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lunes, 8 de marzo de 2021

Milagritos Gil y el Símbolo Atanasiano: dos visiones del Día de la Mujer

1933. Mi madre con una amiga
Decidido: el día 8 de marzo será para mí, de hoy en adelante, el día de Milagritos Gil. Así se llamaba una amiga de mi madre -tal vez su mejor amiga, porque siempre me hablaba de ella-, a la que nunca conocí. Quizás sea una de las que salen en estas imágenes de 1933 y 1953 que estuve escaneando ayer, entre otras muchas fotos históricas de la familia, para compartirlas con todos los hermanos en esos trozos de nube que se alquilan.

Ya sé que no es una idea muy original, que lo mismo hizo Viggo Mortensen con Noam Chomsky en Captain Fantastic. Pero, como solía decir otra amiga, "más vale una buena copia que un mal invento", y esta copia es la que necesito para celebrar bien mi día de la mujer.

Será el día de Milagritos Gil precisamente por eso, porque no la conocí: no sé cómo pensaba, cómo le gustaba vestirse, a qué partido político hubiera votado en estos tiempos, si era rica, pobre o de la más abundante clase media. Pero sé que era mujer, como yo, es decir, persona; y que por ese motivo tenía derecho a ser tratada en igualdad de condiciones a todos los demás seres humanos, hombres o mujeres; a que se le dieran las mismas oportunidades de educación, trabajo, cultura y ocio; a que se respetase su trabajo, su ciencia y su arte, no por estar hecho por una mujer, ni a pesar de estar hecho por una mujer, sino sencillamente por su valía, juzgado a ciegas. Y nada mejor para juzgar a ciegas que no conocer a quien se juzga.

Razones personales

Será el día de Milagritos Gil por otra razón mucho más personal -a fin de cuentas, las razones personales son las que más nos estimulan a pelear por algo-. En mi casa (cinco hijos y dos hijas tenían mis padres), por ser la hija mayor, aunque tuviera tres hermanos por delante de mí, los fines de semana y en vacaciones me tocaba fregar los cacharros después de comer; los demás días no, porque tenía que salir chutando al colegio. También me tocaba limpiar los zapatos de la familia los sábados por la mañana, aunque en esa labor se me unía solidariamente mi hermano Javi, para comentar en ese rato las películas que habíamos visto en las sesiones continuas del cine Rex o en las salas de cine de la Caja de Ahorros en la plaza de Prim y en la Alhóndiga. Otras labores eran compartidas igualitariamente entre los dos sexos, como el lijar, con un estropajo de alambre arrastrado bajo el zapato, la tarima del suelo cada cierto tiempo para luego darle cera. Hasta que se inventó la maravilla del acuchillado y barnizado, o quizás hasta que nosotros tuvimos acceso económico a ello, quién sabe.

1953. Mi madre con una amiga

Y esos eran todos mis agravios en contra del machismo que había en mi casa. Quizás porque nunca se planteó otro machismo mucho peor, que muchos años después supe que se planteaba en la casa de muchas amigas (curioso, casi nunca de Burgos, esa ciudad de costumbres tan antiguas, y sí muchas veces de otras cercanas más modernas, grandes e industriosas): las distinciones por sexo para ir o no a la universidad. Y, en caso de ir, a la hora de elegir la carrera. O, lo que era peor todavía, la presión a algunas no mucho mayores que yo para quedarse en casa a cuidar de sus padres en el futuro. No solo sin estudiar, sino también sin formar su propia familia ni vivir su propia vida. Curioso y triste. En mi casa la discriminación era otra: estudiaba el que conseguía beca, porque dinero era claro que no había, y universidad en Burgos tampoco por entonces.

Y ahí es donde entraban en escena las Milagritos Gil, Carmina, Tere, Mili, Manolita... y toda aquella legión de nombres que entonces no me interesaban lo más mínimo -qué pesadez, las amigas de mi madre, ¡puaj!-. Cada una de ellas, mujeres que habían empezado a trabajar como oficinistas en bancos, cajas de ahorros, funcionarias en ministerios, seguridades sociales y otras historias así. Como mi madre. Unas, como ella, habían dejado el trabajo al casarse. Otras no se habían casado. E incluso alguna, como mi tía Charo, heroínas que habían seguido en el tajo compaginándolo con la familia. Claro, solían ser las que “solo” habían tenido tres o cuatro hijos.

