viernes, 5 de agosto de 2022

Cuando escriba este artículo... (I): Perplejidad, botánica y una orquesta que pasaba por allí

Flota la luz en el silencio de esta mañana fresca de un verano recién iniciado, que hoy, 29 de junio, fiesta de san Pedro, me parece más burgalés que pucelano.

Todavía no sé que dentro de veintipocos días, cuando escriba este artículo, habrá llegado la segunda ola de calor, y que habrá sido mucho peor que la primera, esa que pasé encerrada en mi habitación sumando los grados de la fiebre de mi COVID a los del calor de la casa recalentada por un sol africano adueñado del valle de Olid. Así que hoy me sumerjo en la libertad de este aire fresco, ignorando todo lo que me rodea, y también mi pedaleo flota en este silencio incoloro que casi ni quebrantan los coches, avenida de Salamanca adelante, en dirección contraria a las aguas del Pisuerga, hasta dejar a mi derecha el Puente Colgante y adentrarme hacia el carril bici de la orilla del río.

Al pasar junto a las pistas de tenis del polideportivo Huerta del Rey, las voces y risas de los jugadores me ayudan a aterrizar en este mundo, ponen colores en el aire y me hacen darme cuenta de que el silencio en el que he venido flotando estaba hecho de la ausencia de niños en los dos colegios que me pillaban de camino, porque han empezado las vacaciones. Casi al mismo tiempo, se cruza conmigo una joven sudamericana que empuja la silla de ruedas de una anciana por el carril, y su perfume al pasar despierta en mí una euforia que parecería estúpida a cualquiera que se diera cuenta, porque nadie sabe que es el primer olor que percibo desde hace quince días. Quizás hoy, me digo, cuando llegue a casa también comenzaré a percibir los sabores de la comida.

Intentando entender esta nueva especie de mundo consternado

Voy llegando a la Plaza del Milenio, y ahora los que se cruzan conmigo en el carril -ya terrestre, sonoro y con aromas de río- son un abuelo con su nieto en la sillita de paseo. El niño, de unos dos años, tiene toda su atención en las dos ramitas llenas de hojas que lleva en las manos, y a las que examina con mucha atención, como si fuera un botánico experimentado que acabase de descubrir una nueva especie vegetal y tuviera que caracterizarla bien, relacionándola con las demás y a la vez distinguiéndola del resto. Y de repente pienso que así estoy yo desde hace algún tiempo (¿desde que empezó la invasión de Ucrania por Putin?, ¿o antes, desde la pandemia?), intentando entender esta nueva especie de mundo consternado en el que nos hemos ido adentrando, en el que suenan los tambores de guerra cada vez con más fuerza y en el que la tierra se va deteriorando de forma acelerada, y sin saber cómo casar la contemplación de las catástrofes con las alegrías cotidianas, triviales -ver florecer un árbol, escuchar una música emocionante-, o las más profundas, como el nacimiento de un niño en la familia.


Con la sombra de esa perplejidad que se ha convertido en mi compañera, sigo el trayecto mañanero, que hoy incluye tres paradas: en la plaza del Viejo Coso, llena ya para siempre del recuerdo de Maribel Rodicio como era antes del accidente; en la plaza de San Pablo, donde unos pocos estudiantes entran y salen del Instituto Zorrilla para algún trámite descolocado del calendario mientras en la última ventana de la fachada del colegio El Salvador reina una silla hábilmente colocada para esperar sentados a que se haga realidad la Ciudad de la Justicia; y, por último, en el quiosco entre Teresa Gil y San Felipe Neri, donde estos días alargo mis pequeñas compras para así escuchar al chaval que todas las mañanas toca el violín -ahora mismo está tocando la Pequeña serenata nocturna de Mozart- ante una cesta con un letrero: "Para pagarme los estudios".

Una orquesta que pasaba por allí

Todavía no sé que dentro de veintipocos días, cuando escriba este artículo, una inesperada coincidencia en el día de mi cumpleaños me habrá ayudado a encajar esta perplejidad. Porque ese día yo me encontraré en Burgos por casualidad, y, justo junto a la casa de mis padres y de mi infancia, la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, sin saber nada de mi calendario ni de mi geografía vital, me regalará un concierto en la noche burgalesa de la plaza de San Juan. Y así, escuchando las músicas alegres y tristes que habrá seleccionado con gran acierto el director invitado Salvador Vázquez, mi alma se dejará llevar por las notas que saldrán de los instrumentos, y bailará con ellas por entre las piedras iluminadas del antiguo monasterio de San Juan, uniéndose, por encima del tiempo y del espacio, con las emociones y perplejidades del arquitecto que lo construyó allá por el año 1091; las del que lo reconstruyó tras el incendio de 1538; las de los miles de peregrinos que en él se cobijaron a lo largo de todos esos siglos; las de los compositores de la música que en ese momento escucharemos (casi todos del siglo XIX), y las de todas las personas que lo estaremos disfrutando.

Y así me daré cuenta de que, en casi todos esos tiempos, tanto san Lesmes como la reina Constanza, el papa Sixto IV, Berlioz, Liszt, Leoncavallo, Borodin, Elgar, Bizet o Chapí también en algún momento percibirían que su mundo se estaba desmoronando y sentirían la perplejidad de gozar de las cosas más triviales o de las alegrías más profundas mientras la sangre se derramaba en guerras que nunca han acabado (aunque nosotros, pardillos, las imagináramos superadas solo porque no nos pillaban cerca) y miles de personas murieran en epidemias y pestes. Como ahora.

Pero hoy, día de San Pedro, veintipocos días antes de que escriba este artículo, todavía no sé nada de eso, solo alargo mis pequeñas compras en este quiosco entre Teresa Gil y San Felipe Neri para así escuchar al chaval que todas las mañanas toca el violín -ahora mismo está tocando la Pequeña serenata nocturna de Mozart- ante una cesta con un letrero: "Para pagarme los estudios". Echo unas monedas -la gente es generosa, la cesta está casi llena, incluyendo una cantidad respetable de billetes- y vuelvo a casa marcando el ritmo del pedaleo con un pensamiento que examina las cosas de la vida como si fueran nuevas, intentando clasificarlas como las hojas del niño de esta mañana: labiadas, pecioladas, dentadas, aserradas, alveoladas... guerras, pobreza, crisis, alza de precios, peligro de desabastecimiento energético, cambio climático, verano, tolerancia, hipocresía, mentira, redes sociales, frivolidad, sonrisa, generosidad... pero se me escapa el pensamiento y mis pedales vuelven a perderse en el silencio de este mediodía que comienza a vestirse de adelfas. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario