viernes, 30 de diciembre de 2011

Iconos, despidos y anchuras de Castilla

Los limpiaparabrisas del coche no daban abasto para limpiar los churretes negros en que iba sedimentando la niebla meona –enriquecida con los tubos de escape de unos coches que todavía no habían oído hablar de la gasolina sin plomo- asentada en Valladolid durante cinco días. Escrutando el breve tramo de carretera al que llegaba mi vista, logré plantarme en el trabajo dispuesta a ser feliz con la luz de los tubos de neón de la oficina, que era lo más radiante y abierto que podía atisbar durante la jornada.

Pero incluso las expectativas más humildes pueden ser frustradas por una frase amable como la que pronunció mi compañera Carmelina en esa mañana del 2 de diciembre de 1983: "Es verdad, qué niebla, parece Navidad". Y yo, mientras me hundía en la miseria y el desconsuelo, me pregunté anonadada: ¿esto entenderán aquí por Navidad?

Durante unos días, ese desaliento me llevó a fijar una atención morbosa solo en las zonas oscuras y grises de Valladolid: en las calles estrechas con edificios altos y aceras mínimas de asfalto abollado; en las plantas bajas destinadas a viviendas, con las persianas siempre medio echadas para proteger una triste intimidad acosada por la contaminación y el robo, sin un comercio iluminado que amenizase la manzana; en el parque de la Plaza Circular, isla de arena sucia acotada por árboles ennegrecidos adonde los niños debían llegar arriesgando su vida entre las ruedas de un tráfico enloquecido; o una iglesia de La Antigua que luchaba por ocultar su belleza entre la tizne del exterior, la lobreguez del interior y un amasijo de casas que la sitiaban para impedir el recreo de la mirada en su perspectiva.

Valladolid resucitado

Hoy, casi treinta años después, y con otras tantas navidades de niebla o de cielo azul disfrutadas en Pucela, me gusta pedalear cada día por una avenida de Salamanca humanizada desde el puente de Hispanoamérica hasta el de la condesa Doña Eylo gracias a edificios como el Museo de la Ciencia, el Monasterio de Nuestra Señora del Prado o el de las Cortes de Castilla y León –cuya plaza dirige la vista hacia el auditorio Miguel Delibes-, y gracias también a los jardines, árboles y setos que bordean aceras transformadas sobre las que se puede andar, deslizar un cochecito de niño o empujar sin sobresaltos una silla de ruedas.

Torre del Museo de la Ciencia

Monasterio de Nuestra Señora del Prado. Foto: José María Monfá

Cortes de Castilla y León. Foto: José María Monfá

Pero no solo en los ensanches o en los amables pespuntes con los que se han cosido el Pisuerga y el Esgueva –antes ignorados o convertidos en cloacas- al tejido urbano puede comprobarse la transformación de la ciudad en otra más moderna, abierta y luminosa. Ahora mismo, mientras termino en la plaza de Santa Ana el recorrido por varios edificios del entorno de la Plaza Mayor resucitados del coma urbanístico, veo a unos cuantos ejecutivos que pasan del bar del aperitivo al restaurante de la comida de empresa, y me doy cuenta de que hasta los pijos de Pucela son ahora de la versión fashion, mientras que entonces parecían ricos rancios –unos de rancio abolengo y otros de rancia polilla-.

¿Palacio de Congresos?

Todos estos recuerdos y observaciones han tenido como origen las declaraciones de Manuel Soler sobre el Palacio de Congresos, los edificios icónicos, la biotecnología y la reforma laboral, o, por ser más claros, la exigencia de abaratamiento del despido.

Pienso que no ha sido tanto la letra como la música de su intervención lo que me ha puesto ante los ojos el contraste entre el Valladolid de 1980 y el de ahora. Porque ya sabemos todos –no hace falta que nadie nos lo cuente en una rueda de prensa disfrazada de desayuno con empacho de logotipos en inmenso retablo- que, tras habernos comportado con un despilfarro propio de nuevos ricos, ahora nos toca apretarnos el cinturón (casualidad que sea a los de siempre). Pero ha sido el énfasis en lo de "dar carpetazo" a los grandes inmuebles, a las inversiones públicas y a las subvenciones para crear empleo -mucho mejor me parece ayudar a dar trabajo que subvencionar al parado las pastillas para su depresión-, y en decretar la defunción ("ha pasado a mejor vida") de la época de los edificios icónicos, lo que me ha hecho levantarme de mi asiento para buscar el libro en el que leí que la calle Veinte Metros, en lugar de su angostura actual, fue planificada como una gran avenida, de veinte metros de ancha, para conectar la plaza Circular con la cerámica Silió, uno de los iconos de la industria vallisoletana de comienzos del siglo XX.

Foto panorámica del centro de Valladolid en artículo de Wikipedia
No lo he encontrado, pero en la búsqueda me he topado con otros dos libros –Valladolid dibujado, y Valladolid siglo XXI- en los que queda patente el decisivo papel de los iconos de cada etapa histórica para configurar la personalidad de una ciudad. Y, lo que es más importante a mi modo de ver, la necesidad de los grandes espacios públicos para devolver a Valladolid la anchura de los horizontes castellanos, sacándola de la estrechez umbrosa en que la había sumergido no la sobriedad ni la laboriosidad, sino la avaricia de la especulación.

En Valladolid siglo XXI, una frase de Javier Arribas Rodríguez define bien la actitud positiva necesaria en todos los tiempos, especialmente en los de crisis: "Construir, lo que fuere, es una tarea necesitada de una ilusión capaz de superar dificultades con el fin de hacer realidad el proyecto de una idea engendrada con sensatez sin renunciar, al tiempo, a una punta de audacia".

domingo, 18 de diciembre de 2011

La vida al tresbolillo

Ni mi compañero de compartimento ni yo nos hemos animado a ensuciarnos las manos colgando las bicis en los ganchos dispuestos al efecto en un extremo del vagón. Tratándose de un viaje tan breve -apenas cuarenta minutos-, he preferido realizar el trayecto sentada en las escalerillas anejas al maletero, vigilando que la pata de cabra no fallase en una curva o en algún frenazo.

