lunes, 26 de diciembre de 2016

Meciendo la cuna de las palabras mientras muero

A veces, la vida en otoño parece transcurrir en blanco y negro -en escala de grises, para ser más exacta-, y especialmente este año, que solo me asomo a la vida con miradas de reojo a través de la ventana mientras tecleo en el portátil, o peor, me entero de ella por la pantalla, como de algo que sucede en un mundo ajeno que recuerdo vagamente, y al que pienso volver, sí, cuando acabe estas tareas que quizá me duren más que la vida misma. Gris como los radios de las ruedas de mi bici, como su cuadro y sus llantas, sus pedales y los guardabarros. Los detalles blancos y rojos que la adornaban han quedado ocultos no solo por la capa de polvo que dejo crecer sin lavarla, sino sobre todo por la tristeza que la cubre desde que casi ni la miro al arrancarla ni al aparcarla, con prisas para llegar al trabajo y con prisas para llegar a casa y seguir tecleando.




“Allí estaré”, me engañé cuando leí la noticia sobre la segunda exposición de la serie Facies sapientiae (Rostros de la sabiduría); si me hubiera acercado de cuatro pedaladas, habría podido comparar el rostro de quien triunfaba llegando a ser alcalde o rector con el del que sucumbía mientras intentaba curar a los enfermos de la epidemia de cólera que azotó Valladolid en 1885. Pero luego me consolé observando otras caras de la sabiduría -pensé que más sabias, porque me recordaban más a la de NicanorRemolar, el que luchó contra el cólera-, las de los chavales que el 20 de octubre intentaron explicar sus respectivas tesis doctorales en tres minutos en el Paranifo de la Universidad.

Sabiduría sencilla y simpleza grandilocuente

Gonzalo Gutiérrez (arriba) y Gema Ruiz. Fotos: C Barrena
No es que ese día diese las cuatro pedaladas necesarias, sino que lo contemplé en el vídeo que colgó la universidad: vi a Gonzalo Gutiérrez Tobal ganar el concurso asustando al público –“al menos veinte de ustedes tienen apnea del sueño y no lo saben”- para tranquilizarles después explicando cómo ha logrado un método para simplificar el diagnóstico de la apnea, lo que permitirá abaratarlo, eliminar las listas de espera para esas pruebas y que así se puede aplicar a tiempo un sencillo tratamiento que evite casos de muerte súbita o de infarto cerebral. También vi a Gema Ruiz (segundo premio) comparar el shock séptico con la ruptura de la pared de un embalse -la pared es nuestro sistema inmune, siempre conteniendo la avalancha de las bacterias- y contar cómo han llegado a establecer un hemograma que permite predecir qué pacientes sobrevivirán fácilmente al shock -los que tengan 7.226 neutrófilos o más por milímetro cúbico de sangre- y quiénes lo tendrán muy difícil y necesitarán por tanto una ayuda urgente y extraordinaria para poder superarlo. Vi a Judith Martín proponer para nuestros edificios unos aislantes realizados con polímeros nanocelulares, lo que nos permitirá ahorrar 700 euros al año en combustible por cada vivienda y -lo más importante- disminuir en 1.500 kilos al año el CO2 con el que cada familia dañamos la atmósfera por culpa de las calefacciones. Ella se llevó el premio del público junto con Sara Galindo, que había encontrado la manera de utilizar células del tejido adiposo (las de una liposucción, para entendernos) para curar la córnea, que es nuestra ventana al mundo, y así devolver la luz y librar del dolor intenso y continuo a las personas con la córnea dañada.

Judith Martín y Sara Galindo, premios del público. Fotos Carlos Barrena (UVa)

Así se podría seguir hasta los quince finalistas, porque casi todos ellos -dos fueron un poco más flojos- lograron la genialidad de explicar hallazgos complejos de forma sencilla pero sin perder la esencia y la chispa de lo averiguado. Hicieron gala de la sencillez que adorna a la sabiduría adquirida con largos años de trabajo, escudriñando entre los logros de los anteriores, ideando nuevos caminos para superar sus limitaciones, corrigiendo errores mínimos que llevaban a resultados fallidos. Justo lo contrario de lo que se encuentra ahora en cada esquina de la comunicación política: simplezas maniqueas proclamadas como profundas verdades universales que nos liberarán de la injusticia y de la escasez sin mover un dedo, salvo el de señalar a los malos.

