domingo, 27 de marzo de 2011

Luciérnagas corriendo hacia ninguna parte

Protestó mi bici el otro día por la monotonía de sus mañanas y de sus tardes, y, aunque no se lo reconozca, sé que tiene razón, pero no sé muy bien cómo remediarlo. Ocurre a veces que uno se encuentra en un círculo vicioso en el que solo se ve el lado monótono de la vida, y en el que el vino de las experiencias pierde el sabor y la fuerza.
Es verdad que no abandono mi último recurso -la lectura-, pero incluso esa aliada falla en estas ocasiones. Leo el último libro de Arturo Pérez-Reverte (El asedio), y me encuentro pensando que el autor -uno de mis preferidos desde que leí El maestro de esgrima- ha perdido el verdadero genio de la inspiración y que solo le queda el preciosismo del lenguaje, que no es mal consuelo, pero tampoco suficiente alimento. Rogelio Tizón es un tipo tan raro, el salinero es demasiado "hombre andaluz", y ambos son tan crueles que son increíbles (ninguna venganza de un padre sería tan horriblemente fría, estoy segura); por añadidura, todos los personajes -civiles, militares, clérigos e incluso féminas- son hombres de mar tan "de verdad" (se saben todas las palabras del diccionario naval desde abarloar hasta zuncho pasando por gualdrapeo) que nadie puede entender este libro sin cursar primero el Máster en Vocabulario de Navegación y de Conflictos Bélicos en el Mar. Completa mi desconsuelo el giro final de la protagonista hacia su faceta de dictadorzuela desalmada y egoísta hasta la sinrazón. Y, yo no sé si fruto de su amargura ante la vida, no se salva ni el apuntador. En una debacle final que no arranca una lágrima sino que araña el alma como lija del cuatro, todas las vidas quedan truncadas y maltrechas.
Vuelvo a la bici y pierdo la referencia de todo lo que no sean las vueltas de las ruedas, los baches en el asfalto, los cambios en la secuencia de los semáforos y el movimiento de las hojas de los árboles según la dirección del viento. El rumano que me saluda cada tarde mientras pide limosna cojeando en el cruce del puente de la Hispanidad es quizá la única presencia humana -su sonrisa lo es- en el camino de vuelta a casa. Y ansío, casi desesperada, una señal que me anuncie la inminencia de algo diferente, que me dé una pista sobre la existencia oculta del amor, de las emociones, del significado real de nuestras vidas.
Ayer se me hizo tarde y anochecía mientras pedaleaba hacia casa. No estaba ya el rumano; solo los semáforos regulando ese encuentro de faros encendidos procedentes de los cuatro caminos que allí se cruzan. Parecíamos todos luciérnagas corriendo hacia ninguna parte.