Son las
tres y media de la tarde, la hora ideal para recorrer la ciudad en bici -ya han
pasado hacia sus casas los trabajadores y los estudiantes del turno de mañana,
y todavía no ha comenzado la jornada de tarde-, así que pedaleo sin temor por
la temible (a otras horas) curva de Isabel la Católica hacia la calle San
Quirce y llego hasta el hospital del Río Hortega para visitar a una amiga a la
que acaban de operar. Ato la bici a una farola, trepo los seis pisos –los ascensores,
abarrotados, no llegan nunca-, empujo la puerta de su habitación (no mucho,
porque me acuerdo del trompazo que ayer propiné a la esquina de la
“tercera cama”, situada bajo el televisor), saludo a los familiares de la
otra paciente y me refugio en el hueco (pequeño) que queda junto a la ventana.
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Hospital del Río Hortega. Fachada. Jardines (Fotos tomadas de Wikimedia. Autora: Lourdes Cardenal) |
Mientras
cotilleamos sobre los nuevos ligues en el trabajo y cosas por el estilo –que
desvíen la atención lejos del motivo que nos reúne en esta planta de este hospital-,
dos auxiliares ponen sábanas limpias en "la tercera”, que estaba vacía,
para una joven a la que acaban de hacer un legrado. Menos mal que la paciente
no ha visto esta operación, porque a mi amiga y a mí se nos han puesto los
pelos como escarpias y no sé de dónde he sacado la absurda suposición de que el
Sacyl habría firmado un convenio con los albergues del Camino de Santiago para
aprovechar los colchones decrépitos y tal vez habitados que desechan los de la
ruta jacobea. Con las sábanas limpias y el almohadón planchado, la cama parece
de mejor familia.
Del Asia Oriental del tercer milenio a las obras
públicas del imperio romano
Salí
deprisa del hospital –me quedaba aún una caterva de recados por hacer,
separados entre sí por demasiados kilómetros partidos por los años que pesan
sobre mis piernas-, cargando con una bolsa de impresiones contradictorias
relacionadas con este edificio en el que nació mi hija mayor –la alegría se
multiplicaba entonces por la buena atención médica y de enfermería-, pero que
ahora, desde la pintura desportillada de sus paredes, la roña curtida de los
colchones y la tristeza de unos jardines convertidos en callejones traseros,
reclamaba a gritos la apertura ¡ya! del nuevo hospital de allende las
circunvalaciones.
Puente de la Bahía de Hangzhou (foto tomada de Wikipedia. Autor: Jürgen Zeller) |
Sospecho
que, si tuviera un poco más de cultura pucelana, podría escribir la historia de
esta ciudad siguiendo las callejas por las que voy acortando hasta el barrio de
las Delicias, pero en este momento las piedras solo me hablan de esa antítesis
entre lo antiguo y lo nuevo personificado en el hospital de Valladolid. Y se me
viene a la memoria otra pareja de ases pasado-futuro, que tuvo su origen en el
informativo de ayer por la noche: unas imágenes sobre la inauguración del puente
marítimo de la Bahía de Hangzhou (el más largo del mundo hasta el momento,
con 36 kilómetros de longitud), construido para facilitar el tráfico de
mercancías de Shangai, me llevaron sin remedio, por vía de surrealismo, a un
acontecimiento vivido en primera persona recién llegada a Valladolid.
Me
estrenaba en el Gabinete de Prensa de las Cortes de Castilla y León ayudando a Maribel
Rodicio con las notas de prensa, el dossier de recortes, las credenciales
de periodistas, las visitas culturales al Parlamento, la comunicación del
presidente Dionisio
Llamazares con los ciudadanos... cuestiones entre las que un día de 1984 apareció
una carta a este último remitida por el gobernador de una provincia japonesa,
explicando que pensaban construir un puente que uniría sobre el mar dos islas
del archipiélago de Japón (creo que era éste), y que, como parte del proyecto, estaban pidiendo a los
países donde se encontraban los puentes más relevantes del mundo documentación
sobre cómo su construcción había influido en la economía, la cultura y la
política de la zona. A Castilla y León se dirigían para ver cómo había influido
la construcción del... ¡¡Acueducto
de Segovia!! Desconozco cómo resolvieron este asunto, para el que a mí solo
se me ocurría contestar la carta en latín, explicando el progreso que el acueducto
había supuesto para la Provincia Tarraconensis de Hispania bajo los mandatos de
Domiciano, Nerva y Trajano.
