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domingo, 30 de diciembre de 2012

Equilibrios, identidades y cremalleras


Feliz Año 2013
Sin aviso previo, en la oscuridad de la mañana teñida de niebla, en la primera curva de mi trayecto, la bici se deslizó graciosamente -con toda la inercia del pedaleo rápido en el plato grande y el piñón pequeño- y volcó hacia la derecha mientras mi cuerpo, enganchado en su inconsciente trayectoria hacia la izquierda, se desplomaba en escorzo y se arrastraba un pequeño trecho; y mi cerebro, que inútilmente recopilaba datos y se afanaba por llegar a una explicación en tiempo real de lo que estaba ocurriendo, reservaba una esquinita de su procesador para hacer recuento de los detalles del trompazo: "Golpe en la cadera -bah, no ha sido gran cosa-; ¡jobar, la cabeza! -creo que el golpe se ha quedado en el casco-; bueno, ya se ha parado todo y parece que estoy bien".

Me puse de pie y comencé a flexionar una rodilla, la otra, los dos brazos, giré suavemente el cuello, y todo respondía sin estridencias. "¿Se ha hecho daño?" -un empleado municipal con chaleco reflectante se acercó solícito-. "Esta mañana está habiendo muchas caídas por la niebla helada en el suelo. Precisamente vengo de echar sal por toda esa zona de ahí atrás". Y yo golpeé un poco el suelo, con curiosidad -la vista no distinguía ni trazas de brillo sospechoso en el pavimento del carril bici ni en la acera- y comprobé que, efectivamente, las suelas de mis zapatones de colegial resbalaban como patines recién engrasados a pesar de tener más dibujo que los neumáticos de un camión de gran tonelaje.

Historia en equilibrio de alambre

Transcurridos cinco días desde la trapajada, de la hazaña solo me ha quedado un moratón con forma de cráter lunar junto a la cadera derecha, un tironcillo muscular en el cuello que ya casi ni se hace sentir, y la manía menguante de alargar de vez en cuando un pie hasta el suelo para comprobar el agarre del pavimento. ¡Ah!, y una reflexión empecinada sobre la necesidad del equilibrio en la vida, que se me coloca como filtro de la cámara del pensamiento en toda ocasión y sin ella.




Por ejemplo, me acerco hasta la exposición que ha ocupado toda esta temporada el vestíbulo de las Cortes –la historia de Castilla y León en veinte escenas de plastilina-, y, mientras contemplo a Santa Teresa en éxtasis, al burgalés Martín Antolínez entregando el cofre de arena al judío Raquel, a los albañiles medievales construyendo el monasterio de Moreruela o a Miguel de Unamuno departiendo con sus colegas universitarios en un café de la plaza mayor de Salamanca, me encuentro pensando que quizás la plastilina sea uno de los mejores materiales para reflejar la historia; siempre –claro está- que se sujeten las piernillas de los personajes con un armazón de alambre. Así se logra un equilibrio entre la flexibilidad necesaria para saber que nunca llegamos a conocer la verdad completa -por muchas horas que los historiadores honrados inviertan en los archivos dejándose los ojos en los legajos- y el rigor imprescindible para impedir que los hechos se deformen sin límite a la medida de los prejuicios y sectarismos de moda en cada momento y lugar.

Viento, identidad y equilibrio inestable

Cuando, a la salida del trabajo, pedaleo hacia el Campo Grande para ver la nueva pajarera de paredes de cristal, todavía llevo en la memoria el muñeco de Julián Sánchez "El Charro" apresando al general gabacho Reynaud en Ciudad Rodrigo. Pero enseguida, mientras me abro paso entre las numerosas familias numerosas de pavos reales que pueblan el parque, otro pensamiento toma el relevo, y me doy cuenta de que casi todas las noticias que me han llamado la atención en estas semanas, como esta misma de la pajarera, tienen que ver con la identidad de Valladolid: los premios por "Ríos de Luz"; la policía montada de Pucelandia a punto de estrenarse en Pingüinos; la posibilidad de que el "leyenda del Pisuerga" vuelva a navegar de manos de un empresario francés; el rescate y transformación de las viviendas de realojo de San Pedro en chalets adosados de protección oficial; la pastorada por pleno paseo Zorrilla marcando la olvidada senda de la Cañada Real; el éxito del leñador en el belén que la familia Trebolle instala cada año en San Lorenzo; Javier Angulo, que renueva dos años  más como director de la Seminci; o Amancio Prada que viene a cantar su relación con Valladolid.