Desde este asiento a ras de suelo, veo al Pisuerga acercarse y perderse en los meandros que dibuja desde Dueñas a Venta de Baños, y, entre bucle y bucle del agua, me dejo hipnotizar por la simetría giratoria de unas choperas plantadas al tresbolillo. Se me antoja que son el reflejo exacto de mi vida en estas últimas semanas, una de esas ocasiones en que la jornada se impone como una secuencia de tres tareas, largas e intensas, idénticas cada día y sin recesos entre ellas. Suele ocurrir cuando debemos encerrarnos a terminar un trabajo de entrega inminente, o cuando el ingreso hospitalario de un familiar nos lleva a consumir noches o tardes enteras en una habitación saturada de calor, angustia y un poco de esperanza. En esas circunstancias, la bici es una compañera insuperable que convierte la rápida transición entre los tres escenarios de cada día en un improvisado recreo, y nos permite apresar el aire y la luz de esas ráfagas de realidad que desfilan delante de nuestros ojos como algo ajeno que se escapa a velocidad creciente.

Izquierda, Rodrígez Cabello, director de Bioforge. Derecha, Carlos Vaquero, Cirugía Vascular del Clínico. Centro, imágenes de un hueso sano y de un hueso afectado por osteoporosis (fotos Dicyt)
La lucha por la vida entre el laboratorio y los quirófanos

Entre esos destellos, el subconsciente selecciona los relacionados con lo que estamos viviendo. Y así, mientras pedaleo por una calle Mayor de Palencia vacía a las tres y media de la tarde -todos los escaparates brillando solo para mis ojos, y el suelo inmaculado hecho alfombra de fiesta para mis ruedas-, la cabeza se me va a las noticias que acabo de leer, y se me llena de agradecimiento hacia las personas que aportan avances en la lucha contra las enfermedades: Carlos Vaquero, jefe de Cirugía Vascular del Hospital Clínico, que hace unos días retransmitió, como parte de un simposio científico internacional, dos operaciones de cirugía endovascular, con técnicas pioneras que acortan muchísimo la duración de intervenciones complicadas, reducen el riesgo y hacen mucho más sencilla la recuperación del paciente; José Carlos Rodríguez Cabello y todo su equipo de Bioforge, que están desarrollando un material bioactivo –dentro de un proyecto europeo en el que participan científicos y empresas de ocho países- para producir implantes que permitirán la reconstrucción de huesos sanos en zonas dañadas por osteoporosis o por lesiones traumáticas; y toda la legión de médicos, enfermeros, pilotos de avión y de helicópteros, personal de aeropuertos y  de protección civil que hicieron posible, en un nuevo record de trasplantes, que la generosidad de 39 familias y donantes se haya convertido en vida para 94 personas.

La vida es música

Al finalizar la tarde, el panorama de la calle Mayor palentina ha cambiado por completo: a duras penas puedo abrirme paso, con la bici de la mano, entre la riada de gente que se ha reunido para contemplar la inauguración de las luces navideñas. Logro llegar hasta la estación de trenes, para comenzar otro trayecto que marca el límite hacia nuevos días de encierro -esta vez musical, de ensayos y actuaciones- en el auditorio de León y en el de Valladolid, donde más de doscientas voces hemos intentado convertirnos en una sola, cantando música de películas para recaudar fondos destinados a la ong Harambee, que financiará varios microproyectos de la Strathmore University, de Kenia, destinados a aliviar la situación de miles de personas emigradas a Kenia desde el cuerno de África, y a formar 350 maestros, ya que en esos entornos las escuelas son auténticos oasis de salvación e integración para los niños.

También ahora el enfoque selectivo de mi atención gira, sin que yo me dé cuenta, hacia la presencia de la música en la ciudad: desde el acordeonista callejero del túnel de Arco de Ladrillo, que acompaña casi a diario mi pedaleo por puente Colgante, pasando por el badoneón y el violín de los argentinos Tito Cartechini y Santiago Kuschevatzky (en las IX Jornadas del Acordeón "Ciudad de Valladolid"), hasta el concierto de Ángel Huidobro en la sala Delibes del Calderón cerrando el ciclo del bicentenario de Liszt. Sin olvidar la presentación del disco "Nazareno" grabado en el Auditorio Miguel Delibes por las hermanas Labéque y la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, bajo la dirección de Miguel Harth Bedoya y con el sello de la Deutsche Grammophon.

El revoloteo de la normalidad

Esta mañana, al retomar el ritmo de la vida normal, con el cansancio del poco sueño en las piernas y la borrachera en la cabeza de dos semanas tan intensas, la vista se fija en un pajarillo de cola larga y negra con dos manchas blancas en el plumaje, que revoloteaba delante de mí, como marcándome el camino. Se me adelantaba en cada volido y me esperaba posado en una ramita del seto que bordea el carril bici, para volver a escaparse con un zig-zag juguetón –qué lenta vas, colegota-, y a esperarme unos metros más allá.

Siguiendo con la mirada las piruetas del pájaro, mis pensamientos regresan a la variedad de la vida cotidiana: me pregunto cuál será la "firma importante" que el alcalde de Arroyo anuncia bajo el chaparrón de inauguración de los accesos a Ikea; y cómo será el final de la historia de la zona de La Antigua: ¿aparcamiento subterráneo o parque arqueológico?