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Puente de Akashi (foto tomada de Wikipedia. Autor: Kim Rötzel) |
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Acueducto de Segovia (foto tomada de Wikipedia. Autor: Phabus) |
Unos gatos, un penal viejo y la alegría de la
libertad
En
Delicias, mientras mi hermano suelda la pata de cabra de mi bici para poder
dejarla siempre de pie -como demanda su porte y servicio-, veo desde su ventana
los jardines de la fachada del centro de salud del paseo Juan Carlos I, en los que
una familia de gatos disfruta de los últimos rayos del sol antes del atardecer.
Esa reflexión difusa de la luz y del calor sobre la ternura de los gatos acompaña mis
últimos golpes de pedal hasta casa, que comienzo preguntándome si algo de lo
que hacemos ahora –los hospitales nuevos de aquí o los puentes sobre el mar de
China y Japón- tendrá tanta vida como el acueducto de Segovia, pero que pronto
viro hacia la ecuación del día (esa melé arquitectónica de recuerdos y
futuribles), a la que añade un nuevo factor evocativo: el hospital, con sus frontones
sobre pilastras cutres en la entrada principal y en la de la capilla, resucita
en mi memoria otros frontones sobre arcos de medio punto cutres.
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Autobús Pegaso Z-401, modelo que funcionaba en Burgos en los años 1950. (Foto tomada del blog El Pegasista) |
Sí, esa
misma impresión de decrepitud vivida hoy
en los accesos, habitaciones y pasillos del hospital la reconozco nieta de la
sensación más antigua de mi infancia: la de ir en un autobús decrépito
–hacíamos concursos entre los hermanos a ver quién resistía más tiempo con la
barbilla apoyada en el respaldo metálico del asiento de delante, a pesar de los
golpes en los baches- que nos llevaba "al Penal",
donde íbamos a jugar con nuestro amigo Fernandito (a la sazón, hijo de funcionario
de prisiones en Burgos). Allí, delante de aquellos arcos de medio punto de la
fachada del Penal (no sabíamos que significaba cárcel), jugábamos a las canicas
y a "punzón, tijerillas, ojo de buey", ajenos completamente a los
cientos de hombres que no podían salir de aquellas paredes para ser ellos
mismos -y padres, y hermanos, y esposos- porque habían tenido la osadía de ser
desafectos al régimen. Quizás hoy muchos países occidentales somos aquellos
niños, jugando a las canicas ignorando la proximidad de cantidad de hombres –y
de mujeres, millones de mujeres- que viven tras las rejas de la pobreza, del
hambre, del fanatismo...
Y no.
No puede ser casualidad que el periódico de esta noche –casi siempre leo los
periódicos por la noche- se me abra por el
artículo de Fernando Rey titulado "Oaxaca", que termina
recordando el brindis final del congreso que estaba teniendo lugar en esa
ciudad: "ese domingo –escribe- se celebraban las elecciones
en Paraguay, y uno de nuestros amigos era un profesor de ese país (ahora en
Harvard) que había sido torturado en su día por Stroessner. Estaba
feliz por la renovación política del Paraguay (aún con los riesgos que se
ciernen sobre el obispo
Lugo y sus políticas), así que en la sobremesa se empezó a brindar con
Carlos I (luego se agotaron todas las dinastías). Aquel domingo, todos fuimos
paraguayos. Nos parecía, más que nunca, que la palabra 'libertad' tenía la
magia de las palabras necesarias". Ojalá esa palabra –esa realidad- sea la
piedra del acueducto que dé testimonio de nuestra época.