domingo, 30 de diciembre de 2012

Equilibrios, identidades y cremalleras


Feliz Año 2013
Sin aviso previo, en la oscuridad de la mañana teñida de niebla, en la primera curva de mi trayecto, la bici se deslizó graciosamente -con toda la inercia del pedaleo rápido en el plato grande y el piñón pequeño- y volcó hacia la derecha mientras mi cuerpo, enganchado en su inconsciente trayectoria hacia la izquierda, se desplomaba en escorzo y se arrastraba un pequeño trecho; y mi cerebro, que inútilmente recopilaba datos y se afanaba por llegar a una explicación en tiempo real de lo que estaba ocurriendo, reservaba una esquinita de su procesador para hacer recuento de los detalles del trompazo: "Golpe en la cadera -bah, no ha sido gran cosa-; ¡jobar, la cabeza! -creo que el golpe se ha quedado en el casco-; bueno, ya se ha parado todo y parece que estoy bien".

Me puse de pie y comencé a flexionar una rodilla, la otra, los dos brazos, giré suavemente el cuello, y todo respondía sin estridencias. "¿Se ha hecho daño?" -un empleado municipal con chaleco reflectante se acercó solícito-. "Esta mañana está habiendo muchas caídas por la niebla helada en el suelo. Precisamente vengo de echar sal por toda esa zona de ahí atrás". Y yo golpeé un poco el suelo, con curiosidad -la vista no distinguía ni trazas de brillo sospechoso en el pavimento del carril bici ni en la acera- y comprobé que, efectivamente, las suelas de mis zapatones de colegial resbalaban como patines recién engrasados a pesar de tener más dibujo que los neumáticos de un camión de gran tonelaje.

Historia en equilibrio de alambre

Transcurridos cinco días desde la trapajada, de la hazaña solo me ha quedado un moratón con forma de cráter lunar junto a la cadera derecha, un tironcillo muscular en el cuello que ya casi ni se hace sentir, y la manía menguante de alargar de vez en cuando un pie hasta el suelo para comprobar el agarre del pavimento. ¡Ah!, y una reflexión empecinada sobre la necesidad del equilibrio en la vida, que se me coloca como filtro de la cámara del pensamiento en toda ocasión y sin ella.




Por ejemplo, me acerco hasta la exposición que ha ocupado toda esta temporada el vestíbulo de las Cortes –la historia de Castilla y León en veinte escenas de plastilina-, y, mientras contemplo a Santa Teresa en éxtasis, al burgalés Martín Antolínez entregando el cofre de arena al judío Raquel, a los albañiles medievales construyendo el monasterio de Moreruela o a Miguel de Unamuno departiendo con sus colegas universitarios en un café de la plaza mayor de Salamanca, me encuentro pensando que quizás la plastilina sea uno de los mejores materiales para reflejar la historia; siempre –claro está- que se sujeten las piernillas de los personajes con un armazón de alambre. Así se logra un equilibrio entre la flexibilidad necesaria para saber que nunca llegamos a conocer la verdad completa -por muchas horas que los historiadores honrados inviertan en los archivos dejándose los ojos en los legajos- y el rigor imprescindible para impedir que los hechos se deformen sin límite a la medida de los prejuicios y sectarismos de moda en cada momento y lugar.

Viento, identidad y equilibrio inestable

Cuando, a la salida del trabajo, pedaleo hacia el Campo Grande para ver la nueva pajarera de paredes de cristal, todavía llevo en la memoria el muñeco de Julián Sánchez "El Charro" apresando al general gabacho Reynaud en Ciudad Rodrigo. Pero enseguida, mientras me abro paso entre las numerosas familias numerosas de pavos reales que pueblan el parque, otro pensamiento toma el relevo, y me doy cuenta de que casi todas las noticias que me han llamado la atención en estas semanas, como esta misma de la pajarera, tienen que ver con la identidad de Valladolid: los premios por "Ríos de Luz"; la policía montada de Pucelandia a punto de estrenarse en Pingüinos; la posibilidad de que el "leyenda del Pisuerga" vuelva a navegar de manos de un empresario francés; el rescate y transformación de las viviendas de realojo de San Pedro en chalets adosados de protección oficial; la pastorada por pleno paseo Zorrilla marcando la olvidada senda de la Cañada Real; el éxito del leñador en el belén que la familia Trebolle instala cada año en San Lorenzo; Javier Angulo, que renueva dos años  más como director de la Seminci; o Amancio Prada que viene a cantar su relación con Valladolid.


Pero en realidad no he cambiado de monotema, ya que tras el tema de la identidad sigo teniendo de obsesiva música de fondo la cuestión del equilibrio. Y así, a la vez que peleo contra el viento que esta tarde zarandea la bici sin piedad y me hace subirme a la acera por miedo a acabar bajo las ruedas de algún coche, pienso que la identidad es como este viento, uno de los retos más grandes para conservar un equilibrio inestable: entre un paralizante apego al pasado y la insensatez del cambio por el cambio; entre la afirmación de lo propio y la solidaridad con todos los demás, al fin y al cabo, seres humanos tan idénticos a nosotros y tan variados como los de nuestro pueblo.

Cremalleras y fariseos

Victoriosa contra el viento llego a la paz del hogar -uno de cuyos placeres es abrir el correo y recibir cartas como las antiguas-, solo turbada por el correo no deseado, que antes nos ofrecía agrandar el tamaño de nuestro pene y que ahora pide nuestro apoyo para múltiples iniciativas de lapidar a los corruptos, vagos, avariciosos e insolidarios políticos. Y de repente lo veo todo claro: cuando no sabemos guardar el equilibrio de la identidad, recurrimos al espejo invertido: nosotros –todos, cada uno- somos los buenos porque tenemos a alguien a quien señalar con el dedo como los malos de la historia: los otros.

