No era el mejor cuadro del museo ni el mejor momento para
admirarlo. De hecho, muchos otros le hubieran ido por delante en la memoria de
mis emociones al final de esta visita maratoniana al Prado, en la que solo tres
obras se me habían quedado a vivir en la retina junto a todos los velázquez,
goyas y boscos de visitas anteriores: el Fusilamiento
de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, de Antonio Gisbert; Doña
Juana "la Loca", de Francisco Pradilla; y Cristo
muerto, sostenido por un ángel, de Antonello da Messina.
Sin embargo, algo hizo que mi atención, ya exhausta, se
detuviera en las dos mujeres jóvenes que hostigaban a un anciano caído en tierra.
Una de ellas, con el torso desnudo y risa burlona en la cara, empuña una lanza
con la que amenaza al viejo, al que tiene agarrado por los cabellos, mientras
su amiga, desde el otro costado, casi le clava el garfio con el que le sujeta
sus grandes alas –mordisqueadas por un angelito travieso en el centro
geométrico del cuadro-, por las que deduzco que el protagonista postrado debe
de ser algún personaje mitológico. Aunque pronto me doy cuenta de que lo que
había enganchado mi interés no estaba en el lienzo, sino en el cartel
explicativo incorporado al marco: "El
Tiempo vencido por la Esperanza y la Belleza". Era como si alguien hubiera
adivinado mis pensamientos y quisiera ofrecerme una puerta de escape a estos
meses dominados por la percepción angustiosa del tiempo que se disuelve en la
nada y nos lleva consigo.
Flores efímeras y grillos
en la noche
De un tiempo que se escondía entre los girasoles
especialmente brillantes y fecundos de este mes de agosto -crecían hasta en las
cunetas- y que se burlaba a mi paso los pocos días que lograba escaparme con la
bici: "A ti te pasa como a estas flores; si algún día dan fruto, ellas ya
no estarán para disfrutarlo". Y yo, que me había rendido en la lucha por
conquistar algunos ratos que dedicar a las cosas que me gustan, arrastraba mi
nostalgia para lloriqueársela a las estrellas en la caminata nocturna. Mientras
la gente a mi lado comentaba las noticias del día –las patrullas
de agricultores que salían cada noche para evitar los robos de cobre y de
gasoil, lo que la gente es capaz
de hacer para encontrar trabajo, un cochazo
del jeque de Abu Dhabi a la puerta de un hotel de Valladolid-, yo solo
escuchaba el canto de los grillos, acompañamiento musical del "Y yo me iré. Y sequedarán los pájaros cantando", que se me había pegado al pensamiento
como el estribillo obsesivo de una canción que no logras retirar de tu mente.
La Leyenda del
Pisuerga y la ciudad cambiante
Se cierra la puerta de acceso a la rampa de embarque, y la
orilla del Pisuerga se transmuta en muelle portuario por obra y gracia del
sonido de la sirena –casi puedo oler la sal por encima de esta peste de
amoniaco de origen humano que están dejado en las Moreras las fiestas que
acaban de comenzar-. Un operario desata las amarras, y las aspas de La Leyenda
del Pisuerga comienzan a girar bajo sus cinco banderas: Valladolid, Castilla y
León, España, la Unión Europea y la enseña tricolor francesa, con la que el
propietario del barco remozado rinde homenaje a la patria que le vio nacer. Y
yo, de vuelta en la ciudad y en el curre, como si tuviera el ánimo renovado de
quien comienza el curso, pedaleo por la orilla izquierda del río escoltando al
barco de Pucela en esta
travesía de reestreno, igual que lo hacen en el río un palista con su piragua
y una familia entera de patos con uniforme blanco de gala.
Mientras pedaleo esquivando cristales de botellas rotas,
pienso que en alguna parte debe de estar el secreto de una vida fructífera, el
discernimiento de las cosas importantes que me ayuden a escapar de las fauces
sangrientas de Saturno (no sé cuál de los dos cuadros es más terrible: si la fealdad
espantosa del de Goya o la belleza
trágicamente realista del de Rubens). Pero no encuentro en las aguas, ni en
los árboles, ni en los ojos de la gente nada diferente al transcurrir del
tiempo, por mucho que se empeñen el cuadro de Simon
Vouet en el Museo del Prado y otras
tantas circunstancias en contubernio de optimismo organizado que se me van
cruzando en el camino.
Porque casi no acabo de volver del museo de los Madriles cuando ya los titulares locales hablan
de la belleza y la esperanza, con la disculpa de los Poemas
de Miguel Velayos que se exhiben en un espectáculo poético teatral en el
LAVA. Y el caso es que yo me esfuerzo: intento apreciar la belleza incluso en
las gazanias que me despiden y me esperan cada día a la puerta de casa –siempre
las tuve manía por la hojarasca sin lustre que las rodea y porque aún no se han
abierto cuando salgo y ya se han cerrado cuando vuelvo- y ver motivo de esperanza
en los proyectos que se abren paso a pesar de la crisis, como los avances importantes que se han producido hace unos días en la investigación con células
madre en los equipos dirigidos por Juan Carlos Izpisúa y por Manuel Serrano; pero se me
antoja una esperanza lejana, cuyos frutos no los verán mis ojos. Y lo mismo
concluyo de otros proyectos más modestos de Pucela –la
estación Gourmet, el nuevo albergue-hostal
en la calle Paraíso, The Book Factory Hostel, que puede aportar un nuevo aire, si se realiza con
acierto, a nuestra abundante población Erasmus-, que los veo como la
transformación de una ciudad que ya no será la mía, sino la de los que vivirán
mañana.
El sermón de la Misa
y la fuerza del viento
El domingo pasado estuvieron a punto de ceder las murallas
de mi melancolía, acosadas por las trompetas de Jericó de esa bien orquestada
campaña de pensamiento positivo en la que el destino había juntado el título
del último libro de Irene Villa (Nunca es
demasiado tarde, princesa) con la prédica de José María Rodríguez Olaizola
en la Misa de Jesuitas. Comentando el evangelio ese de los siete hermanos que
se casaron sucesivamente con la misma mujer, el cura afirmó que cualquier
persona tiene la posibilidad de hacer realidad la vida eterna desde ya, desde
aquí mismo, dando amor y luchando por la justicia, que son realidades eternas
que están por encima del tiempo y de la muerte.