Pero en realidad no he cambiado de monotema, ya que tras el tema de la identidad sigo teniendo de obsesiva música de fondo la cuestión del equilibrio. Y así, a la vez que peleo contra el viento que esta tarde zarandea la bici sin piedad y me hace subirme a la acera por miedo a acabar bajo las ruedas de algún coche, pienso que la identidad es como este viento, uno de los retos más grandes para conservar un equilibrio inestable: entre un paralizante apego al pasado y la insensatez del cambio por el cambio; entre la afirmación de lo propio y la solidaridad con todos los demás, al fin y al cabo, seres humanos tan idénticos a nosotros y tan variados como los de nuestro pueblo.

Cremalleras y fariseos

Victoriosa contra el viento llego a la paz del hogar -uno de cuyos placeres es abrir el correo y recibir cartas como las antiguas-, solo turbada por el correo no deseado, que antes nos ofrecía agrandar el tamaño de nuestro pene y que ahora pide nuestro apoyo para múltiples iniciativas de lapidar a los corruptos, vagos, avariciosos e insolidarios políticos. Y de repente lo veo todo claro: cuando no sabemos guardar el equilibrio de la identidad, recurrimos al espejo invertido: nosotros –todos, cada uno- somos los buenos porque tenemos a alguien a quien señalar con el dedo como los malos de la historia: los otros.

Y así, mientras rasgamos nuestras vestiduras con gesto airado –por cierto, tengo para mí que la cremallera no la inventó Elias Howe, ni Whitcomb L. Judson, ni Gideon Sundback, sino los fariseos, que no daban abasto para comprarse túnicas nuevas después de rasgarlas-, entonamos aquella conocida tonadilla: "gracias te doy, Señor, porque no soy como los demás: injustos, adúlteros, etc. Yo pago los diezmos de la menta, del comino y del eneldo".

Hablando de eneldo, ¿para qué salsa me dijeron anteayer que era bueno? Tengo que preguntárselo a mi amiga Marifé, que cocina de vicio, pienso mientras escucho en youtube a Mercedes Sosa cantando La maza, que certifica mi fijación con el equilibrio, al descubrir en esta canción de lucha apasionada un par de versos en los que nunca antes había reparado: " Si no creyera en la balanza, / en la razón del equilibrio, / si no creyera en el delirio, / si no creyera en la esperanza..."

lunes, 29 de octubre de 2012

Eludiendo por eso el mal presagio... (I)


Somos seis ciclistas haciendo fila en el carril bici ante el semáforo del puente Juan de Austria. Lo insólito de esta muchedumbre sobre dos ruedas me confirma que después de las vacaciones –ya perdidas en el olvido y en la dulzura de cualquier tiempo pasado- ha comenzado en Valladolid un año diferente.

"Un año gris y triste", me grita desde la orilla del río la tirolina desguazada del parque de aventuras Juan de Austria, mientras me araña el rabillo del ojo con trazos de carboncillo de infancia perdida, como las ilustraciones de aquella edición de 1964 de los cuentos de Andersen que sueño con encontrar en cada feria de libros usados para recuperar una parte de mi historia. Pero no le hago caso y sigo pedaleando donosa. "Hay gente a la que no le apabullan tus malos augurios", le contesto. Y, si no te lo crees, fíjate en esos chicos que son capaces de hacer vino con zanahorias. O en Susana Quirós, la ingeniera técnica de minas que trabajaba en la construcción y, al quedarse en paro por la crisis, ha tenido redaños para reciclarse en exitosa profesora de cocina.

