martes, 31 de mayo de 2016

Subirse a la nube...

Salto y poblado de Saucelle
Prefirió no pensar que quizás se encontraba absolutamente sola en todo el poblado en medio de la noche. A lo mejor quedaba alguien en la casita de recepción, se dijo, a pesar de haber oído marcharse al único coche que se veía en el aparcamiento. "Todo bien. El viaje corto y el paisaje una maravilla", escribió por whatsapp a su marido antes de abrir el libro donde lo había dejado la noche anterior y seguir leyendo la roja cosecha de sangre y fatalismo de Dashiell Hammett mientras las estrellas y la luna iluminaban este puñado de casas en el que antaño vivieron los obreros de la presa de Saucelle y, un kilómetro aguas abajo, la bucólica posada rural en la que ahora dormían sus amigos. Hubiera hecho falta una habitación más, así que ella, como organizadora de la excursión, se había prestado a desplazarse al poblado  fingiendo una despreocupación y una soltura que estaba muy lejos de sentir.
Casa rural junto a la desembocadura
del río Huebra en el Duero

Caseta de cabrero en una majada de Aldeadávila
de la Ribera

Pozo de los Humos en Masueco.
Foto: Mercedes Arranz

Barca en el Duero, en Freixo de Espada à Cinta

Así comenzó un viaje de tres días al paraíso de Las (Los) Arribes del Duero en el que sus pulmones se llenaron de aire limpio, sus ojos de cascadas, presas, montañas, nubes, águilas, buitres y cigüeñas negras, y su cabeza de historias sobre la construcción de los saltos del Duero, sobre las personas que vivieron y murieron en ese empeño, sobre los cabreros que habitaban en los riscos y de noche pasaban cargamentos de contrabando con Portugal para ganarse la vida; y, entre grandiosidad de miradores y paz silenciosa de paseos en barca, todavía quedó tiempo para acercarse a la Feria del Queso de Hinojosa y encontrarse allí, en un stand como una isla extraña entre puestos de queso y miel y templetes para bailes regionales, cuatro ejemplares clonados de su mismísima bici: era un mudo reproche de la gemela que esperaba abandonada en el garaje de su casa mientras ella andaba de pingo por cumbres y collados.

A la vuelta de ese puente del uno de mayo, Valladolid fue tomada por las nubes, que decidieron quedarse a vivir todo el mes en este valle, celebrando cada mañana una manifestación y cada tarde una fiesta. Hoy mismo, a ella y a su bici les acompañaba una pandilla variada y jaleosa; la jefa del clan, una nube gorda y morena, se tiró un pedo sonoro, y las de alrededor se meaban de la risa (ya ves, no eran los ángeles los que se hacían pis cuando llovía) en una lluvia juguetona que paró enseguida para dejar paso al cambio de viento y a las formas locas del resto de las nubes, que se pusieron a jugar al escondite, al "tú la llevas", y que se despelujaron imitando a cantantes de rock con tupés desmesurados. Ella se dejó llevar por ese aire de fiesta irreal, del que eran cómplices hasta los documentales de TVE2, que la recibieron, ya duchada y almorzada, con unas justas guerreras entre dragones de Komodo cubiertos por su cota de malla.


Pero no era solo ella, sino toda la ciudad, la que festejaba las aguas de mayo como presagio de una buena cosecha: se lanzaron los pucelanos a caminar bajo los nubarrones recaudando fondos para Asprona, a correr en la media maratón universitaria o a empaparse en la Carrera de la Ciencia; y no pudo faltar la formulación económica e informática del protagonismo núbeo, a cargo de José María Zamora, director de Microsoft Ibérica, quien aseguró a los estudiantes de Económicas que las pymes debían subirse a la nube si querían crecer.

Y era cierto, se dijo. Pensándolo bien, en la nube encontró ella la posada rural, el poblado de Saucelle, los land rover que les llevaron por los innumerables miradores y observatorios de aves, los pasajes para el crucero fluvial y hasta los restaurantes en los que comieron, distinguiéndolos de otros mil parecidos por las opiniones de viajeros anteriores también colgadas en la nube. Mira por donde, a pesar de los innumerables reproches de Sor Raquel hace cuarenta y tantos años, resulta que no era tan malo estar en las nubes, siempre que no fuera en una llamada Inopia.

... escapar a la luna...


