudecer ni reducir al ostracismo al que no piense como nosotros.

Portada de la web de Art Aspace 2020

... larga vida de Art Aspace

Pero tampoco esta vez iba a poder ser -pensé al despertar-. Así que, para consolarme, me dediqué un rato a visitar la exposición de Art Aspace, que en su decimosexta edición ha tenido que optar por el formato virtual debido a la pandemia. Y ahí sí, muchos españolitos, enormes, bajitos, artistas fenomenales, llevan dieciséis años haciendo algo a la vez: donando sus obras (este año, noventa y nueve; lleva un rato contemplarlas y emocionarse) para sostenimiento de este centro vallisoletano de atención integral a la parálisis cerebral. Entren y compren. Bueno, entren, que lo de comprar vendrá por sí solo.