Esta tarde, al volver del trabajo pedaleando sin esfuerzo
gracias al viento nordeste que me empujaba derechita a casa, dos personas
ocupaban mi pensamiento.
En el tramo de la avenida de Salamanca que bordea Arturo
Eyríes, pensaba en Agustín
García Simón, en cuánto me gustaría tener su conocimiento de las plantas y
la maestría con que describe la naturaleza en varios relatos de Cuando leas esta carta, yo habré muerto.
Así hubiera sabido qué arbusto, matorral o hierba exhalaba el perfume que
durante un rato ha impregnado el aire de alegría, haciéndome olvidar el humo de
los tubos de escape que me atacaban por el flanco izquierdo.
También habría conocido los nombres de los árboles cuyas
hojas alfombraban esta mañana el paso de mis ruedas: unas de color amarillo
pálido, recién perdido el verdor de su apogeo; otras doradas; las más, en
distintos tonos del cálido naranja virando hacia el marrón; y algunas, apenas
empezando a caerse, rojas de vino, sangre o carmín. La mezcla de sus colores
revivía en mi cabeza el sonido de los chelos que anoche me perdí escuchando -al
buscar en internet las piezas con las que Georgina
Sánchez y Francisco José Gil han ganado el Concurso Internacional Saverio
Mercadante- y que hoy han llenado de color y de emoción mi pedaleo hacia
la oficina del prosaico lunes.
Libros, náufragos y
pequeñas islas de salvación
Pero no es el caso, así que, una vez más, mientras arranca
mi ordenador y me dispongo a empezar una semana idéntica a las cuarenta y
tantas anteriores, me hago el propósito -que llevo formulando cuarenta y tantas
veces- de buscar las imágenes de esas plantas en Google y comparar sus nombres con
el recuerdo y las fotos de las que me acompañan en los caminos de los veranos y
en las escapadas fugaces de los otoños. Como la que hago en el rato del
almuerzo, alargándome hasta las bibliotecas de la plaza de San Nicolás y la de
Filosofía y Letras para devolver sendos libros y para seguir disfrutando del
viento en la cara.
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Exposición "Naufragios" en el vestíbulo de Filosofía y Letras |
En Filosofía y Letras me reciben mis ya casi amigos, los
náufragos de Eduardo
Cuadrado, que siguen paseando su soledad y abandono, ajenos al brillo del
mármol donde ahora se asientan y ajenos al interés de un grupo de estudiantes
que escuchan las explicaciones de la profesora de Historia del Arte sobre el
simbolismo de sus cabezas sin rostro; pero consiguiendo con su sola presencia
el objetivo del autor: provocar
esa comunicación que pueda servir como pequeña isla de salvación para el
naufragio de una sociedad que va a la deriva.
Vuelvo deprisa hacia el trabajo –ahora con el viento a
favor-, pero, al pasar por la plaza de Poniente, paro un instante a contemplar
la caseta de la librería Relieve y a guardar su imagen en mi memoria y en un
par de fotografías, ya que pronto será otro recuerdo del pasado, cuando la
piqueta eche abajo sus cuatro ladrillos, embellecidos
hace apenas un año por el mural de Miguel Segura, para hacer sitio a la
carpa que acogerá los puestos del mercado del Val. Y todos nos volvemos hacia
Pepe Relieve, admirados de la constancia de su amor por los libros, otra de las
tablas de salvación para el naufragio.
Librería Relieve en la Plaza de Poniente |
El realismo de
perseguir lo imposible
Sí, quizás sea este viento ligero y la luz del sol después
de los días de lluvia. El caso es que en los cinco minutos de trayecto de
vuelta hasta el duro banco de mi galera turquesa, flanqueado por otros tantos
árboles y plantas de la Rosaleda y las Moreras cuyos nombres quizás nunca llegue
a conocer –salvo los que ya el cartel de los paseos me regala-, las noticias de
estas últimas semanas se me reinterpretan.
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Malala Yusufzai. Foto: Mainuddinhaque (Wikipedia) |
Recuerdo una entrevista de la televisión
francesa con Nabil Ayouch (Espiga de Oro en esta última Seminci por su
película Los caballos de Dios),
en la que manifiesta su sueño de contribuir a la reconciliación entre judíos y
musulmanes. Y se me juntan en la memoria con las primeras declaraciones de Lorenzo
Silva nada más recibir el premio Planeta, en las que expresa su deseo de
que entre Madrid y Barcelona no haya más líneas de separación que la imaginaria
del meridiano. O con las imágenes de Malala
Yusufzai en el hospital de Birmingham rodeada de sus padres y hermanos y
pidiendo los libros para preparar sus próximos exámenes en Swat. Y lo que en
aquellos momentos me parecieron, respectivamente, buenas intenciones sin pies
en la tierra, buenismo empresarial orquestado y enésimo episodio de una guerra ¿perdida?,
hoy lo veo como la mejor mezcla de realismo y optimismo, la única capaz de dar
pasos adelante apoyándose en la complejidad y riqueza del ser humano por encima
de los estereotipos maniqueístas y simplones.
Incluso en la vecindad pucelana encuentra la memoria
muestras recientes de este realismo tan raro que se escribe con el signo
positivo. Como la reciente feria
de emprendedores, con su respectivo concurso
de proyectos a poner en marcha en la vida real. O el esfuerzo de sindicatos
y empresa de Renault por llegar a un acuerdo para el que hoy mismo se conocía el
merecido final
feliz.
Sencillo placer
Esta tarde, al volver del trabajo pedaleando sin esfuerzo
gracias al viento nordeste que me empujaba derechita a casa, dos personas
ocupaban mi pensamiento.
Y la segunda era el encargado de la tienda donde compré y
mantengo mi bici, que a menudo lleva una camiseta con la inscripción "Nada
es comparable al sencillo placer de montar en bicicleta". Esta frase, que
Google me localiza al momento como cita de John F. Kennedy, refleja
perfectamente la expectativa de las pequeñas satisfacciones sin cuento que nos
hace, cada mañana de invierno, embutirnos en cuantas prendas el frío haga
menester, desde la punta del pie hasta el reborde superior de la oreja, y
cargar con una mochila de ropa limpia y aperos variados, sabiendo que, al
emprenderla sobre dos ruedas, cada jornada se tiñe un poco de juego y de
aventura. De la sonrisa necesaria para circular entre la pena y pena de no tener
seguro absoluto en nadie -empezando por el que nos mira desde el espejo-. Pero sí
el suficiente.