Y así, mientras rasgamos nuestras vestiduras con gesto airado –por cierto, tengo para mí que la cremallera no la inventó Elias Howe, ni Whitcomb L. Judson, ni Gideon Sundback, sino los fariseos, que no daban abasto para comprarse túnicas nuevas después de rasgarlas-, entonamos aquella conocida tonadilla: "gracias te doy, Señor, porque no soy como los demás: injustos, adúlteros, etc. Yo pago los diezmos de la menta, del comino y del eneldo".

Hablando de eneldo, ¿para qué salsa me dijeron anteayer que era bueno? Tengo que preguntárselo a mi amiga Marifé, que cocina de vicio, pienso mientras escucho en youtube a Mercedes Sosa cantando La maza, que certifica mi fijación con el equilibrio, al descubrir en esta canción de lucha apasionada un par de versos en los que nunca antes había reparado: " Si no creyera en la balanza, / en la razón del equilibrio, / si no creyera en el delirio, / si no creyera en la esperanza..."

miércoles, 21 de noviembre de 2012

... entre pena y pena sonriendo (y II)

Esta tarde, al volver del trabajo pedaleando sin esfuerzo gracias al viento nordeste que me empujaba derechita a casa, dos personas ocupaban mi pensamiento.

En el tramo de la avenida de Salamanca que bordea Arturo Eyríes, pensaba en Agustín García Simón, en cuánto me gustaría tener su conocimiento de las plantas y la maestría con que describe la naturaleza en varios relatos de Cuando leas esta carta, yo habré muerto. Así hubiera sabido qué arbusto, matorral o hierba exhalaba el perfume que durante un rato ha impregnado el aire de alegría, haciéndome olvidar el humo de los tubos de escape que me atacaban por el flanco izquierdo.

También habría conocido los nombres de los árboles cuyas hojas alfombraban esta mañana el paso de mis ruedas: unas de color amarillo pálido, recién perdido el verdor de su apogeo; otras doradas; las más, en distintos tonos del cálido naranja virando hacia el marrón; y algunas, apenas empezando a caerse, rojas de vino, sangre o carmín. La mezcla de sus colores revivía en mi cabeza el sonido de los chelos que anoche me perdí escuchando -al buscar en internet las piezas con las que Georgina Sánchez y Francisco José Gil han ganado el Concurso Internacional Saverio Mercadante- y que hoy han llenado de color y de emoción mi pedaleo hacia la oficina del prosaico lunes.

Libros, náufragos y pequeñas islas de salvación

Pero no es el caso, así que, una vez más, mientras arranca mi ordenador y me dispongo a empezar una semana idéntica a las cuarenta y tantas anteriores, me hago el propósito -que llevo formulando cuarenta y tantas veces- de buscar las imágenes de esas plantas en Google y comparar sus nombres con el recuerdo y las fotos de las que me acompañan en los caminos de los veranos y en las escapadas fugaces de los otoños. Como la que hago en el rato del almuerzo, alargándome hasta las bibliotecas de la plaza de San Nicolás y la de Filosofía y Letras para devolver sendos libros y para seguir disfrutando del viento en la cara. 




Exposición "Naufragios" en el vestíbulo de Filosofía y Letras
En Filosofía y Letras me reciben mis ya casi amigos, los náufragos de Eduardo Cuadrado, que siguen paseando su soledad y abandono, ajenos al brillo del mármol donde ahora se asientan y ajenos al interés de un grupo de estudiantes que escuchan las explicaciones de la profesora de Historia del Arte sobre el simbolismo de sus cabezas sin rostro; pero consiguiendo con su sola presencia el objetivo del autor: provocar esa comunicación que pueda servir como pequeña isla de salvación para el naufragio de una sociedad que va a la deriva.

Vuelvo deprisa hacia el trabajo –ahora con el viento a favor-, pero, al pasar por la plaza de Poniente, paro un instante a contemplar la caseta de la librería Relieve y a guardar su imagen en mi memoria y en un par de fotografías, ya que pronto será otro recuerdo del pasado, cuando la piqueta eche abajo sus cuatro ladrillos, embellecidos hace apenas un año por el mural de Miguel Segura, para hacer sitio a la carpa que acogerá los puestos del mercado del Val. Y todos nos volvemos hacia Pepe Relieve, admirados de la constancia de su amor por los libros, otra de las tablas de salvación para el naufragio.

Librería Relieve en la Plaza de Poniente

El realismo de perseguir lo imposible

Sí, quizás sea este viento ligero y la luz del sol después de los días de lluvia. El caso es que en los cinco minutos de trayecto de vuelta hasta el duro banco de mi galera turquesa, flanqueado por otros tantos árboles y plantas de la Rosaleda y las Moreras cuyos nombres quizás nunca llegue a conocer –salvo los que ya el cartel de los paseos me regala-, las noticias de estas últimas semanas se me reinterpretan.

Malala Yusufzai.
Foto: Mainuddinhaque (Wikipedia)
Recuerdo una entrevista de la televisión francesa con Nabil Ayouch (Espiga de Oro en esta última Seminci por su película Los caballos de Dios), en la que manifiesta su sueño de contribuir a la reconciliación entre judíos y musulmanes. Y se me juntan en la memoria con las primeras declaraciones de Lorenzo Silva nada más recibir el premio Planeta, en las que expresa su deseo de que entre Madrid y Barcelona no haya más líneas de separación que la imaginaria del meridiano. O con las imágenes de Malala Yusufzai en el hospital de Birmingham rodeada de sus padres y hermanos y pidiendo los libros para preparar sus próximos exámenes en Swat. Y lo que en aquellos momentos me parecieron, respectivamente, buenas intenciones sin pies en la tierra, buenismo empresarial orquestado y enésimo episodio de una guerra ¿perdida?, hoy lo veo como la mejor mezcla de realismo y optimismo, la única capaz de dar pasos adelante apoyándose en la complejidad y riqueza del ser humano por encima de los estereotipos maniqueístas y simplones.

