Feliz Año 2013 |
Sin aviso previo, en la oscuridad de la mañana teñida de
niebla, en la primera curva de mi trayecto, la bici se deslizó graciosamente
-con toda la inercia del pedaleo rápido en el plato grande y el piñón pequeño-
y volcó hacia la derecha mientras mi cuerpo, enganchado en su inconsciente
trayectoria hacia la izquierda, se desplomaba en escorzo y se arrastraba un
pequeño trecho; y mi cerebro, que inútilmente recopilaba datos y se afanaba por
llegar a una explicación en tiempo real de lo que estaba ocurriendo, reservaba
una esquinita de su procesador para hacer recuento de los detalles del
trompazo: "Golpe en la cadera -bah, no ha sido gran cosa-; ¡jobar, la
cabeza! -creo que el golpe se ha quedado en el casco-; bueno, ya se ha parado
todo y parece que estoy bien".
Me puse de pie y comencé a flexionar una rodilla, la otra,
los dos brazos, giré suavemente el cuello, y todo respondía sin estridencias.
"¿Se ha hecho daño?" -un empleado municipal con chaleco reflectante
se acercó solícito-. "Esta mañana está habiendo muchas caídas por la
niebla helada en el suelo. Precisamente vengo de echar sal por toda esa zona de
ahí atrás". Y yo golpeé un poco el suelo, con curiosidad -la vista no
distinguía ni trazas de brillo sospechoso en el pavimento del carril bici ni en
la acera- y comprobé que, efectivamente, las suelas de mis zapatones de
colegial resbalaban como patines recién engrasados a pesar de tener más dibujo
que los neumáticos de un camión de gran tonelaje.
Historia en equilibrio
de alambre
Transcurridos cinco días desde la trapajada, de la hazaña
solo me ha quedado un moratón con forma de cráter lunar junto a la cadera
derecha, un tironcillo muscular en el cuello que ya casi ni se hace sentir, y
la manía menguante de alargar de vez en cuando un pie hasta el suelo para
comprobar el agarre del pavimento. ¡Ah!, y una reflexión empecinada sobre la
necesidad del equilibrio en la vida, que se me coloca como filtro de la cámara
del pensamiento en toda ocasión y sin ella.
Por ejemplo, me acerco hasta la exposición que ha ocupado toda esta temporada el vestíbulo de las Cortes –la historia de Castilla y León en veinte escenas de plastilina-, y, mientras contemplo a Santa Teresa en éxtasis, al burgalés Martín Antolínez entregando el cofre de arena al judío Raquel, a los albañiles medievales construyendo el monasterio de Moreruela o a Miguel de Unamuno departiendo con sus colegas universitarios en un café de la plaza mayor de Salamanca, me encuentro pensando que quizás la plastilina sea uno de los mejores materiales para reflejar la historia; siempre –claro está- que se sujeten las piernillas de los personajes con un armazón de alambre. Así se logra un equilibrio entre la flexibilidad necesaria para saber que nunca llegamos a conocer la verdad completa -por muchas horas que los historiadores honrados inviertan en los archivos dejándose los ojos en los legajos- y el rigor imprescindible para impedir que los hechos se deformen sin límite a la medida de los prejuicios y sectarismos de moda en cada momento y lugar.
Viento, identidad y
equilibrio inestable
Cuando, a la salida del trabajo, pedaleo hacia el Campo
Grande para ver la nueva pajarera de paredes de cristal, todavía llevo en
la memoria el muñeco de Julián Sánchez "El Charro" apresando al
general gabacho Reynaud en Ciudad Rodrigo. Pero enseguida, mientras me abro
paso entre las numerosas familias numerosas de pavos reales que pueblan el
parque, otro pensamiento toma el relevo, y me doy cuenta de que casi todas las
noticias que me han llamado la atención en estas semanas, como esta misma de la
pajarera, tienen que ver con la identidad de Valladolid: los premios
por "Ríos de Luz"; la
policía montada de Pucelandia a punto de estrenarse en Pingüinos; la
posibilidad de que el
"leyenda del Pisuerga" vuelva a navegar de manos de un empresario
francés; el rescate y transformación de las viviendas
de realojo de San Pedro en chalets adosados de protección oficial; la
pastorada por pleno paseo Zorrilla marcando la olvidada senda de la Cañada
Real; el éxito
del leñador en el belén que la familia Trebolle instala cada año en San
Lorenzo; Javier
Angulo, que renueva dos años más
como director de la Seminci; o Amancio
Prada que viene a cantar su relación con Valladolid.
Pero en realidad no he cambiado de monotema, ya que tras el
tema de la identidad sigo teniendo de obsesiva música de fondo la cuestión del
equilibrio. Y así, a la vez que peleo contra el viento que esta tarde zarandea la bici sin piedad y me hace subirme a la acera por miedo a acabar bajo las
ruedas de algún coche, pienso que la identidad es como este viento, uno de los
retos más grandes para conservar un equilibrio inestable: entre un paralizante
apego al pasado y la insensatez del cambio por el cambio; entre la afirmación
de lo propio y la solidaridad con todos los demás, al fin y al cabo, seres
humanos tan idénticos a nosotros y tan variados como los de nuestro pueblo.
Cremalleras y
fariseos
Victoriosa contra el viento llego a la paz del hogar -uno de
cuyos placeres es abrir el correo y recibir cartas como las antiguas-, solo
turbada por el correo no deseado, que antes nos ofrecía agrandar el tamaño de
nuestro pene y que ahora pide nuestro apoyo para
múltiples iniciativas de lapidar a los corruptos, vagos, avariciosos e
insolidarios políticos. Y de repente lo veo todo claro: cuando no sabemos
guardar el equilibrio de la identidad, recurrimos al espejo invertido: nosotros
–todos, cada uno- somos los buenos porque tenemos a alguien a quien señalar con
el dedo como los malos de la historia: los otros.
Y así, mientras rasgamos nuestras vestiduras con gesto
airado –por cierto, tengo para mí que la cremallera no la inventó Elias
Howe, ni Whitcomb L. Judson, ni Gideon Sundback, sino los fariseos, que no
daban abasto para comprarse túnicas nuevas después de rasgarlas-, entonamos
aquella conocida tonadilla: "gracias te doy, Señor, porque no soy como los
demás: injustos, adúlteros, etc. Yo pago los diezmos de la menta, del comino y
del eneldo".
Hablando de eneldo, ¿para qué salsa me dijeron anteayer que
era bueno? Tengo que preguntárselo a mi amiga Marifé, que cocina de vicio,
pienso mientras escucho en youtube a Mercedes Sosa cantando La maza, que certifica mi fijación
con el equilibrio, al descubrir en esta canción de lucha apasionada un par de
versos en los que nunca antes había reparado: " Si no creyera en la
balanza, / en la razón del equilibrio, / si no creyera en el delirio, / si no
creyera en la esperanza..."