viernes, 24 de agosto de 2012

Luces de agosto


En el servicio de Urgencias del Clínico nos atiende un médico joven y amable, con cabeza pelada y acento cubano, que nos informa de las pruebas que deben hacer a la paciente para confirmar el diagnóstico inicial. Durante la larga espera, llegan a nuestros oídos retazos de conversaciones desde un mostrador cercano, en el que un doctor quizá vietnamita, bajito y con gafas, aguanta con paciencia oriental las bromas de algunos compañeros, mientras otras voces de facultativos y enfermeros –jóvenes, mayoritariamente femeninas y representativas de todos los acentos del continente sudamericano- cruzan partes de trabajo, peticiones de material y recados personales o comentan los sucedidos de la semana que acaba de terminar. Una pareja –la única con habla prístina de Valladolid hasta en el laísmo- termina el turno y salen juntos, despidiéndose con una cita para la noche.

Anatomía de Grey, gitanos en la sala de espera y final de baloncesto

Diríase que nos encontramos en una versión española de Anatomía de Grey, que se diferencia de la original en dos detalles notables: aquí no hay ningún norteamericano, y la sala de espera está abarrotada de familias gitanas. Pero todos desaparecen como por ensalmo a las cuatro de la tarde, y se hace un profundo silencio, roto solo por las exclamaciones procedentes del cuarto de médicos y enfermeros cada vez que Pau Gasol logra driblar a los yanquis, Navarro encesta un triple o Rudy Fernández falla un pase al compañero en este partido final de las olimpiadas. Y yo recojo mi melena en una trenza, por si mi piel cetrina logra pasar por calé, ya que me siento como el Toro de Osborne, obligada a conservar la tradición de los servicios de urgencias en este domingo de deserción generalizada.


Calle Mirabel: ingenieros y fantasmas en el seminario

De vuelta a casa, mientras pedaleo por la calle Mirabel entre el antiguo seminario menor y el abandonado Instituto de Santa Teresa, el calor de la tarde bordea todos los objetos con un halo de luz licuada, que ahora tiembla sobre las verjas de ambos edificios y me traslada en el tiempo hasta el año 1985, en el que el Seminario Menor servía de sede provisional a la Escuela de Ingenieros Industriales. Allí pasábamos las noches de aquel verano -traduciendo libros, tecleando borradores o completando listas de bibliografía para echar una mano a los autores- un grupo de amigos y parientes de los tres pioneros (Laurentino Miguel, Juan Carlos Fraile y Arturo Alonso) que iban a presentar en octubre los primeros proyectos de fin de carrera en el flamante salón de actos de la nueva Escuela, ya en el Campus del Esgueva. Si en algún momento de la noche necesitábamos salir del aula al servicio, siempre alguien nos recordaba que no debíamos asustarnos si encontrábamos a un hombre deambulando por los pasillos, porque se rumoreaba que allí vivía, a su aire, algo averiado, un familiar de algún cátedro pucelano; a decir verdad, nunca pude comprobar si era cierto o leyenda urbana, pero daba su toque de misterio a esos empachos de trabajo nocturno sobre autómatas programables y otras zarandajas.


Cine, guerra y Casa de Alepo

El súbito color verde del semáforo sobre mi ojo derecho me rescata del túnel del tiempo, pero no disipa la magia de esa luz transfiguradora que es la protagonista de todos los agostos, tiñendo las diferentes horas con el color sereno de nuestro descanso y un toque de nostalgia de lo que podría ser.

Antes, por mi trabajo, pensaba que el protagonista de agosto era el Curso de Cine de la UVa, al que le deseo que se cumplan los deseos de Javier Castán, y el curso supere definitivamente el corte de cordón umbilical que fue la jubilación de Francisco Javier de la Plaza y celebre triunfalmente en 2013 sus bodas de oro. Aunque tampoco hay tanta diferencia entre ambos protagonismos, porque, oyendo a Santos Zunzunegui en ese mismo curso, pienso que la luz de agosto se parece a la que impresiona la placa esas veinticuatro veces por segundo, recreando y ayudando a entender historias y vidas tan raras como las reales.

Salón de Casa de Alepo. Museo de Pérgamo. Berlín

Porque es difícil hacerse a la idea de que pueden ser ciertas –y no fruto de la imaginación cinematográfica más truculenta- las imágenes que digerimos cada día sobre el horror y la muerte en Siria, en medio de una luz polvorienta que nos confunde, porque es la misma luz que por las tardes convierte a las pandillas de chavales que vuelven en bici de las piscinas a sus pueblos en triunfantes jinetes del apocalipsis por obra y gracia del polvo de las cosechadoras velando el contraluz del atardecer. Y en medio de esa confusión de realidades hermosas y terribles bajo la misma luz, una voz en la memoria me recuerda que Alepo –el nombre propio de la tristeza y la vergüenza en este verano- es la misma ciudad que personifica la paz y la belleza en el Museo de Pérgamo en Berlín, con esa sala revestida de madera policromada realizada en el más puro arte islámico para un comerciante cristiano.

Fuego en la tarde, lluvia en la noche y estelas de madrugada

Imagen de las Perseidas en Wikipedia
Han pasado las olimpiadas, han llegado y se han ido las fiestas de todos los pueblos en la mitad de agosto, y, mientras me encamino solitaria al lugar donde me esperan para las vacaciones, asalta la radio de mi coche el nombre de la desesperanza hecha noticia: Samia Yusuf Omar, la corredora somalí que encontró la muerte (allá por abril, y nos enteramos ahora) en la patera que debería haber sido su carruaje de cenicienta con deportivas de cristal. Poco a poco, la bola de fuego naranja que baja en el horizonte va prendiendo las nubes hasta que todo el cielo es una orgía de rojos, dorados y violetas. Y justo entonces suena la canción "Cuidándote", de Bebe, que me hace preguntarme, sobrecogida, cómo la tristeza puede transformarse en algo tan bello.

Y nuevamente creo encontrar la respuesta en esa luz de agosto que también transfigura las noches con lluvias de estrellas, convierte las carreteras en alfombras mágicas los días de luna llena, y en las noches oscuras de luna nueva es el cielo lo que alfombra con la Vía Láctea, mientras el pueblo del que salimos se convierte en el decorado de la película de nuestra vida, que transcurre allí lejos, como sin inmutarnos. Ya llegará en septiembre el momento de preguntarnos cómo será la plaza España de Valladolid sin la iglesia de los Capuchinos y si el aeropuerto de Villanubla ha conseguido recuperar viajeros y superar la crisis que ahora mismo amenaza a parte de la plantilla.


Esta mañana el calendario nos avisa de que la magia se acaba (es la última noche para contemplar las Perseidas), así que el sol frío de la mañana deja las estelas de los aviones suspendidas en el aire, ensanchándose en el horizonte y ofreciendo a la luna creciente, ya de retirada y casi transparente, unas bambalinas por las que hacer mutis del cielo.