Incluso en la vecindad pucelana encuentra la memoria muestras recientes de este realismo tan raro que se escribe con el signo positivo. Como la reciente feria de emprendedores, con su respectivo concurso de proyectos a poner en marcha en la vida real. O el esfuerzo de sindicatos y empresa de Renault por llegar a un acuerdo para el que hoy mismo se conocía el merecido final feliz.

Sencillo placer

Esta tarde, al volver del trabajo pedaleando sin esfuerzo gracias al viento nordeste que me empujaba derechita a casa, dos personas ocupaban mi pensamiento.

Y la segunda era el encargado de la tienda donde compré y mantengo mi bici, que a menudo lleva una camiseta con la inscripción "Nada es comparable al sencillo placer de montar en bicicleta". Esta frase, que Google me localiza al momento como cita de John F. Kennedy, refleja perfectamente la expectativa de las pequeñas satisfacciones sin cuento que nos hace, cada mañana de invierno, embutirnos en cuantas prendas el frío haga menester, desde la punta del pie hasta el reborde superior de la oreja, y cargar con una mochila de ropa limpia y aperos variados, sabiendo que, al emprenderla sobre dos ruedas, cada jornada se tiñe un poco de juego y de aventura. De la sonrisa necesaria para circular entre la pena y pena de no tener seguro absoluto en nadie -empezando por el que nos mira desde el espejo-. Pero sí el suficiente.


lunes, 29 de octubre de 2012

Eludiendo por eso el mal presagio... (I)


Somos seis ciclistas haciendo fila en el carril bici ante el semáforo del puente Juan de Austria. Lo insólito de esta muchedumbre sobre dos ruedas me confirma que después de las vacaciones –ya perdidas en el olvido y en la dulzura de cualquier tiempo pasado- ha comenzado en Valladolid un año diferente.

"Un año gris y triste", me grita desde la orilla del río la tirolina desguazada del parque de aventuras Juan de Austria, mientras me araña el rabillo del ojo con trazos de carboncillo de infancia perdida, como las ilustraciones de aquella edición de 1964 de los cuentos de Andersen que sueño con encontrar en cada feria de libros usados para recuperar una parte de mi historia. Pero no le hago caso y sigo pedaleando donosa. "Hay gente a la que no le apabullan tus malos augurios", le contesto. Y, si no te lo crees, fíjate en esos chicos que son capaces de hacer vino con zanahorias. O en Susana Quirós, la ingeniera técnica de minas que trabajaba en la construcción y, al quedarse en paro por la crisis, ha tenido redaños para reciclarse en exitosa profesora de cocina.

"Un año gris y triste", insisten las estrechas aceras de la calle Paulina Harriet , acentuando la melancolía ínsita de la tarde de domingo –para más, lluviosa-, mientras pedaleo por su calzada también angosta y se me clavan en el ánimo restante los pasos exhaustos de dos viejos  que caminan de la mano hacia su portal en sombra. Pero yo desoigo cualquier palabra funesta, resuelvo mis asuntos y vuelvo por la calle Recoletas, ignorando la oscuridad de sus bajos sin comercios y la fealdad de sus garajes, y pensando que por allí tienen la sede los del Teatro Corsario, que están triunfando en su trigésimo aniversario con "El médico de su honra". Además, cuando ya en casa buceo en la web de Corsario para ver su calendario de actuaciones, el hilo de un ovillo cibernético inesperado me lleva al videoclip de "Intemporal", el último disco de los pucelanos Señorita Nocte, en el que la voz de Rak Martínez Manjarrés (¿dónde está, ahora que Ana Expósito ha pasado a ser la vocalista del grupo?) acaricia las imágenes de varios rincones de Valladolid proporcionándoles una poesía insospechada.

Julián Jiménez. Escultura de Ignacio Gallo. Imagen tomada
de la web de la Real Academia de la Purísima Concepción

El paránguari que no sabía quién era

Cuando ya me creo a salvo de las voces agoreras, una decepción traicionera arrasa los palos de mi sombrajo y me quedo a la intemperie, vagando de ida y vuelta cada mañana con su tarde, y cada noche urdiendo en duermevela inviable venganza. Y me vienen a la memoria, como siempre en las ocasiones tristes, los versos de Miguel Hernández en "Tengo estos huesos hechos a las penas": "Eludiendo por eso el mal presagio / de que ni en ti siquiera habré seguro, / voy entre pena y pena sonriendo".

Ellos me parecen la expresión exacta de lo que está pensando el violinista vallisoletano Julián Jiménez en la escultura realizada por su amigo Ignacio Gallo, que recibe a los visitantes de la exposición "A los progresos de las artes" en la Sala de Las Francesas. Y también se me antojan el resumen certero de la vida del poeta leonés Agustín Delgado -mi profesor de literatura en aquel COU del curso 1972-73 en el Instituto Cardenal Mendoza de Burgos-, que con su muerte ha adelantado el comienzo del otoño. Guiada por el recuerdo de una clase en la que nos leyó algunos de sus poemas, me pongo a buscarlos entre números sueltos de la revista Claraboya  y los libros Espíritu áspero y Discanto, y me quedo fija en la sexta de sus nueve "Rayas de tiza": "Porque hemos llegado / A un tiempo en que es mejor / Leer historias tristes / Que decir una sola palabra verdadera".


Junto a los libros de Agustín Delgado encuentro en mi estantería El paranguaricutirimicuaro que no sabía quién era, un Espasa juvenil dedicado por su autor, mi vecino de infancia y de pupitre en la carrera, José María Plaza, magnífico escritor burgalés al que le valió el Premio White Raven de la Biblioteca Internacional de Munich. Cuenta la historia de un animal muy raro (al ratón le parecía muy grande y al oso excesivamente pequeño; tenía las patas muy gordas para ser cigüeña y muy flacas para ser elefante; cuello demasiado corto en opinión de la jirafa, y ojos esmirriados si le preguntabas al sapo) que no sabía quién era. Y así me sentía yo esos días –quizás así nos sentimos todos cuando se nos descoloca demasiado el reflejo que recibimos en una opinión ajena que respetábamos-, sin ánimo para mirarme al espejo y despejar la duda.