Uno de los pocos días en que las nubes dieron tregua -y el pronóstico meteorológico prometía otros dos o tres días de secano- hizo de tripas corazón, se colocó la mascarilla que tanto la agobiaba al respirar, y ayudó a su pareja a fumigar el manzano, el peral, el ciruelo y el cerezo. Nunca se había sentido agricultora ni hortelana  -no se encontraba cómoda manipulando a la naturaleza para que le diera de comer-, sino más bien paseante pijo-romántica, de las que imaginaban que dejando los árboles a su libre albedrío se formarían jardines salvajes y misteriosos. El trajinar para la supervivencia era cosa de parias hiperactivos o de explotadores egoístas; lo suyo -y lo de todo idealista que se preciara- era la contemplación filosófica y la crítica de la razón pura, con permiso de Immanuel Kant.

En cierta forma, se encontró retratada pocos días después en el proyecto que unos estudiantes y su profesora habían diseñado para participar en el concurso Odysseus con un asentamiento lunar, a modo de comuna utópica, en el que no faltaba detalle para una convivencia teóricamente más humana. Y se acordó de una canción que también les enseñaba Sor Raquel -¿o sería Sor Anunciación?- en parvulitos y en primaria, en la que se glosaba la aventura de los niños del colegio de Santa Juana, que se proponían construir un barquito de vela "para vivir en el centro del mar, porque ya no se puede vivir en la tierra" -decían, angelitos, sin saber que esa pretendida canción protesta de los niños cristianos frente a un mundo errático en realidad era una versión de La bella Lola cantada por la marina mexicana en momentos de farra-.

... o producir un poco de luz


Se cumplió el pronóstico meteorológico para los días siguientes. El jueves 19 de mayo, pedaleando hacia casa a la hora de comer, se dio cuenta de que habían desaparecido casi todas las nubes. Quedaban unas poquitas, dispersas por el cielo como los turistas misántropos se dispersan por la playa en temporada baja, o como las marujas de horario descolocado -como ella misma- deambulan por pasillos desiertos de supermercado a las tres y media de la tarde. Inspiró hasta el fondo el aire sosegado, metió las compras en la mochila, y, mientras colocaba en la bici el faro delantero y el piloto trasero que había quitado al aparcarla, se dio cuenta de que quizás sí había estado sola en el poblado de Saucelle aquella primera noche de Las Arribes; eso -las luces- fue lo que hubo de distinto en las dos noches siguientes, los faroles de las otras casas señalando el hálito de la compañía cercana.

Quizás esa fuera la alternativa a las distintas formas de escapismo: empeñarse en producir un poco de luz. Ya fuera poco a poco, como ella con los pedales transmitiendo la energía a la dinamo de los faros -como Jiménez Lozano, que todos los años se reúne con los alumnos del instituto que lleva su nombre para abrirles horizontes a la sabiduría; como los chicos de Asalvo, recaudando fondos mediante conciertos para dar de cenar cada semana a los que se acercan al arco de ladrillo al calor de su compañía; o como el IOBA, poniendo la luz de su investigación certera donde la irresponsabilidad de un medicamento mal realizado ha ido produciendo ceguera-; o a lo bestia, como esas obras faraónicas de las presas y los saltos de las Arribes, a los que parece que quieren emular quienes proponen cambiar las estructuras de toda la sociedad para que la riqueza se reparta mejor -aunque, por lo visto y oído, no sé si tienen tan claro el proyecto y los planos de todo el tinglado como las obras de ingeniería de las centrales hidroeléctricas-. 

Órgano barroco. Iglesia de Fermoselle

Cristo yacente. Iglesia de Fermoselle
 
No se sabe si por esos pensamientos lumínicos en los que se debatía su pedaleo o por el sol de las primeras horas de la tarde, pero el caso es que se puso apocalíptica -literalmente- y le vinieron a la memoria las palabras que llamaron su atención el primer día de mayo, mientras contemplaba el órgano barroco y otras obras de arte de la iglesia de Fermoselle, y el cura leía con voz potente un pasaje del Apocalipsis en el que se decía que la ciudad brillaba cual piedra preciosa y jaspe traslúcido -como esas fotografías de la NASA en las que se ve el país entero con sus ciudades iluminadas-, pero que no necesitaba lámparas que la alumbrasen porque su luz era la justicia; o el amor; o Dios. O algo así.

Fotografía: NASA's Earth Observatory