Resultaba gracioso sorprenderlos así al entrar en la cocina:
dos hombres barbados con cara de niños en pleno asombro, grotescamente
inmóviles, congelado su movimiento en mitad de un paso, y con la mirada absorta
en un punto al otro lado de la ventana. Ni mi hija ni yo andábamos muy
despejadas al empezar esa mañana de domingo, pero la actitud de ellos era un
claro mandato para situarnos alerta y en silencio, moviéndonos despacísimo
hasta llegar a descubrir el objetivo, que no era otro que un gorrión con una ramita en el pico –más grande que su
cuerpo entero- haciendo viajes al interior del durillo de nuestro
jardín; de allí salía al cabo de un momento con el pico vacío, y vuelta a
empezar. Nos tuvo un buen rato hipnotizados a los cuatro, contemplando sus
transportes y con pena de no poder ver el nido a través de las ramas frondosas
del arbusto.
Tampoco los días siguientes me atreví a revolver entre las
ramas -me daba miedo que la madre extrañase a las crías si notaba la
intrusión-, pero desde esa mañana una parte de la vista y del pensamiento se me
han independizado y, mientras yo pedaleo un día y otro la avenida de Salamanca,
la orilla del río o la plaza del Milenio, ellos andan localizando nidos y
tirándome de la manga: "Fíjate, uno gigante en un árbol diminuto"; "mira,
un mirlo camuflado de perfil entre las ramas sin hojas de un plátano enfermo;
¿dónde tendrá el nido?" "¡Hala! -gritaron un viernes al llegar al
pueblo-, este año hay mogollón de golondrinas volando y los aleros están llenos
de nidos". Y yo me hago a esa música de curiosidad ornitológica que
termina impregnándolo todo: me dan pena los eventuales que tras las elecciones
municipales y autonómicas andan desalojando los nidos que habían elaborado
durante años -algunos no me dan tiempo de sacar el pañuelo para las lágrimas y
ya están situados en mejor destino-; observo con interés la prisa con que los
nuevos ocupantes del nido consistorial (Saravia en cabeza, Puente al rebote) marcan
sus diferencias
con los anteriores,
el cabreo
de Trebolle, que ve otra vez alejarse
en el horizonte la solución a su colección de nidos, y el órdago al punto
de los ocho
millones de euros por el Salvador con amenaza expropiatoria; me indigna que
los
bancos sean en Valladolid los principales morosos de los nidos que se han
apropiado precisamente porque sus dueños eran morosos (¿no habría manera de
desahuciar a los bancos por impago?); y me entristece la
soledad y desamparo en que mueren por un desierto lejano bandadas de pájaros
humanos que dejan sus países buscando un nido donde poder instalarse y
sacar adelante a sus crías; son como esas
aves migratorias que todos los años recordamos el segundo domingo de mayo,
pero sin documentales que nos narren su frustrada hazaña en la hora de la
siesta.
La parcela entre Villa del Prado y Girón y el proyecto ganador del concurso del Campus de la Justicia |
Calendario de soledades sonoras
Como todos los años, marqué algunas fechas en el calendario
de mi móvil en cuanto tuve el programa de la feria del libro de Valladolid (el
27 de abril, encuentro literario con David Trueba, el 28 con Julio Llamazares y
el 3 de mayo homenaje a Agustín García Simón), pero, también como casi todos
los años, los planes se me torcieron y tuve que conformarme con escucharles a
través de sus personajes y no en persona. Y así fui paseando las soledades
perdedoras de Leandro, Aurora, Lorenzo, Sylvia y Ariel (personajes centrales de
Saber perder) por el carril achicharrado
entre Arturo Eyríes y Parquesol a las tres y media de cada tarde de este mayo
incandescente. Allí me encontraba con otras soledades insignes -Zorrilla, el conde
Ansúrez, Delibes o Cervantes- que iban tomando forma bajo el pincel o el
rodillo de alguno de los ilustradores de Nos comen los nipones que se turnaban al mediodía para terminar
de pintar el muro desde un andamio solitario a punto de derretirse. "Peor
era esta mañana -me dice Jorge Consuegra mientras termina de pintar la cara de
Delibes- cuando el sol me cegaba; ahora hay algunas nubes que traen incluso un
poco de frescor".