Maquetas de la exposición Plays en el Museo Patio Herreriano

Aligerando el sillín de la bici

 Sin embargo, esta incertidumbre se me despejó de un plumazo una tarde que me acerqué al Patio Herreriano con intención de contemplar los artilugios arquitectónicos de Juan Carlos Arnuncio reunidos en la muestra "Plays", y me encontré, en otra sala del museo, la exposición "Los sueños de Helena", con ilustraciones de Isidro Ferrer. Y, de repente, allí estaba yo, en uno de esos cuadros, con mi bici y con todos los conocimientos de mi vida perfectamente clasificados y cargados sobre el sillín, robándome el sitio de mi descanso y pesando, pesando muchísimo.


Cuando salía del museo, riéndome un poco de la solemnidad con que me había tomado mis infortunios, vi que en el patio de los reyes estaban haciendo una entrevista a Javier Angulo. Y pensé que ese hombre parece también estar siempre eludiendo el mal presagio de no hallar seguro en los dineros con los que cuenta cada año para hacer el juego de malabares de sacar adelante la Seminci. Pero ahí le tienes, entre pena y pena sonriendo, y logrando una vez más el milagro.

viernes, 24 de agosto de 2012

Luces de agosto


En el servicio de Urgencias del Clínico nos atiende un médico joven y amable, con cabeza pelada y acento cubano, que nos informa de las pruebas que deben hacer a la paciente para confirmar el diagnóstico inicial. Durante la larga espera, llegan a nuestros oídos retazos de conversaciones desde un mostrador cercano, en el que un doctor quizá vietnamita, bajito y con gafas, aguanta con paciencia oriental las bromas de algunos compañeros, mientras otras voces de facultativos y enfermeros –jóvenes, mayoritariamente femeninas y representativas de todos los acentos del continente sudamericano- cruzan partes de trabajo, peticiones de material y recados personales o comentan los sucedidos de la semana que acaba de terminar. Una pareja –la única con habla prístina de Valladolid hasta en el laísmo- termina el turno y salen juntos, despidiéndose con una cita para la noche.

Anatomía de Grey, gitanos en la sala de espera y final de baloncesto

Diríase que nos encontramos en una versión española de Anatomía de Grey, que se diferencia de la original en dos detalles notables: aquí no hay ningún norteamericano, y la sala de espera está abarrotada de familias gitanas. Pero todos desaparecen como por ensalmo a las cuatro de la tarde, y se hace un profundo silencio, roto solo por las exclamaciones procedentes del cuarto de médicos y enfermeros cada vez que Pau Gasol logra driblar a los yanquis, Navarro encesta un triple o Rudy Fernández falla un pase al compañero en este partido final de las olimpiadas. Y yo recojo mi melena en una trenza, por si mi piel cetrina logra pasar por calé, ya que me siento como el Toro de Osborne, obligada a conservar la tradición de los servicios de urgencias en este domingo de deserción generalizada.


Calle Mirabel: ingenieros y fantasmas en el seminario

De vuelta a casa, mientras pedaleo por la calle Mirabel entre el antiguo seminario menor y el abandonado Instituto de Santa Teresa, el calor de la tarde bordea todos los objetos con un halo de luz licuada, que ahora tiembla sobre las verjas de ambos edificios y me traslada en el tiempo hasta el año 1985, en el que el Seminario Menor servía de sede provisional a la Escuela de Ingenieros Industriales. Allí pasábamos las noches de aquel verano -traduciendo libros, tecleando borradores o completando listas de bibliografía para echar una mano a los autores- un grupo de amigos y parientes de los tres pioneros (Laurentino Miguel, Juan Carlos Fraile y Arturo Alonso) que iban a presentar en octubre los primeros proyectos de fin de carrera en el flamante salón de actos de la nueva Escuela, ya en el Campus del Esgueva. Si en algún momento de la noche necesitábamos salir del aula al servicio, siempre alguien nos recordaba que no debíamos asustarnos si encontrábamos a un hombre deambulando por los pasillos, porque se rumoreaba que allí vivía, a su aire, algo averiado, un familiar de algún cátedro pucelano; a decir verdad, nunca pude comprobar si era cierto o leyenda urbana, pero daba su toque de misterio a esos empachos de trabajo nocturno sobre autómatas programables y otras zarandajas.


Cine, guerra y Casa de Alepo

El súbito color verde del semáforo sobre mi ojo derecho me rescata del túnel del tiempo, pero no disipa la magia de esa luz transfiguradora que es la protagonista de todos los agostos, tiñendo las diferentes horas con el color sereno de nuestro descanso y un toque de nostalgia de lo que podría ser.

Antes, por mi trabajo, pensaba que el protagonista de agosto era el Curso de Cine de la UVa, al que le deseo que se cumplan los deseos de Javier Castán, y el curso supere definitivamente el corte de cordón umbilical que fue la jubilación de Francisco Javier de la Plaza y celebre triunfalmente en 2013 sus bodas de oro. Aunque tampoco hay tanta diferencia entre ambos protagonismos, porque, oyendo a Santos Zunzunegui en ese mismo curso, pienso que la luz de agosto se parece a la que impresiona la placa esas veinticuatro veces por segundo, recreando y ayudando a entender historias y vidas tan raras como las reales.

Salón de Casa de Alepo. Museo de Pérgamo. Berlín

Porque es difícil hacerse a la idea de que pueden ser ciertas –y no fruto de la imaginación cinematográfica más truculenta- las imágenes que digerimos cada día sobre el horror y la muerte en Siria, en medio de una luz polvorienta que nos confunde, porque es la misma luz que por las tardes convierte a las pandillas de chavales que vuelven en bici de las piscinas a sus pueblos en triunfantes jinetes del apocalipsis por obra y gracia del polvo de las cosechadoras velando el contraluz del atardecer. Y en medio de esa confusión de realidades hermosas y terribles bajo la misma luz, una voz en la memoria me recuerda que Alepo –el nombre propio de la tristeza y la vergüenza en este verano- es la misma ciudad que personifica la paz y la belleza en el Museo de Pérgamo en Berlín, con esa sala revestida de madera policromada realizada en el más puro arte islámico para un comerciante cristiano.