"Un año gris y triste", insisten las estrechas aceras de la calle Paulina Harriet , acentuando la melancolía ínsita de la tarde de domingo –para más, lluviosa-, mientras pedaleo por su calzada también angosta y se me clavan en el ánimo restante los pasos exhaustos de dos viejos  que caminan de la mano hacia su portal en sombra. Pero yo desoigo cualquier palabra funesta, resuelvo mis asuntos y vuelvo por la calle Recoletas, ignorando la oscuridad de sus bajos sin comercios y la fealdad de sus garajes, y pensando que por allí tienen la sede los del Teatro Corsario, que están triunfando en su trigésimo aniversario con "El médico de su honra". Además, cuando ya en casa buceo en la web de Corsario para ver su calendario de actuaciones, el hilo de un ovillo cibernético inesperado me lleva al videoclip de "Intemporal", el último disco de los pucelanos Señorita Nocte, en el que la voz de Rak Martínez Manjarrés (¿dónde está, ahora que Ana Expósito ha pasado a ser la vocalista del grupo?) acaricia las imágenes de varios rincones de Valladolid proporcionándoles una poesía insospechada.

Julián Jiménez. Escultura de Ignacio Gallo. Imagen tomada
de la web de la Real Academia de la Purísima Concepción

El paránguari que no sabía quién era

Cuando ya me creo a salvo de las voces agoreras, una decepción traicionera arrasa los palos de mi sombrajo y me quedo a la intemperie, vagando de ida y vuelta cada mañana con su tarde, y cada noche urdiendo en duermevela inviable venganza. Y me vienen a la memoria, como siempre en las ocasiones tristes, los versos de Miguel Hernández en "Tengo estos huesos hechos a las penas": "Eludiendo por eso el mal presagio / de que ni en ti siquiera habré seguro, / voy entre pena y pena sonriendo".

Ellos me parecen la expresión exacta de lo que está pensando el violinista vallisoletano Julián Jiménez en la escultura realizada por su amigo Ignacio Gallo, que recibe a los visitantes de la exposición "A los progresos de las artes" en la Sala de Las Francesas. Y también se me antojan el resumen certero de la vida del poeta leonés Agustín Delgado -mi profesor de literatura en aquel COU del curso 1972-73 en el Instituto Cardenal Mendoza de Burgos-, que con su muerte ha adelantado el comienzo del otoño. Guiada por el recuerdo de una clase en la que nos leyó algunos de sus poemas, me pongo a buscarlos entre números sueltos de la revista Claraboya  y los libros Espíritu áspero y Discanto, y me quedo fija en la sexta de sus nueve "Rayas de tiza": "Porque hemos llegado / A un tiempo en que es mejor / Leer historias tristes / Que decir una sola palabra verdadera".


Junto a los libros de Agustín Delgado encuentro en mi estantería El paranguaricutirimicuaro que no sabía quién era, un Espasa juvenil dedicado por su autor, mi vecino de infancia y de pupitre en la carrera, José María Plaza, magnífico escritor burgalés al que le valió el Premio White Raven de la Biblioteca Internacional de Munich. Cuenta la historia de un animal muy raro (al ratón le parecía muy grande y al oso excesivamente pequeño; tenía las patas muy gordas para ser cigüeña y muy flacas para ser elefante; cuello demasiado corto en opinión de la jirafa, y ojos esmirriados si le preguntabas al sapo) que no sabía quién era. Y así me sentía yo esos días –quizás así nos sentimos todos cuando se nos descoloca demasiado el reflejo que recibimos en una opinión ajena que respetábamos-, sin ánimo para mirarme al espejo y despejar la duda.

Maquetas de la exposición Plays en el Museo Patio Herreriano

Aligerando el sillín de la bici

 Sin embargo, esta incertidumbre se me despejó de un plumazo una tarde que me acerqué al Patio Herreriano con intención de contemplar los artilugios arquitectónicos de Juan Carlos Arnuncio reunidos en la muestra "Plays", y me encontré, en otra sala del museo, la exposición "Los sueños de Helena", con ilustraciones de Isidro Ferrer. Y, de repente, allí estaba yo, en uno de esos cuadros, con mi bici y con todos los conocimientos de mi vida perfectamente clasificados y cargados sobre el sillín, robándome el sitio de mi descanso y pesando, pesando muchísimo.


Cuando salía del museo, riéndome un poco de la solemnidad con que me había tomado mis infortunios, vi que en el patio de los reyes estaban haciendo una entrevista a Javier Angulo. Y pensé que ese hombre parece también estar siempre eludiendo el mal presagio de no hallar seguro en los dineros con los que cuenta cada año para hacer el juego de malabares de sacar adelante la Seminci. Pero ahí le tienes, entre pena y pena sonriendo, y logrando una vez más el milagro.