En el servicio de Urgencias del Clínico nos atiende un médico
joven y amable, con cabeza pelada y acento cubano, que nos informa de las
pruebas que deben hacer a la paciente para confirmar el diagnóstico inicial. Durante
la larga espera, llegan a nuestros oídos retazos de conversaciones desde un
mostrador cercano, en el que un doctor quizá vietnamita, bajito y con gafas,
aguanta con paciencia oriental las bromas de algunos compañeros, mientras otras
voces de facultativos y enfermeros –jóvenes, mayoritariamente femeninas y
representativas de todos los acentos del continente sudamericano- cruzan partes
de trabajo, peticiones de material y recados personales o comentan los
sucedidos de la semana que acaba de terminar. Una pareja –la única con habla
prístina de Valladolid hasta en el laísmo- termina el turno y salen juntos,
despidiéndose con una cita para la noche.
Anatomía de Grey,
gitanos en la sala de espera y final de baloncesto
Diríase que nos encontramos en una versión española de Anatomía de Grey, que
se diferencia de la original en dos detalles notables: aquí no hay ningún
norteamericano, y la sala de espera está abarrotada de familias gitanas. Pero
todos desaparecen como por ensalmo a las cuatro de la tarde, y se hace un
profundo silencio, roto solo por las exclamaciones procedentes del cuarto de
médicos y enfermeros cada vez que Pau Gasol logra driblar a los yanquis,
Navarro encesta un triple o Rudy Fernández falla un pase al compañero en este
partido final de las olimpiadas. Y yo recojo mi melena en una trenza, por si mi
piel cetrina logra pasar por calé, ya que me siento como el Toro de Osborne,
obligada a conservar la tradición de los servicios de urgencias en este domingo
de deserción generalizada.
Calle Mirabel: ingenieros y fantasmas en el
seminario
De vuelta a casa, mientras pedaleo por la calle Mirabel
entre el antiguo seminario menor y el abandonado Instituto de Santa Teresa, el
calor de la tarde bordea todos los objetos con un halo de luz licuada, que
ahora tiembla sobre las verjas de ambos edificios y me traslada en el tiempo
hasta el año 1985, en el que el Seminario Menor servía de sede provisional a la
Escuela de Ingenieros Industriales. Allí pasábamos las noches de aquel verano
-traduciendo libros, tecleando borradores o completando listas de bibliografía
para echar una mano a los autores- un grupo de amigos y parientes de los tres
pioneros (Laurentino Miguel, Juan Carlos Fraile y Arturo Alonso) que iban a
presentar en octubre los primeros proyectos de fin de carrera en el flamante
salón de actos de la nueva Escuela, ya en el Campus del Esgueva. Si en algún
momento de la noche necesitábamos salir del aula al servicio, siempre alguien
nos recordaba que no debíamos asustarnos si encontrábamos a un hombre
deambulando por los pasillos, porque se rumoreaba que allí vivía, a su aire,
algo averiado, un familiar de algún cátedro pucelano; a decir verdad, nunca
pude comprobar si era cierto o leyenda urbana, pero daba su toque de misterio a
esos empachos de trabajo nocturno sobre autómatas programables y otras
zarandajas.
Cine, guerra y Casa
de Alepo
El súbito color verde del semáforo sobre mi ojo derecho me
rescata del túnel del tiempo, pero no disipa la magia de esa luz transfiguradora
que es la protagonista de todos los agostos, tiñendo las diferentes horas con
el color sereno de nuestro descanso y un toque de nostalgia de lo que podría
ser.
Antes, por mi trabajo, pensaba que el protagonista de agosto
era el Curso de Cine de la UVa, al que le deseo que
se cumplan los deseos de Javier Castán, y el curso supere definitivamente el
corte de cordón umbilical que fue la jubilación de Francisco Javier de la
Plaza y celebre triunfalmente en 2013 sus bodas de oro. Aunque tampoco hay
tanta diferencia entre ambos protagonismos, porque, oyendo a Santos
Zunzunegui en ese mismo curso, pienso que la luz de agosto se parece a la
que impresiona la placa esas veinticuatro veces por segundo, recreando y ayudando
a entender historias y vidas tan raras como las reales.
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Salón de Casa de Alepo. Museo de Pérgamo. Berlín |
Porque es difícil hacerse a la idea de que pueden ser
ciertas –y no fruto de la imaginación cinematográfica más truculenta- las imágenes
que digerimos cada día sobre el horror y la muerte en Siria, en medio de una
luz polvorienta que nos confunde, porque es la misma luz que por las tardes
convierte a las pandillas de chavales que vuelven en bici de las piscinas a sus
pueblos en triunfantes jinetes del apocalipsis por obra y gracia del polvo de
las cosechadoras velando el contraluz del atardecer. Y en medio de esa confusión
de realidades hermosas y terribles bajo la misma luz, una voz en la memoria me
recuerda que Alepo –el nombre propio de la tristeza y la vergüenza en este
verano- es la
misma ciudad que personifica la paz y la belleza en el Museo de Pérgamo en Berlín,
con esa sala revestida de madera policromada realizada en el más puro arte
islámico para un comerciante cristiano.
Fuego en la tarde, lluvia
en la noche y estelas de madrugada
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Imagen de las Perseidas en Wikipedia |
Han pasado las olimpiadas, han llegado y se han ido las
fiestas de todos los pueblos en la mitad de agosto, y, mientras me encamino
solitaria al lugar donde me esperan para las vacaciones, asalta la radio de mi
coche el nombre de la desesperanza hecha noticia: Samia
Yusuf Omar, la corredora somalí que encontró la muerte (allá por abril, y
nos enteramos ahora) en la patera que debería haber sido su carruaje de
cenicienta con deportivas de cristal. Poco a poco, la bola de fuego naranja que
baja en el horizonte va prendiendo las nubes hasta que todo el cielo es una
orgía de rojos, dorados y violetas. Y justo entonces suena la canción "Cuidándote", de
Bebe, que me hace preguntarme, sobrecogida, cómo la tristeza puede
transformarse en algo tan bello.
Y nuevamente creo encontrar la respuesta en esa luz de
agosto que también transfigura las noches con lluvias de estrellas, convierte
las carreteras en alfombras mágicas los días de luna llena, y en las noches
oscuras de luna nueva es el cielo lo que alfombra con la Vía Láctea, mientras
el pueblo del que salimos se convierte en el decorado de la película de nuestra
vida, que transcurre allí lejos, como sin inmutarnos. Ya llegará en septiembre
el momento de preguntarnos cómo
será la plaza España de Valladolid sin la iglesia de los Capuchinos y si el
aeropuerto
de Villanubla ha conseguido recuperar viajeros y superar la crisis que
ahora mismo amenaza a parte de la plantilla.