Fuego en la tarde, lluvia en la noche y estelas de madrugada

Imagen de las Perseidas en Wikipedia
Han pasado las olimpiadas, han llegado y se han ido las fiestas de todos los pueblos en la mitad de agosto, y, mientras me encamino solitaria al lugar donde me esperan para las vacaciones, asalta la radio de mi coche el nombre de la desesperanza hecha noticia: Samia Yusuf Omar, la corredora somalí que encontró la muerte (allá por abril, y nos enteramos ahora) en la patera que debería haber sido su carruaje de cenicienta con deportivas de cristal. Poco a poco, la bola de fuego naranja que baja en el horizonte va prendiendo las nubes hasta que todo el cielo es una orgía de rojos, dorados y violetas. Y justo entonces suena la canción "Cuidándote", de Bebe, que me hace preguntarme, sobrecogida, cómo la tristeza puede transformarse en algo tan bello.

Y nuevamente creo encontrar la respuesta en esa luz de agosto que también transfigura las noches con lluvias de estrellas, convierte las carreteras en alfombras mágicas los días de luna llena, y en las noches oscuras de luna nueva es el cielo lo que alfombra con la Vía Láctea, mientras el pueblo del que salimos se convierte en el decorado de la película de nuestra vida, que transcurre allí lejos, como sin inmutarnos. Ya llegará en septiembre el momento de preguntarnos cómo será la plaza España de Valladolid sin la iglesia de los Capuchinos y si el aeropuerto de Villanubla ha conseguido recuperar viajeros y superar la crisis que ahora mismo amenaza a parte de la plantilla.


Esta mañana el calendario nos avisa de que la magia se acaba (es la última noche para contemplar las Perseidas), así que el sol frío de la mañana deja las estelas de los aviones suspendidas en el aire, ensanchándose en el horizonte y ofreciendo a la luna creciente, ya de retirada y casi transparente, unas bambalinas por las que hacer mutis del cielo.

jueves, 19 de julio de 2012

Adelfas, coros y solistas en la ciudad inteligente


Comenzaron adornando mis idas y venidas como esos ramitos de flores que bordean los bancos de las iglesias en las Primeras Comuniones, pero pronto me di cuenta de que estaban por todas partes: en los setos de la avenida de Salamanca, en el paseo de Isabel la Católica, en la mediana de la avenida de Zamora desde Parquesol hasta Pinar de Jalón, en el Paseo de Zorrilla, en los parques de Villa del Prado, en los jardines de las casas particulares, y hasta en la entrada de una tienda de muebles en los confines del polígono de San Cristóbal, entremezcladas con un grupo de rosales. Primero las descubres a la altura de tus caderas y de tus hombros, pero más tarde se te plantan en el flequillo cayendo desde los árboles que flanquean el carril bici. Así que, antes de obsesionarme con las adelfas como si fueran pájaros de Hitchcock, decidí saber un poco más sobre esa planta que alegra con el color de sus flores y la frescura de sus hojas nuestros julios ciudadanos.

Anécdotas o leyendas aparte, me inquietó pensar que tenemos en nuestros jardines la amenaza de un potente veneno, en bastantes ocasiones a pocos pasos de los parques donde juegan niños pequeños, sin que quizá sus padres, abuelos o cuidadores conozcan el peligro de las plantas a las que los chavales pueden echar mano o llevarse a la boca.

 

Si es cierto que no vendría mal un poco más de prudencia (no poner adelfas junto a los espacios de juegos intantiles) o de información –o ambas cosas-, no pude evitar pensar que las adelfas son como un símbolo exacto de las mil circunstancias que rodean nuestra vida, todas ellas llenas de oportunidades y de peligros –la tecnología, el dinero, la diversión, el alcohol, y sobre todo el poder-, para cuyo disfrute sin perecer en el intento nos prepararon nuestros padres y preparamos a nuestros hijos con el solo bagaje del sentido común, el amor y la coherencia personal, aunque en muchas ocasiones les faltara y nos falte cantidad de conocimientos. Bien es verdad que durante la infancia estos conocimientos se suplían, a veces, con una sabiduría popular chusca, que te alejaba de la tentación de comer hojas de adelfa o de cualquier otra planta por la vía de la burla más primaria: "chaval, ¿tú eres tonto o comes flores?". Y punto.

Alterum Cor, Natalia Korchagina y Pablo Palazuelo

A la sombra de una adelfa esperaba yo el jueves a mi amigo Raul, que estaba probando un Twizy y me iba a dejar dar una vuelta. Le agradecía mucho la oportunidad, porque justo unos días antes había visto como el alcalde de Valladolid paseaba en Twizy a sus colegas de Lugo, Cáceres, Huesca o Santander, en un encuentro de ciudades inteligentes; y me decía yo que sí, que esa inteligencia del aprovechamiento de energía va siendo hora de que se ponga de moda en todos los cascos urbanos, de aquí a Sebastopol.

Fotografía tomada de la web del Festival de Salzburgo

Alterum Cor, ganadores del Certamen de San Vicente
de la Barquera, en una foto del Diario Montañés
Y fue en esa espera cuando me enteré, por un par de periódicos, de que Natalia Korchagina, una magnífica soprano rusa afincada en Valladolid desde hace años, había sido seleccionada para el Festival de Salzburgo (esta misma tarde habrá comenzado su actuación, que culminará el sábado 28 con el gran concierto final dedicado al Ave Maria, en el que los cantantes seleccionados para 2012 interpretarán las versiones del Ave Maria de diecinueve compositores de fama mundial); y de que los diecisiete intrépidos del vallisoletano AlterumCor, dirigidos por Valentín Benavides, habían ganado el Certamen de la Canción Marinera de San Vicente de la Barquera. Y sí, disfruté conduciendo y yendo de paquete en ese híbrido tan original entre moto y coche que es el Twizy –larga vida le dé Dios, y también un par de puertas decentes que nos libren de la lluvia y del viento gélido en el invierno-, pero ya la música había tomado posesión de mis pensamientos y se convertía en filtro de mis observaciones.

