lunes, 25 de marzo de 2024

Siete cartulinas, siete votos, siete palabras

 Así, creciente, era el viento esa mañana, cuando salía con la bici y un buen anorak con capucha por si empezaban a escupir las nubes enloquecidas que bailaban por el cielo.

Pero no llovió, y el viento llenó por un rato todo mi pensamiento. O lo vació. O lo limpió. Hasta tal punto que llegué a concebir la esperanza de que hubiera solucionado la colonización que la política había hecho de mi cerebro desde aquel día nefasto en el que empezó el baile de las mentiras.

Debo autofelicitarme

Pero, oh, vana ilusión, fue llegar de vuelta a casa y recibir otro baño de estupefacción: alguien se autofelicitaba y declaraba convertido en referente mundial y motivo de dicha para la humanidad ese texto, titulado ley -porque obligará a cumplirlo a los que sigan siendo súbditos y a los jueces malos; los redactores, los jueces buenos y los que apoyen a Amado Líder estarán exentos, como se ha hecho costumbre-, que establece que las demás leyes eran chungas, los jueces eran prevaricadores, el Estado que hasta julio creíamos y declarábamos democrático era opresor, y la mitad de los ciudadanos éramos idiotas odiadores; y, por esa razón, a partir de ahora los seráficos separatistas podrán volver a retomar su proceso de declaración unilateral de independencia sin molestas intromisiones ni opiniones en contra que solo pretenden desestabilizar. Para que te empapes (So there!, lo traduce el diccionario Collins: I was invested president and you weren't, so there!).

Y así ando, empapada de perplejidad y desánimo, pedaleando porque algo hay que hacer en la vida; dando clases a chavales inmigrantes para ayudarles a encajar mejor en un sistema educativo distinto del de sus países, porque, del algo que hay que hacer en la vida, ser útil es de lo más importante; cantando en mi coro de siempre porque la música es el lenguaje más universal de la concordia, y, del algo que hay que hacer en la vida, quererse unos a otros es lo más importante. Pero de todas estas cosas es como si hubiera desaparecido la luz que las iluminaba y las hacía alegres y estimulantes; como si se hubiera expandido la sombra de Mordor por la tierra media anegándola de mentira.

Siete cartulinas para una torre

Aunque, de vez en cuando, alguna luz surge donde menos se la espera. Me ocurrió ayer, viendo fotos de hace años, con un grupo de compañeros de trabajo en un curso de habilidades directivas y técnicas de negociación, en el que me vi metida por el flagrante delito de haber permanecido muchos años en un empleo, empleando en ello, y valga la redundancia, todos mis talentos y experiencia -bastante causa ha tenido vuestra justicia y rigor-.

Pues érase que uno de los juegos interactivos para adiestrarnos en la habilidad de dirigir equipos era competir en pequeños grupos para edificar la torre más alta posible, que no se cayera, con siete cartulinas -y solo con eso- que nos habían proporcionado a cada equipo. El tiempo era escaso y puntuaba mucho la rapidez. Hubo todo tipo de intentos ingeniosos -la que más me gustó era como un castillo de naipes gigantes Algo así:

Pero la rapidez contaba tanto, tanto, tanto... que la torre ganadora fue esta:

Torre ganadora. Altura aproximada de 1,4 milímetros.

Recuerdo nítidamente mi reacción de aquel momento, cual anticipada del movimiento de los Indignados, protestando en nombre de la "verdad" -¿o de la realidad?-. "¡Válgame el cielo! -o algo equivalente pero más barriobajero, bramaba yo, indignadísima de encontrarme participando en esa pamemada en lugar de estar dedicando el fin de semana a la crianza de mis hijos pequeños-, ¿¡qué tiene que ver esta tomadura de pelo con una torre!?". Y me contestaron, con toda razón, que había que saber valorar el baremo exacto de los puntos que se adjudicaban a cada cualidad de la torre -en esta, la puntuación de la rapidez era tan desmesurada que cualquier otra característica no contaba en absoluto-, para así tomar la decisión adecuada y eficaz.

En el curso de habilidades directivas y técnicas de negociación.

Siete votos para una ley

Y así, contemplando la similitud, casi identidad, de esas fotos con otras recientes de un equipo más famoso que el de mis compañeros -autodefinido ¡equipazo! por uno de sus participantes-, tomadas en un encuentro bucólico cerca de la Escuela de Traductores de Alfonso X el Sabio, es como he llegado a comprender la autofelicitación de ese pionero de la pacificación, inclusión e integración nacional. Esa reunión de nuestro Gobierno habría sido como un curso de habilidades directivas y técnicas de negociación -nivel avanzado, of course- donde todos ellos interiorizaron a la perfección que la única característica que contaba para hacer la mejor proposición de ley que los siglos puedan contemplar era conservar los siete apoyos de Waterloo necesarios para que Amado Líder siga siendo la reserva espiritual de Occidente contra el fascismo. Así que sería un error de directiva novata, esencialista del lenguaje conceptual, juzgarla por su parecido con lo que hasta el 23J entendíamos por ley.

Siete palabras para una vida

El sábado por la mañana volvía a hacer mucho viento, y yo pedaleaba contra él hacia la calle Cadenas de San Gregorio, donde íbamos a ensayar junto a la Coral Vallisoletana, que está celebrando su Centenario y que nos ha invitado a participar con ellos en el Concierto de las Siete Palabras de Medina de Rioseco.

Un Dodge Dart de 1971 no se ve todos los días en mi barrio.

A la vuelta del ensayo, el impulso del viento a favor, que me llevaba casi en volandas, se unía a la euforia de haber cantado una pieza musical tanemocionante como esa de Théodore Dubois, con unos solistas y un pianista maravillosos que agrandaban la emoción de la música. Parecía que la vida volvía a recobrar su color: brillaba la felicidad en las familias ciclistas que me cruzaba por el carril; en mi barrio me encontraba con un coche antiguo rutilante que ponía el sabor de la historia en la prosaica calzada de todos los días; yo me iba de vacaciones para el sur... Sin embargo, no lograba olvidarme del contraste que creábamos toda la masa coral, más de sesenta voces haciendo el papel de la muchedumbre enardecida por los fariseos -los influencers y creadores de relatos de entonces-, pidiendo la condena y muerte de un hombre -el tenor y el barítono se turnaban el papel de Jesús- cuyo único delito había sido personificar la realidad de la verdad, el amor y el perdón.