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Seto de durillo (Viburnum tinus) |
Lo tenían todo preparado, así que aprovecharon para su
actuación los pocos días sin lluvia de finales de abril y primeros de mayo. Comenzaron
los viburnos o durillos
-anodina colección de hojas verdes durante el invierno-, levantando por todos
los rincones de la ciudad sus ramas cuajadas de pompones blancos como
animadoras que cantan las letras de su equipo. Cuando ya habían logrado la
atención de toda la gente y comenzaban a marchitarse, tomaron el relevo las
fotinias*, en cuyos brotes oscuros casi nadie había reparado, pero que
ahora hicieron estallar esos mismos setos en incendios de hojas rojas, entonando
el aria despampanante de la llegada de la primavera (este año, almendros y
cerezos habían tenido que conformarse con un protagonismo anémico y sospechoso
de mentira, incapaz de requerir nuestra mirada bajo la orla de los paraguas).
Por último, irrumpieron en la parte superior del escenario los árboles del amor*
–o de Judea, o de Judas, que también así los llaman-, que inundaron de flores
rosas y violetas los márgenes de avenidas y paseos, dando paso a la apoteosis
final del divo en pleno semáforo junto al Museo de la Ciencia. Y, una vez que
estábamos todos admirándolos con la boca abierta y friéndolos a fotos con
nuestras cámaras, móviles y tablets, desaparecieron sin más explicaciones, como
ocurre en cualquier flashmob
que se precie.
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Fotinia con brotes jóvenes |
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Árbol del amor (Cercis siliquastrum) junto al Museo de la Ciencia |
La Florida que nunca
existió y la Uralita de nuestros amiantos
Para colmo, volvieron las lluvias y los fríos, y la crónica
de nuestras vidas regresó con redoblada melancolía hacia los anillos
periféricos de la ciudad, donde los sueños
no cumplidos de expansiones
urbanísticas y los despojos contaminantes de industrias abandonadas
ofrecían el perfecto muro para las lamentaciones de esta crisis que nos
consume. Y allí la siguió mi bici aprovechando las escampadas entre nube y nube
de la mañana del sábado.
Paraba cada poco trecho de la alambrada de Uralita, viendo
cómo han dejado las instalaciones los buscadores de chatarra, pero también
preguntándome qué tiene la unión de escombros y naturaleza enferma, que subyuga
a la imaginación y le cuenta a nuestras cámaras historias llenas de misterio y
de nostalgia como la que puede encontrarse en esta foto de Agustín
Hernández en Flickr. Pero, sobre todo, viendo la torre con el logotipo de
la empresa en lo alto, me preguntaba qué será del nonato Plan Parcial de la
Florida, que iba a ser el vecino más próximo a la Uralita, pero que nunca llegó
a ver la luz como esa cuña de la ciudad que se abría paso entre los polígonos
de Argales (ya engullido completamente por el casco urbano) y de San Cristóbal.
No es que me alegre de que Diursa no haya podido hacer
realidad aquel proyecto
de Alberto López Merino y Gerardo Méndez que se presentaba como el plan parcial
con mayor porcentaje de vivienda protegida; pero sí estoy segura de que será
mejor que se lleve a cabo cuando la empresa
responsable haya limpiado de residuos peligrosos todo el solar de la fábrica y
los futuros habitantes no se expongan a respirar fibras de asbesto que lleven
la ruina a sus pulmones.
Con estos pensamientos, emprendí el camino hacia el paseo de
Juan Carlos I por el arcén de la carretera de Madrid, y descubrí, justo al
pasar por encima de la vía de Fasa, la mejor vista de conjunto de la desolación
de la Uralita. Sólo una esfera de dimensiones considerables en el ángulo inferior
izquierdo del visor de la cámara era extraña al conjunto. Con un estremecimiento
simultáneo en la espina dorsal y en la boca del estómago, descubrí que la
esfera tenía unos dientes enormes capaces de triturar la cadena que malataba
ese morlaco –perro no se le podía llamar- al poste contiguo a una de las tres
chabolas del poblado del Tuerto, a cuyas puertas ahora habían salido cuatro
mozalbetes robustos a mirarme amenazantes pensando que fotografiaba sus hogares
en lugar de la antigua fábrica.
Carlos Sánchez Magro
y Vivian Maier
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Santos Pilarica desde el parque de la calle del Cometa |
Puse pedales en polvorosa aprovechando el desnivel entre la
carretera y las chabolas, y, recordando los reportajes sin cuento en los que Jorge
Sanz ha ido narrando año tras año en El Norte de Castilla la evolución en
estos parajes de los
últimos poblados de chabolas y la reproducción
continua de vertederos ilegales tras las
respectivas limpiezas municipales, me dirigí hacia otra orilla de la ciudad
en la que los vecinos del barrio más joven de Pucela (Santos Pilarica) han
denunciado también la proliferación de vertederos ilegales.
Sin embargo, en este caso me pareció que se trataba más bien
de las denuncias preventivas de unos vecinos bien organizados que están
consiguiendo que su barrio –nacido y crecido en plena crisis- salga hacia
adelante, que lleguen los autobuses y que, si otra cosa no se tuerce, cuente dentro
de poco con un
centro deportivo que estuvo a punto de malograrse por los desacuerdos entre
empresa concesionaria y constructora. Un
barrio que el Ayuntamiento dedicó -entre calles y parques con nombres como
universo, planeta, satélite, nebulosa o cometa- a Carlos
Sánchez Magro, astrofísico vallisoletano que nació en 1944 y murió en
Tenerife cuando apenas tenía 41 años, pero ya había aportado a la astrofísica
española y universal importantes descubrimientos por los que dieron también su
nombre al asteroide 202819 y a un telescopio del Observatorio del Teide.
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Calle del Astrofísico Carlos Sánchez Magro |
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Centro Deportivo en construcción en Santos Pilarica (foto tomada de la web de Go Fit) |
El peluco de la niña
triste
Esta mañana es de un sábado distinto, ya soleado y luminoso,
así que me olvido de miserias y fracasos y encamino mis dos ruedas hacia la
exposición de San Benito, sobre la que ya había leído la muy interesante
historia de la fotógrafa Vivian Maier,
niñera norteamericana que dedicó todo su tiempo libre, su dinero y su pasión a
la fotografía, sin que nadie supiera, mientras ella vivió (la descubrió John
Maloof, dos días después de que muriera), la impresionante obra que había
llevado a cabo.
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Sin fecha. Vivian Maier. John Maloof Collection. Tomada de la web de Vivian Maier |
Allí me encuentro imágenes de una belleza que emociona, con
todo un retrato detallado de la sociedad de Nueva York y Chicago, de sus
personas, costumbres, paisajes, estados de ánimo, clases sociales... y, sobre
todo, me encuentro con ella: esa
niña, que no tendrá más de ocho o nueve años, pero que encierra en su
actitud toda la historia y sabiduría del mundo; pienso que en ella estamos
todos, con las heridas y la suciedad de los tumbos de la vida, pero con ese reloj despampanante en la muñeca derecha, que es nuestra conquista (nuestros
logros, o los hijos por los que sentimos orgullo, o la dignidad, o la libertad, como la de
Moustaki que nos acaba de dejar, por la que hemos perdido incluso el país o
los amigos) y con el brillo en los ojos de quien todo eso olvidará si encuentra
un poquito de amor.
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* Gracias a José Cerro, jefe de Jardinería de la Universidad
de Valladolid, por atender mis consultas sobre plantas, acerca de las que
desconozco casi todo.