Foto tomada del dossier de la
exposición de Pablo Palazuelo
Así, cuando al día siguiente fui a ver la exposición de pintura de la sala de la Pasión –por poco me la pierdo-, pensé que Pablo Palazuelo era el prototipo de un buen solista, siempre profundizando en las proporciones geométricas como origen de la belleza, siempre buscando la perfección en el cruce de caminos entre el misticismo oriental y la ciencia contemporánea, como la del físico Ilya Prigogine, Premio Nobel de Química 1977 por su investigación en las estructuras disipativas.

Ilya Prigogine, Ernesto Salas y José Vicente de los Mozos

Ilya Prigogine, en su investidura como Doctor Honoris Causa
por la Universidad de Valladolid
A la salida de la exposición, mis manos desataban el candado de la bici del poste informativo de la entrada, pero en mi retina seguía prendido el penúltimo cuadro del recorrido –parecía una sencilla hoja de adelfa, sola en medio del bosque de líneas y laberintos que era toda la muestra-, que me había dado la clave de por qué, a veces, la pintura y la música contemporánea me ponen un poco triste: es como si los artistas, tan ensimismados en el proceso de búsqueda de la belleza, solo quisieran transmitirnos esa lucha por encontrar el esquema perfecto, negándonos el goce sencillo de su ejecución sin explicaciones.

Sin embargo, esa imagen dejó enseguida paso al nombre de Ilya Prigogine, que había pulsado un recuerdo borroso del Paraninfo de la Universidad. Al llegar a casa, los vídeos de la web de la UVA me permitieron concretar ese recuerdo (Ilya Prigogine fue investido Doctor Honoris Causa el 25 de mayo de 1995) y devolvieron mi pensamiento al círculo de las asociaciones de ideas musicales. Porque allí en el Paraninfo, sirviendo de retablo al acto de investidura, estaba el Coro Universitario, algunos de cuyos miembros son precisamente los componentes del coro de cámara Alterum Cor que acaba de triunfar en San Vicente de la Barquera. Era como una representación gráfica de que la universidad, en cualquier ciudad, es su mejor cantera de solistas para la vida; artistas que dominan su melodía hasta el último matiz y que son capaces de conjuntarse con otros solistas que interpretan voces distintas para interpretar una obra maestra.


Ernesto Salas, Miguel Ángel González Rebollo, Marcos Sacristán
y José Vicente de los Mozos, antes de la constitución del
Consejo Social de la UVa. Foto: Carlos Barrena

Quizás por eso me han llamado también la atención estos días otras dos noticias relacionadas con la Universidad: la bienvenida a los 17 estudiantes que investigarán durante ocho semanas en el parque científico de la UVa en la cuarta edición de las Residencias Estivales. Y la constitucióndel nuevo Consejo Social universitario, con su juego de luces y sombras; entre las luces, el gesto de De los Mozos proponiendo la renuncia a las dietas para constituir un fondo de becas. Entre las sombras, su abdicación, antes de empezar, en la nueva figura del vicepresidente, Ernesto Salas Hernández. Dan ganas de comprarse el libro de relatos "Recuentos", con el que Salas ganó la edición 2005 del Premio de Narrativa Ciudad de Alcalá, para intentar adivinar su talante y sus inquietudes. Si será de los que propician las mejores condiciones para que se formen los protagonistas de la ciudad inteligente; o si seguirá la corriente –ojalá obsoleta- de convertir a todos los cantantes en gestores de conciertos por encima de los conocimientos y del dominio de su propia voz.

miércoles, 20 de junio de 2012

Saturnino Lorenzo y la banda de Moebius

Caía el sol sobre la calle Antonio Lorenzo Hurtado a las tres y cuarenta y cinco de esa tarde de sábado, y nadie –salvo ella, que debía llegar en diez minutos a la iglesia- surcaba la superficie ardiente del carril bici. Sobre un par de bancos de la acera, sendos embalajes de cartón esperaban pacientes a los mendigos que esa noche dormirían a su abrigo, sin necesitar piedra que los mantuviera en su sitio porque ni un soplo de viento movía el aire ni persona alguna exhalaba su aliento en la cercanía.
En el atrio de la iglesia de San Lorenzo, cuatro amigos custodiaban el féretro y esperaban a los tres sacerdotes que se acercaban desde el interior de la iglesia repleta de gente, mientras los últimos feligreses iban agolpándose alrededor de la escena: "Venid en su ayuda, santos de Dios, salid a su encuentro, ángeles del Señor...", y las palabras del sacerdote caían ingrávidas sobre la madera del ataúd, junto con las gotas de agua bendita del hisopo y las lágrimas no derramadas de sus compañeros.
Sí, había sido la crónica de una muerte anunciada: mientras la policía peinaba pisos y negocios de la plaza mayor de Valladolid para blindar la seguridad de los Reyes en el Día de las Fuerzas Armadas; mientras los mineros de León y sus familias se montaban en los autobuses hacia Madrid con el frío de la mañana empotrado entre el alma y los huesos; mientras Juan Ignacio de los Mozos estrellaba sus ideas contra el muro de sweet Medrano y strong Villanueva, y Jorge Francés tomaba el relevo de Josechu Arroyo en la Asociación de la Prensa, Saturnino Lorenzo, Sátur, un tío del Opus bien conocido por los periodistas de Valladolid (se dedicaba a ofrecer la cara amable de la Obra con ejemplos reales de gentes diversas, quizás sin darse cuenta de que la mejor propaganda era su propia vida de paisano coherente), perdida ya la batalla contra el cáncer, decía adiós a su familia y amigos mientras empuñaba suavemente el asa del ligero equipaje que hace tanto tiempo tuvo preparado.