Estas mujeres, auténtico comando de inteligencia y espionaje, sabían más que Lepe sobre todas las becas y ayudas al estudio que existían en la última década del franquismo: becas del PIO (Patronato de Igualdad de Oportunidades), universidades laborales, becas-salario, becas de algunos bancos y empresas para los hijos de empleados; y cada una de ellas con sus correspondientes papeleos, plazos, requisitos y recursos. Y, aunque no hubiese Whatsapp ni Facebook ni Twitter ni Instagram, hacían llegar la información a todos los rincones en tiempo récord.

Así que también por eso le dedico este día a Milagritos Gil, porque gracias ella, o a alguna otra de esa pandilla a las que entonces no tuve ningún interés en conocer, pude estudiar, eligiendo lo que me dio la gana. Y tuve la oportunidad de darme cuenta de que esa -la educación- era la primera puerta de la libertad y de la igualdad. Y nunca se lo había agradecido.

La belleza de los universos armoniosos

Y, por último, será el día de Milagritos Gil porque así me fue revelado un día no muy lejano con toda claridad: no porque me hablase Dios desde una zarza en llamas, sino de una forma mucho más sencilla. Acababa de escuchar un debate de un parlamento autonómico en el que dos mujeres de distinto signo político discutían sobre un plan de igualdad. Y una de ellas zanjaba: no voy a entrar en cada apartado de este plan, ya que todo él tiene una profunda carencia, desconoce el enfoque integral de las principales autoras del feminismo -y aquí desgranaba rápidamente las aportaciones de las distintas escuelas y fases del movimiento feminista- y necesitaría dotarse en todos los organismos púbicos de especialistas de género formadas en dichas teorías. Ellas -y no los jueces, ni el propio parlamento- serían las que juzgasen si ese plan, conforme a la doctrina y cosmovisión feminista, se estaba aplicando adecuadamente en todas y cada una de las empresas. La que no superase el control no recibiría subvenciones ni ayudas públicas.

La suma de voces variopintas, bien armonizadas, es de una gran belleza...

... y más todavía si se armonizan juntas voces de mujeres y de hombres

Y, como las cosmovisiones bien explicadas -la parlamentaria era brillante expresándose- tienen la belleza ínsita de los universos armoniosos, me convenció. Pero se me quedó un runrún y un no sé qué, como el vuelo de una mosca, justo entre la parte posterior de la oreja y la patilla de la gafa Y mientras pedaleaba hacia casa, sin saber cómo ni por qué, me vino a la memoria un latinajo que hacía más de cuarenta años que no había leído ni oído Fue surgiendo poco a poco, como la letra de las canciones olvidadas, que reaparecen en nuestra cabeza sin buscarlas: Quicumque vult salvus esse, ante omnia opus est ut teneat catholicam fidem. Quam nisi quisque integram inviolatamque servaverit, absque dubio in aeternum peribit. "Todo aquel que quiera salvarse -decía el Símbolo Atanasiano, que así se llamaba aquella declaración de principios- ante todo deberá tener la fe católica. Porque, a no ser que la acate íntegra e inviolada, sin duda perecerá para siempre". Y seguía, largo, enunciando cuáles eran esas verdades de la fe.

Inquisición o colaboración

Claro, ese era el runrún: el problema a la hora de gestionar las cosmovisiones, tan hermosas. Porque, cuando uno se pone a intentar hacer realidad esas verdades luminosas en un mundo de gente libre e imperfecta, con inteligencia dispar y dispares opiniones, surgen cantidad de conflictos: el principal, la propia incapacidad para llevar cabalmente a la práctica esos principios que tan fácil es exigir a los otros y tan difícil cumplirlos; y después el de convencer a los demás.