Perseguir la vida en Marte mientras me pierdo la que tengo a la vuelta de la esquina

Un poco de la sabiduría aplicada de estos thesis facientes le habría venido bien al Ayuntamiento de Valladolid para encontrar una solución -que los vecinos llevan esperando 500 días- al incomprensible aislamiento de Pilarica respecto al resto de la ciudad; y a los vecinos de Viana de Cega, Mojados, Cogeces y Megeces, que buscan la forma de salvar al río Cega, al que en verano solo le queda el nombre, y que en invierno, si viene lluvioso, se desmanda en torrente y arrasa con lo que pille por delante.

Exomars 2016 aproximándose a Marte (foto ESA/ATG medialab)

Pero, sobre todo, un poco de esa sabiduría me hubiera hecho falta a mí, que me pierdo la superluna -casi al alcance de mi ventana- mientras maqueto revistas, edito partituras, y en algún rato libre me asomo con fruición a las ventanas de livestreaming de la Agencia Espacial Europea para seguir la misión Exomars 2016 (el Trace Gas Orbiter fue puesto en órbita de Marte satisfactoriamente, pero la sonda Schiaparelli no pudo aterrizar en la superficie del planeta rojo), preparatoria de la Exomars 2020 en cuya sonda exploradora (la que deberá aterrizar con éxito dentro de tres años y medio para excavar en la superficie de Marte buscando rastros de vida) irá un espectrómetro diseñado por nuestro Fernando Rull de la Universidad de Valladolid.

Pero me justifico pensando que no es solamente que manipule con las manos para no pensar mientras transcurre la felicidad y la muerte allende la ventana, sino que, cuando maqueto, mis manos son la cuna que mece las palabras para que signifiquen más, para que casen con las imágenes, cautiven a nuestros ojos y encuentren el camino del corazón. Y al editar partituras es como si tuviese el poder de dirigir la distribución de la voz, de su timbre y su tono, la ordenación de intensidades y cadencias, la perfecta alternancia rítmica entre sonido y silencio que produce la emoción de la música.

Every day I go outside and look at the vast horizons. Just because I can.

Es bueno que el primer encuentro con el espanto de la muerte ocurra cuando se es mayor y el alma tiene suficiente callo para que no hiera tanto. Aun así, a la perplejidad por lo inesperado se suma la evidencia de lo absurdo, y me falta el aire para respirar. Llevo dos horas intentando comprender que esta persona querida con la que paseábamos hace diez días por su ciudad esté a punto de morirse por un tumor cerebral oculto desde Dios sabe cuándo. Contemplo espantada la respiración jadeante con la que su cuerpo fuerte de labrador infatigable (su mente ha quedado repentinamente perdida en un túnel sin señalización) lucha contra lo inexorable. Cuando parece que se aquieta un poco, nos damos cuenta, sin creerlo, de que en realidad se está enlenteciendo hasta desaparecer, llevándose el color de su cara y su vida.

En medio de una pesadilla sin imágenes en la que mi cerebro lleva varios días dándose contra el muro, me pongo una película para evadirme, y resulta ser The Martian  la que consigue arrancarme las lágrimas necesarias para volver a la vida. Parece como si el astronauta Mark Watney (Matt Damon) me estuviera hablando cuando les escribe a sus padres: “Every day I go outside and look at the vast horizons. Just because I can” (“Salgo fuera todos los días y contemplo el inmenso horizonte. Precisamente porque puedo”).



Es verdad que, salvo la línea de los tejados de Parquesol desde la biblioteca de La Flecha, me encuentro pocos horizontes inmensos que contemplar cada día. Pero, al menos, los árboles que enmarca mi ventana han recuperado sus colores emocionantes -¿cómo pude verlos en blanco y negro?-; y ayer mismo, ya invierno comenzado, salí con el telescopio y todo el familión a mirar las estrellas de la Noche Buena, aunque por el camino el dolor volviera a llamarme desde una parcela de manzanos en intensivo que parecían crucificados contra las vallas de alambre.