James Blunt y el viaje de San Pablo

A la salida de la iglesia, un hombre con pantalones pirata y camiseta de camionero –sin mangas y marcando pectorales- se limpiaba las lágrimas con la mano izquierda mientras con la derecha daba unas palmadas de despedida al féretro, como se las hubiera dado a Sátur en la espalda en un abrazo de amigos machotes; unos metros más allá, otro amigo lloraba desconsolado ante la mirada perpleja de su hijo de quince años. Y ella, mientras recorría la soledad de vuelta de la calle Antonio Lorenzo (ahora se veían petates y mantas de vagabundo apoyados en unas cornisas de la iglesia de San Pascual Bailón, como nidos de golondrinas inversas), notaba mezclarse en su recuerdo dos llantos por la pérdida de un rostro querido que siempre se le habían parecido mucho: la canción de James Blunt You are beautiful ("I saw your face in a crowded place, and I do not know what to do, cause I'll never be with you... but it's time to face the truth, I will never be with you"), y la despedida de los cristianos a San Pablo cuando salía de Mileto hacia Jerusalén: "todos lloraban a lágrima viva, y, echándose al cuello de Pablo, le besaban, afligidos porque les había dicho que no volverían a ver su rostro" (Hechos de los Apóstoles, 20, 37-38).

Durante los días siguientes, no podía soportar la sombra de tantos rostros perdidos en esta carrera que todos corremos contra un muro anunciado, así que cerró su máquina de pensar: cada mañana recogía cuidadosamente todos los tapones de plástico que pudieran reunirse en la inmensa montaña capaz de sufragar prótesis, investigaciones en enfermedades raras o sillas de ruedas; y por las tardes tecleaba corcheas, bemoles y silencios con furia en el programa de edición de partituras. A ratos ojeaba periódicos y se decía que debería leer sobre la colección del Museo Patio Herreriano, para ver si encontraba la respuesta a su interrogante sobre la calidad y entidad de estos diez años de arte contemporáneo en Pucela. Pero no lo hacía. Ni se acercaba al Santa Cruz (otro día sería) a contemplar las terracotas del reino de Oku. Y menos todavía se acercó al Paraninfo el jueves 14 de junio para la entrega del premio Café Compás, porque traería otra sombra incierta a su memoria -¿dónde estás, Gerardo?-; incluso dejó de ojearlos cuando un programa bienintencionado de seguridad vial convirtió en estadística macabra la materia de sus pesadillas.

Carambola de estrellas por el hueco de la chimenea

Durante la cena, su hijo estaba contando lo que les habían explicado en clase de matemáticas sobre la banda de Moebius, pero ella ni le habría escuchado si no fuera porque él tiró de papel, tijeras y cinta adhesiva transparente, construyó la insólita banda, y la cortó por la mitad, provocando ese curioso fenómeno de que no se divide en dos cintas, sino que se convierte en una sola el doble de larga; y luego volvió a cortarla y ahora sí surgieron dos bandas, pero entrelazadas.

 
Entonces sí que escuchó la explicación (esa torsión que convierte las dos caras de la tira de papel en una sola superficie continua, que une el derecho con el revés, lo blanco con lo negro y la tristeza con la alegría sin cambiar de plano), tanto que se quedó a vivir en su cabeza, y los días siguientes todo le parecía un juego de contrarios unidos por la torsión que cada persona elige, consciente o inconscientemente, para recomponer su vida en la unidad. Así se le hizo presente todo el rato en la gala de ballet de Arantxa Ochoa en el Teatro Calderón, en la que la música y la danza eran las dos caras de una banda hecha de belleza que los bailarines convertían en una sola superficie de emoción.


Al salir del ballet todavía no era de noche; el sol, ya de caída, remoloneaba en reflejos sobre los bordes de las nubes, convirtiéndolas en algodón de azúcar de color rosa. Hasta la luna se hacía una melena descocada con el reflejo de la luz de sol que la orlaba, y guiñaba un ojo. Y, en lo que duró el camino a casa, salían las estrellas a puñados, desparramándose sobre un cielo brillante de luna llena. En ese momento se dio cuenta de que ella era yo, y se dijo, mirando a ese cielo juguetón y provocativo: "Si hay que jugar, se juega, ¡caramba!". Me remangué, cogí la farola más larga de mi barrio, la unté bien de tiza en el extremo, apunté a la luna y a las tres estrellas que más brillaban, y de un golpe certero las mandé a rebotar por las cuatro esquinas del cielo hasta que una de ellas se coló, limpiamente, por la chimenea de mi casa para darme luz en las noches del alma. Una carambola que te cagas. Va por ti, Sátur.

jueves, 31 de mayo de 2012

El ángulo de la mirada


"Poca gente conoce el erísimo, pero quizás sea la hierba más eficaz para los problemas de garganta, especialmente para la afonía", me estaba diciendo la dueña de la herboristería de la calle Recondo, cuando, de repente, interrumpió nuestra conversación el ruido inconfundible de un estacazo entre dos coches. La imaginación me dibujó con toda nitidez el supuesto accidente: un despistado sale del aparcamiento en batería sin tener suficiente visibilidad, y desde la curva llega Juan Demasiado Veloz sin tiempo para esquivarlo.