Ante esas dificultades, caben fundamentalmente dos opciones: declararse en portavoz único de la verdad y establecer un completo sistema de jueces y comisarios para hacerla cumplir (Inquisición, creo que se llamaba antiguamente); o bien hacerse amiga de todas las milagritos gil que andan por el mundo (según el INE, en España hay 43.566 mujeres y 28 hombres que se llaman Milagros), y empeñarse, codo con codo, en conseguir todas aquellas mejoras paulatinas en las que podamos ponernos de acuerdo para acercarnos a la igualdad y la justicia. Sin exigir a nadie, para sentarse a negociar o juntarse en una manifestación, profesión de fe y limpieza de sangre.

lunes, 11 de enero de 2021

El termómetro loco, el reloj majareta y los españolitos, enormes, bajitos

Reloj majareta silenciado
De repente, un día, al volver a casa después del trabajo, ya no hacía calor -a pesar de ser la hora en que normalmente calienta más el sol-, sino que soplaba un viento fresco que me despejaba y me llenaba de una alegría inesperada; quizás se debiera a la sensación de libertad, más palpable físicamente por la ausencia de mascarilla tras seis horas de llevarla ininterrumpidamente. Otro día empezaron a caerse las hojas de los árboles, y pocas semanas después ya no tenía que agacharme al girar en el carril bici de la autovía del puente colgante, flanqueado en su inicio por tres árboles frondosos que me peinaban el flequillo cada mañana. Ahora, cuando me acuerdo, levanto una mano -siempre que no la tenga tan congelada como esta mañana- para acariciar de pasada sus ramas calvas.

Árboles caducos y perennes, farolas altas y bajas -alguna con la puerta de las conexiones entreabierta, como incitando a la investigación o al sabotaje-, baldosas rotas que salpican, raíces que levantan el pavimento del carril, estatuas de gente ilustre o hitos de la ruta Delibes... entre tantos compañeros de camino, llevo bastantes días lamentando el silencio de dos de ellos, condenados al ostracismo, a los que había cogido especial cariño por sus limitaciones. Yo los llamaba el termómetro loco y el reloj majareta, aunque en su origen ambos eran a la vez reloj y termómetro cuerdos y bien cuerdos. Ahora solo son dos pantallas mudas y ciegas, fracaso en fase de oxidación, quizás a la espera del derribo. Echo de menos sus mensajes de led; es verdad que al final eran erráticos y estrambóticos, pero no importaba, de uno tomaba la hora, del otro la temperatura, y hacíamos un buen equipo de amigos imperfectos. Ahora, sin ellos, mi imperfección se siente un poco sola y más conspicua.

Siempre a 127 grados centígrados. O a 12,7, quién sabe

El reloj termómetro de la avenida de Salamanca, junto a la fachada de un almacén de productos de riego y de saneamiento, era mi referencia a mitad de camino -casi justo-, regalándome la hora y la temperatura por una cara y por la otra: a la ida siempre me fijaba en la hora para saber si llegaba a tiempo al trabajo; y a la vuelta hacia casa, ya sin prisa, me fijaba más en el termómetro. De repente, un día ya no era reversible, habían sacrificado una de sus caras a la publicidad de la tienda-almacén (por si acaso alguien no veía el cartel inmenso de la empresa en la propia base del mástil del reloj), y a la ida ya no podía mirar la hora de frente, sino volviendo la cara varias veces hasta que coincidiera con la marca horaria, que se alternaba con la de la temperatura. Pero lo hacía con gusto porque ese reloj era ya mi amigo.


Con sol o con nubes, invierno o verano, mañana o tarde,
le gusta marcar su temperatura favorita.

Poco tiempo después, también a la vuelta se puso difícil su contemplación: de buenas a primeras, un día marcaba 127 grados a mediados de diciembre. Me costó un rato darme cuenta de que quizás ahora marcaba con décimas (antes nunca lo había hecho: solo grados enteros, en una o dos cifras, positivas o precedidas por el signo menos) y quizás, me dije, sí estuviera haciendo una temperatura de 12,7 grados centígrados. Y seguí diciéndome eso mismo, como una mentira piadosa, porque en realidad pude comprobar día tras día que la famosa temperatura 127, o 12,7, era lo que marcaba siempre que no sabía qué marcar. Por ejemplo, un buen día 22 de enero, a las 14:32, marcaba 49 (vale, 4,9), 15 segundos después marca 51 (de acuerdo, 5,1), pero 23 segundos después salta la cifra mágica: 127 (que me da igual si eran 12,7). Y otro tanto sucede unos meses después, el 4 de mayo de 2015, un día muy caluroso, en el que los termómetros de Valladolid llegaron hasta los 32º. ¿Y qué marcó mi amigo a las 15:59? Pues 45º (¿o serían 4,5 y peor me lo pones?)... hasta que medio minuto después se le fundieron los plomos y marcó 127. O 12,7.