Algo parecido al frescor -más intenso quizá- encontré pocos
días después, el 22 de mayo, en un concierto
de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. No en la viola, que es para la
que Berlioz compuso Harold en Italia, sino en un diálogo
solitario y enamorado entre el arpa y una de las trompas al final del
segundo movimiento, que me hizo olvidarme de todo lo que me rodeaba y me
recordó que así es como empieza todo lo importante en la vida: reconociendo en
otra persona -a veces en una afición o en una profesión- esas notas que son
como un eco del latido del propio corazón, que se acoplan a las vibraciones del
alma y la impulsan a hacer algo único, a emprender una vida propia con ese
tesoro secreto, compartido por unos pocos amigos, ignorando todas las
corrientes que empujan hacia una existencia general estabulada.
Grupo de Música Antigua de la Universidad de Valladolid en el concierto de fin de curso. Foto: Carlos Barrena |
El arpa. Nunca le había prestado mucha atención a ese
instrumento, pero de nuevo el 30 de mayo Xavier
Maistre, en otro concierto de la Oscyl, volvió a lograr la magia: liberadas
por sus manos -a veces sutiles, otras casi violentas- y sin caja de resonancia
que las constriñera ni orientara, las notas volaban por
todas las esquinas de la sala (unas a mi espalda, otras de frente o dando la
vuelta y haciendo cabriolas a izquierda y derecha) llenando el espacio de color
y de alegría. Y así es como contemplé la vida durante la primera quincena de
junio, descubriendo gente que se dedica a hacer cosas geniales con su soledad sonora. Entre
ellos, el Grupo de Música Antigua de la Universidad de Valladolid, que nos volvió
a recordar, el 12 de junio, en un inolvidable concierto de fin de curso en el
Palacio de Santa Cruz, el verdadero y sencillo significado de la palabra
excelencia, tan sobada por la mediocridad reinante en muchos ámbitos -tanto que
a punto estuvo de estropearme esa quincena un amago de vómito al contemplar una
ortopédica soflama publicitaria elevada al rango de tesis doctoral-. También
entre los geniales, Leonardo Padura, que el día 10 de junio conseguía el Premio
Princesa de Asturias de las Letras, y que ha llenado mi mochila de emoción con
sus cuentos de Aquello estaba deseando ocurrir, en
el que su maestría de narrador se coloca en la voz y en la mirada de
protagonistas muy diferentes, que unas veces triunfan y otras sucumben, pero
que siempre viven su apuesta singular.
La paloma y la tormenta
Casi llegaba al final de ese libro el domingo 14 de junio, y
las nubes negras de la tormenta inminente acompañaban las palabras tristes de
la primera mujer del suicida Raimundo Manzanero ("Yo me imaginaba que un
día iba a hacer esto. No se puede vivir pensando que uno podía ser
distinto"), que yo rumiaba mientras pedaleaba, también a las tres de la
tarde, por la calle Magallanes. En el semáforo del cruce con Puente Colgante acentuaba
la sensación de tristeza tormentosa una paloma solitaria posada en el brazo del
semáforo, recortada su figura contra la negrura amenazante de las nubes y sobre
la luz roja que negaba el paso. A los dos días, esa tormenta negra de tristeza
nos despertó a todos con la muerte
de José Antonio Gil Verona, quien quizás llevaba tiempo viendo en rojo
todos los semáforos de su vida y sintiendo que nadie le ofrecía el apoyo de una
rama amable donde posar su vuelo fatigado.
Mientras regreso a casa esta tarde para comenzar las vacaciones,
me persigue por el carril bici una lata vacía impulsada por el viento, como un
remate de metales chirriantes para este mes de julio en el que el libro de
Julio Llamazares Distintas formas de mirar el agua ha vuelto a colocar el foco sobre la soledad y la pérdida. Pero
yo me resisto: aprovecho el mismo impulso que arrastra a mi perseguidor, doy
esquinazo a la lata del mal fario y preparo la cena cantando con la ventana
abierta para que me respondan el gorrión del viburno de nuestro jardín y otros
pájaros cercanos que desconozco y a los que pongo los nombres que acabo de leer
en un informe sobre mi antiguo barrio de Pajarillos (periquito, colibrí,
marabú, papagayo, cóndor, zorzal, paloma, cuclillo, oropéndola, calandria), referido
al polígono 29 de Octubre, en el que también están
en juego 570 nidos del este de Valladolid. La mitad de ellos, nidos de
calés, pero de eso hablaremos otro día.