Sopla el viento cuando salgo del hospital, y arranca las
primeras gotas de lluvia de estas nubes locas que han convertido marzo –y lo
que va de abril- en una sucesión de chaparrones con intervalos de oscuridad a
secas. Pero pienso que lo de ahora será pasajero, así que desengancho mi bici
de la pata de una de las sillas de Mariscal y comienzo, contenta, el camino de
vuelta a casa por el carril-bici-peatonal-canino de la calle Arribes del Duero.
Para cuando cruzo la carretera de Segovia y bordeo el Pinar
de Jalón, la lluvia es ya considerable, pero no me desanimo ni busco refugio en
la marquesina de la gasolinera junto al Lidl, porque me dura el ánimo positivo
de las minivacaciones de Semana Santa y porque a estas alturas me he dado
cuenta de que la visera de mi casco tiene una especie de canalón que bifurca el
agua hacia dos cuernecillos laterales por los que desembocan sendos regueros,
dejando libre, justo frente a mis gafas, el espacio de una pantalla nítida en
la que contemplar la vida a lo largo de los 8,2 kilómetros de mi camino –debería
decir las 4,43 millas de mi navegación-.
Llego a casa calada hasta los huesos, y, mientras
regalo mi cuerpo con ropa seca, mi pelo con la caricia del aire caliente, y
meto en la lavadora todas mis pertenencias, me siento eufórica, con solo la
sombra de un remordimiento: el de haber afirmado en otro artículo –infame
calumnia que hoy desmiento- que
mi bici no sabía nadar. Es mi biciclo puritito donaire vadeando charcos
como lagunas.
Medardo Fraile y el
Pisuerga turbulento
También hoy desafío a las nubes en un breve trayecto hasta
la plaza de San Nicolás, porque termina el plazo para devolver a la biblioteca los
libros de Medardo
Fraile que saqué el mismo día que me enteré de su muerte –y de su vida y
obra, que hasta ahí llegaba mi ignorancia- y que han sumado estos días la bella
tristeza de sus cuentos a la belleza triste de las tardes lluviosas junto al
mar. Voy pensando, mientras bordeo el Pisuerga turbulento, en cierto parecido
entre el fatalismo de algunos relatos de Fraile y el desamparo que sentía hace
treinta años con El Jarama de Sánchez
Ferlosio, cuando la chica se ahogaba en el río mientras la vida seguía completamente
al margen, ignorante de su tragedia.
Me saca de mis cavilaciones el ruido de un helicóptero que
sobrevuela el río por encima del puente de Isabel la Católica ("deben de
estar controlando el caudal, ojalá este año no llegue a desbordarse", me
digo), y, cuando llego a la intersección del paseo con San Quirce, me sorprende
la muchedumbre de curiosos en la Playa de las Moreras, donde un compañero
periodista me informa de que el helicóptero, las lanchas y el gentío no son por
la crecida, sino porque buscan el cuerpo de un
chaval que ayer se perdió braceando en la corriente.
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Iglesia de La Antigua. Fotografía de Luis Laforga tomada de su web |
Valladolid no será la
misma sin su mirada
Después de ese día he seguido, como siempre, bordeando el
río –hacia el este, aguas arriba, por la mañana, y a favor de la corriente, en
contra del viento, por la tarde-, todavía turbulento, todavía con las Zodiacs
buscando sin éxito; y yo, temiendo abrir el periódico o escuchar la radio al
llegar a casa, porque la desembocadura de cada atardecer ha estado desde
entonces acompañada por el tañer del toque de difuntos: un toque quedo por la muerte
absurda de Lee Halpin, joven
periodista de New Castle, que quería demostrar su valentía viviendo las
historias que contaba; solemnes toques de nostalgia, hagiografía y vituperios
por las muertes simultáneas de Sara Montiel, José Luis Sampedro y Margaret
Thatcher; y el toque tremendo de clamor que el miércoles paralizó mis dedos en
el teclado al leer que ya no volveremos a encontrarnos por las calles de Pucela
la figura inconfundible de Luis
Laforga con su bolsa al hombro y la cámara en su mano maestra.
Me asomé a la noche, buscando instintivamente la compañía de la luna, pero se había vestido
de riguroso luto de luna nueva y me negaba el consuelo de esa luz que derramaba
sobre los contrapicados granangulares de los edificios de Laforga mucho antes
de que existiera "Ríos de luz". Me dio por pensar que nos va faltando
demasiada gente de la que ha marcado el carácter de la ciudad. Que Valladolid
ya no será la misma sin el secreto de su mirada, igual que no lo es sin Miguel
Delibes, Fernando Urdiales, Francisco Pino, o sin Miguel Escalona sentado junto
a la puerta del Desierto Rojo.
Rosa Chacel y la
creatividad artística en Valladolid
Así se lo contaba esta tarde a Rosa Chacel, junto a la que me
senté un momento en su banco de Poniente. Pero ella, siempre tan tranquila, con
una rosa que no se marchita en su regazo, parecía contestarme que esos
pensamientos son propios de quien que se empeña en bracear inútilmente contra
la corriente del tiempo, en lugar de sentarse pacíficamente, como ella, a
contemplar lo mejor del Valladolid de cada momento.
Y es verdad. Mientras me despedía de ella y guardaba la
cazadora en la mochila –me ha pillado el calor sin cambiar de atuendo, y me
achicharro pedaleando con tantas albardas-, me he dado cuenta de que hace menos
de un mes, antes de que me acometiera la tristeza de las aguas, andaba yo de
zarandillo, trotando entre exposiciones, conciertos y presentaciones de libros,
asombrada de que Pucela tuviera tanto que celebrar en el
día de la creatividad artística. Y ahora me recreo en todo ello: Félix
Cuadrado Lomas cuenta cómo cedió y accedió a ser nombrado académico
honorífico de la de Bellas Artes, de la que también ha entrado a formar parte
María Ángeles
Porres, recibida por Diego Fernández Magdaleno; mientras tanto, Belén
González, que andaba exponiendo fotocopiadoras feas en "Creadores
transfronterizos" como una reflexión sobre lo efímero de la
experiencia artística, fijaba en bronce un árbol de fuertes raíces, homenaje a
Delibes, en la puerta de la casa donde nació el escritor; y Alejandro
Cuevas aprovechaba para ganar el Premio Internacional de Cuentos Lena.
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Escultura de Belén González en la casa donde nació Miguel Delibes |
Eso, sin contar a los chavales que empiezan con paso firme y
trabajo serio. Entre ellos, la violinista Clara Alonso Tofé, que
ofreció un magnífico concierto
en el Ateneo de Valladolid junto al pianista Francisco Fierro; y el
grupo Octubre
Polar, que ha conseguido situarse en el primer
puesto del concurso de bandas del Arenal Sound, en el que, si les ayudamos
desde Pucela con unos cuantos votos, compartirán escenario central con los
grandes.