Hace cuatro meses, su pantalla enmudeció. Parece que para siempre.

Ya no marca erróneamente. Porque está mudo.

Siempre a remolque de su tiempo. Exactamente 33 horas y 53 minutos

La historia de mi otro amigo es mucho más breve y vinculada a mi vida personal y familiar: lo pusieron hace pocos años cerca de mi casa, y desde allí su reloj vigilaba si llegaba a tiempo a los ensayos del coro en el centro cívico, a qué hora sacaba la basura, los envases, papeles y vidrio a los contenedores y con qué frecuencia horaria sacábamos a pasear al perro; y, lo mejor, cada noche de verano nos acompañaba en el paseo informándonos de si la temperatura nos dejaría conciliar el sueño y de lo que habíamos tardado en hacer cada media vuelta al circuito de nuestra marcha nocturna. Entre latido horario y térmico, intercalaba un recordatorio de la fecha en que nos encontrábamos.

Un buen día se paró y, tras más de una semana de baja, cuando lo volvieron a poner en marcha se había extraviado el buen juicio de su reloj y calendario. A base de observarlo, pronto nos dimos cuenta de que su desvarío no era oscilante, sino una desviación exacta: se había quedado anclado en un retraso de 33 horas y 53 minutos, de tal manera que resultaba entretenido calcular en qué hora nos encontrábamos sumando un día y 10 horas a lo que marcaba y restando 7 minutos.

Hace tres meses, su pantalla enmudeció. Parece que para siempre.

Corta vida del Club del Cocodrilo...

Faltaba un rato para ponernos a preparar la última cena de 2020, y el último titular que vi antes de apagar el portátil me pareció el mejor regalo de fin de año: siete diputados de todo el arco ideológico del Parlamento se ponían de acuerdo para propugnar un 2021 sin crispación. Cinco de ellos habían grabado un vídeo en el que explicaban como, a pesar de los frecuentes enfrentamientos tan broncos ante las cámaras, en muchas Comisiones del Congreso se toman acuerdos por unanimidad y se llevan a la práctica numerosas decisiones por consenso.

Es verdad que la buena nueva duró menos de lo que se tarda en tragar las doce uvas de la suerte, pero esa noche disfruté escuchando a Nacho Cano y Maryan Frutos "los españolitos, enormes, bajitos, hacemos por una vez algo a la vez", y soñé que podríamos ser capaces de mirarnos los unos a los otros como quien mira al termómetro loco y al reloj majareta: calculando con cariño la magnitud de la desviación de sus opiniones (según las nuestras, claro) para ver cómo podemos llegar a un acuerdo intermedio; quitando hierro a las salidas estrambóticas cuando alguien pierde el oremus y marca 127 grados en pleno invierno; adoptando la postura necesaria para que nos escuche el que solo es capaz de mirar en un ángulo determinado. Sin empeñarse en enmudecer ni reducir al ostracismo al que no piense como nosotros.

Portada de la web de Art Aspace 2020

... larga vida de Art Aspace

Pero tampoco esta vez iba a poder ser -pensé al despertar-. Así que, para consolarme, me dediqué un rato a visitar la exposición de Art Aspace, que en su decimosexta edición ha tenido que optar por el formato virtual debido a la pandemia. Y ahí sí, muchos españolitos, enormes, bajitos, artistas fenomenales, llevan dieciséis años haciendo algo a la vez: donando sus obras (este año, noventa y nueve; lleva un rato contemplarlas y emocionarse) para sostenimiento de este centro vallisoletano de atención integral a la parálisis cerebral. Entren y compren. Bueno, entren, que lo de comprar vendrá por sí solo.