miércoles, 12 de julio de 2023

Saudade de ti

"Escribe, escribe, escribe", me dijeron las nubes (y así hasta quince plumas, idénticas a la que tengo en el ático y a la que empuña el pitufo de mi escritorio). No había manera: yo, sin tiempo ni pensamiento, con los días resbalando por encima del casco de la bici, que no sabía yo que tanta aerodinámica hiciera escurrirse las ideas a la velocidad del viento.

 




 

Pero bastó que el calendario marcase la jornada de reflexión para que se parase el viento del norte, justo un poquito antes de que Carlos Aller y Cecilia Bartolino estrenaran en la plaza de Portugalete su espectáculo Saudade de ti. Al que, por cierto, llegaba yo partiéndome de risa porque un momento antes, al torcer de la Fuente Dorada hacia la Bajada de la Libertad, había una pareja de actores callejeros, disfrazados de municipales antiguos, que iban pitando y parando a los coches y diciéndoles alguna tontería cuando bajaban la ventanilla. En ello estaban cuando vieron una bici -la mía-, con una señora pedaleando animosa, y les pareció mejor baza para su numerito, así que vinieron corriendo, sacaron sendos abanicos de sus bolsillos y se pusieron a correr junto a mí, uno a cada lado, abanicándome y preguntándome solícitos: Va bene, signora? Va bene? Luego me enteré de que eran "Le Muscle", en plena representación de La patrulla, donde yo había debutado como extra involuntaria.

Subida, como otras siete personas, a la torreta de ventilación del parking subterráneo de la plaza de Portugalete, pude salvar el ángulo suficiente por encima de las cabezas de las cinco o seis filas de espectadores que habían llegado antes, y así disfrutar de la danza con la que Aller y Bartolino nos hechizaron hasta hacernos olvidar el sol de bochorno de esa mañana de sábado víspera de las elecciones; olvidar que mi bici estaba a la buena de Dios, sin candado, apoyada en la pata de cabra junto a la vallita baja de los jardines... Olvidar  todo, excepto la saudade, que crecía como la hiedra en las paredes del corazón y de la memoria con cada evolución y encuentro de Carlos y Cecilia en el escenario al son de notas llenas de nostalgia.


Saudade que tomaba la imagen y el nombre de Jesús MaríaPalomares, aquel cura (yo entonces no sabía que lo era) secretario general de la Universidad de Valladolid que me recibió en su despacho el día 30 de noviembre de 1989, cuando me incorporaba para estrenarme como responsable del gabinete de prensa de la Universidad.

Aunque esa soledad, nostalgia y añoranza -así define la Real Academia a la saudade- de Jesús María Palomares ya venía de dos días antes, cuando mogollón de gente nos habíamos reunido en San Pablo para decirle adiós, constatando el vacío tan grande que dejan las personas en quienes todo el mundo puede confiar. ¿Cómo nos las apañaremos ahora, con nuestra cutrez disfrazada de importancia, de dignidad, de coherencia (¡ja!), y rematada en algunos casos con el birrete de la sabiduría que se edificó una casa -sapientia aedificavit sibi domum-, si nadie nos animamos a poner los cimientos con la sencillez con la que él los ponía cada día? Aunque, a decir verdad, un par de caras de las que vi por allí se me quedaron grabadas con el cincel de la esperanza; si no como esculturas exentas, sí por lo menos como bajorrelieves que sobresalían de ese plano de la apariencia estamental tan propio de la grey universitaria, sobre el que a veces parece cernirse otro lema diferente: "alúmbrame a mí mayormente".

Jesús María Palomares
Saudade que se ha ido agudizando desde entonces por culpa de dos obras musicales que se me han instalado últimamente en el cerebro y en el corazón -dinero llama a dinero, pero la saudade se autocontagia y realimenta por vía de aerosoles del alma, que se propagan sobre todo por la música-. La primera fue esa misma tarde, cuando, alertada por una noticia de Roberto Terne, descubrí el maravilloso último trabajo de Paul Simon, Seven Psalms. De la segunda tiene la culpa mi coro, porque nos hemos tenido que aprender en tiempo récord la cantata Stabat Mater, de Antonin Dvořák, para cantarla con otras cinco corales de Madrid en el Chamber Art de este verano.

Y ahí he andado este último mes, rumiando sobre los pedales estas canciones de nostalgia y añoranza bajo la luz de la luna al volver a casa cansada; el carril bici, solitario a esas horas, se me antoja entonces acogedor, y la luna, que me llama desde el cacho de cielo que lo alumbra, me dice que me fije en lo bien que está dibujando sus distintas fases en el cielo junto a una estrella especialmente brillante -internet me dice que es Regulus-; le hago un guiño con el faro de mi bici y le doy las gracias por los ánimos: si me empeño, quizás yo también pueda dibujar decentemente la fase de mi vida que hoy empieza.