Gran angular horizontal: verlas venir

Curva de la calle Recondo
Al salir de la tienda, una mera observación de la escena –tres coches con golpes notorios, cada uno en posición diferente y ninguno en la dirección normal- me hizo pensar que no había sido tan simple; y pocas horas después los periódicos digitales me contaban que en el choque se habían visto implicados tres coches y una bicicleta, con un balance de cuatro heridos, si bien todos ellos leves. Entonces lo recordé: justo al entrar en el herbolario, mientras aparcaba la bici, vi llegar por García Morato a un ciclista joven -¿sería el hombre de veintiocho años que mencionaba la noticia?- y me dio la impresión de que dudaba al incorporarse a Recondo y de que tomaba la curva con un ángulo no muy adecuado. Y es que en ese cruce –y en otros muchos- es necesario tener en los ojos un gran angular de 180º, y además girar rápido la cabeza a izquierda y derecha para abarcar los 360 en un instante, calibrar todos los datos y meterse en el flujo de coches en el momento preciso. Eso, y adivinar, por la mirada o el ademán, quién es el conductor que desconoce que dos coches y una bici no caben muy holgadamente en la curva de Recondo; porque si un turismo se empeña en adelantar a una bici en ese tramo, sin cerciorarse de que nadie viene de frente, correrá el riesgo de un choque frontolateral; justo como el del otro día.

Teleobjetivo cultural: Teatro de Calle, AR&PA, Día de los Museos...

Presentación de La economía de la provincia de Valladolid
Muchas veces, a lo largo de estos días, se me ha venido este suceso a la memoria, y me parecía que no solo en la bici es necesario el gran angular, sino en casi todas las decisiones de la vida, en las que hay que considerar cantidad de factores colocados en su sitio, como en una gran panorámica. Por contraste, la ciudad se me presentaba estos días como enfocada por un teleobjetivo potente en un único aspecto, el de la cultura.

El prólogo de este frenesí cultural tuvo lugar el jueves 17 de mayo, con la presentación en Cajamar del libro La economía de la provincia de Valladolid, del que sus propios autores destacaban el capítulo dedicado a la cultura y el turismo como motores del desarrollo local, elaborado por Luis César Herrero y María Devesa, profesores de la UVa integrados en un grupo de investigación sobre la economía de la cultura, que además han propuesto que Valladolid sea en 2014 la sede del 18.º Congreso de la Asociación Internacional para la Economía de la Cultura (la decisión se tomará el 24 de junio en Kioto (Japón) en el 17.º Congreso de esta asociación internacional).  Y a partir de ese momento, como si se tratase de demostrar la veracidad de este protagonismo económico de la cultura, la última semana ha sido todo un desfile de cultura en Valladolid: el Festival de Teatro y Artes de Calle, la Feria y Congreso AR&PA, el Día y Noche de los Museos; y, en un ámbito un poco más amplio, de comunidad autónoma, la inauguración por la Reina de Monacatus, la 17.ª edición de Las Edades del Hombre, que se celebra en Oña desde el pasado jueves hasta el próximo 4 de noviembre.

Fotografía tomada de la web de Arantxa Ochoa

... y prismáticos para ver a Arantxa Ochoa

Y, como colofón retardado de esta semana, los próximos días 8 y 9 de junio sí merecerá la pena potenciar el teleobjetivo de nuestros ojos con unos prismáticos para contemplar con todo detalle, en el Teatro Calderón, la primera y última actuación en España de la vallisoletana Arantxa Ochoa, bailarina principal del Pennsylvania Ballet.

La única pega de gozar varios días seguidos con la contemplación de un aspecto lleno de belleza es que a la salida nos espera el lunes del rencor y de la envidia mostrándonos los dientes afilados de una panorámica de crisis en la que se nos están llevando la Lauki a cachos,  desmantelando Made en Medina y quitando el turno de tarde de los Twizy , que parecían arrancar con energía pero cuyos pedidos se han enfriado.


Gran angular vertical: la japonesa Chieko, mi amiga Chus y el equilibrio político

Iglesia de San Lorenzo
En todo esto iba pensando anteayer, cuando llamó mi atención una cigüeña que volaba bajo por la plaza de Martí y Monsó y que ganó altura de repente, haciéndome mirar hacia arriba mientras pedaleaba por Dulzainero Ángel Velasco hacia Pedro Niño; casi me muero de vergüenza al darme cuenta de que era la primera vez –en estos casi veintinueve años que llevo en Pucela- que veía la torre de la iglesia de San Lorenzo. Me paré y, mientras hacía fotos desde varios ángulos, recordaba la cantidad de veces que eso mismo me había ocurrido en Burgos: años y años de recorrer cada día el mismo camino para ir al colegio -La Puebla, plaza del Cordón, soportales de Antón, plaza de Prim, plaza Mayor, calle de Laín Calvo, la Flora, Fernando III el Santo y Hospital de los Ciegos-, y ya estaba en la universidad cuando alguien me hizo notar, en unas vacaciones, la fachada preciosa de un edificio por donde habría pasado unas dos mil cuatrocientas veces.

Edificio de la Plaza Mayor de Burgos
Me consolaba entonces pensando que el escaso ángulo vertical de mi mirada (apenas treinta grados desde el vértice de la pupila) se debía a una intensa actitud de relación personal que me llevaba a predeterminar el enfoque de mis ojos en los ojos de los demás. Así nació una de las amistades más grandes que he tenido –mi amiga Chus, que me ha venido estos días a la memoria al leer el reportaje de Chieko y Carmen Rivera-: a base de cruzarnos todos los días cuando ella iba a Concepcionistas y yo a Saldaña. Por el tramo en que nos encontrábamos podíamos calcular quién de las dos llegaba pronto y quién se había retrasado. Poco después empezamos a saludarnos y para cuando nuestros caminos se unieron en el Instituto femenino, en COU, ya éramos íntimas. Ahora que nos hemos perdido la pista –si te han hecho llegar el enlace a este blog, levanta una ceja o escribe un comentario-, me doy cuenta de lo importante que es mantener la atención y no dar por seguro lo conseguido.

Quizás el secreto del éxito al torear esta crisis asesina consista en saber conjugar el gran angular -tomar y mantener las decisiones de conjunto necesarias para controlar el déficit- con el teleobjetivo, para no dejar que esas medidas dañen a los más débiles. Ha puesto un ejemplo bastante bueno el rector Marcos Sacristán: si la subida de tasas universitarias no se equilibra con una política seria de becas, nos estaremos cargando la justicia.