Era
un siete de julio cuando lo vi. Cuando ya los toros del primer encierro de
sanfermines habían dejado cuatro
heridos en las calles de Pamplona; cuando ya
un edificio se había derrumbado en Torre Anunziata (Nápoles) dejando ocho
personas desaparecidas entre sus escombros; y quizás mientras el blog de Javier Marías
anunciaba que el autor había terminado su última novela (Berta
Isla), salí del trabajo con la bici aprovechando la pausa del desayuno para
hacer un recado, y, nada más doblar la esquina del Moka, mi vista se dio de
bruces con ese
ascensor voladizo que están construyendo en la calle Gabilondo, viva imagen
de la fealdad que se promete duradera.
Y me vino a la memoria y a los labios, una vez más, esa
vieja canción, “Mi calle
tiene un oscuro bar, húmedas paredes”, auténtica obra maestra de Lone Star. Pero no por el
miedo de que Valladolid vuelva a la sordidez de las calles estrechas, de las aceras
de asfalto abollado y de las plantas bajas en las que asomaba la vieja de la
bata de boatiné entre las rejas de unas ventanas tristes pringadas de tubos de
escape y niebla meona; aunque un poco asustan los eufemismos con pretensiones
poéticas del responsable municipal, que describe ese espanto como solución
“llamativa”, en la que se ha “enfatizado
la esbeltez, buscado transparencia, jugando con la multiplicación de franjas
horizontales”.
No. Esa canción ya irrumpía en mi cabeza con creciente frecuencia
desde hacía algún tiempo, y se debía a la sensación de estar viviendo el
retroceso de nuestro mundo a otra miseria y sordidez mucho más angustiosas, que
ya creíamos superadas. Veía los manchones de humedad insalubre, como la vuelta
de una peste medieval en calles sin alcantarillas, cada vez que un fanático se
agenciaba un vehículo pesado e intentaba aplastar (matar) a todas las personas,
musulmanas o infieles, que hubieran salido a disfrutar del aire, del sol o de
las fiestas de su barrio (la
última vez el 31 de octubre en Nueva York), y los periódicos sumaban
la cuenta macabra en el Excel de su redacción. O cuando en nuestra propia
ciudad una
niña de cuatro años moría maltratada y asesinada por el amigo de su madre; o
con cada titular de una mujer asesinada por su pareja.
… húmedas paredes…
Y, aunque no tuvieran esos tintes trágicos, me asfixiaba
también el olor rancio a rincón oscuro -falto de la luz de la razón y del calor
de la libertad, igualdad y fraternidad- que expelía todo el constructo mental
(poco constructo bajo muchos metros de banderas ondeantes) de esos iluminados
salvapatrias del nacionalismo omnipresente, que desgranan la casposa estrofa del Porompompero,
creyéndose por encima de la ley porque su espejo de tontainas les devuelve la
imagen de un caudillo libertador de pueblos oprimidos en lugar de su verdadera
faz de burgueses irresponsables y pelín supremacistas. Si no fuera por lo
triste que es el que estén arruinando a su tierra y envenenando a sus paisanos,
me recordarían la
opereta del Conde
de Luxemburgo: “un fortunón de bienes hicieron mis mayores, y en dos
inviernos supe gastar alegre los millones”.
Así que agosto fue un pedalear desesperanzado, rumiando
todos los días el interrogante de la impotencia -¿qué nuevo paso daremos hoy
hacia el absurdo?-, sin disfrutar de la sombra de mi calle, que no tiene bares
oscuros, sino árboles frondosos, y con una ansiedad creciente, como un trozo de
esparto en la boca, secando el paladar en espera de la catástrofe; ansiedad de
imposibles frutos inmediatos: frutos de amistad entre Cataluña y el resto de
España que disipen estas
nubes espesas de odio (de tormenta seca, sin agua) y vuelvan el concepto de
patria al de proyecto común de convivencia entre gente diversa; y frutos de
moderación voceada (valga el oxímoron) desde los alminares, para desactivar
con su propio lenguaje a los desquiciados que mezclan teocracia y asesinato
masivo en un almirez siniestro. Y un poco de lluvia.
Calle General Almirante sin coches uno de los días que estuvo prohibido circular debido a la contaminación |
Pero nada de eso llegó, y volví al trabajo, en septiembre y
octubre, con el mismo trozo de esparto en la boca -aprendí a colocarlo a un
lado para poder tragar- y con las mismas canciones tristes acompasando mis
pedales: mientras enfilaba uno y otro día las calles Constitución, Menéndez Pelayo,
Montero Calvo, Santiago o Claudio Moyano, con el aire acondicionado enloquecido
alcanzándome desde las tiendas, a más de siete metros de distancia, era la
canción In the year 2525
la que me confirmaba que seguimos con la venda en los ojos, derrochando la
energía y cargándonos el planeta, y para cuando nos la quitemos solo nos servirá
para derramar esos mil millones de lágrimas por lo que no supimos o no quisimos
hacer a tiempo.
… pero sé que alguna vez cambiará mi suerte
Me hizo gracia la coincidencia: el primer
avión de la nueva etapa Valladolid-Sevilla despegaba el “29 de Octubre”,
fecha que da nombre a ese barrio de Valladolid que con tanto fundamento podría
entonar en primera persona la canción del título: hasta yo tengo hecha desde
hace dos años la foto de rigor -una sillita de niño solitaria en un portal
decrépito- con la que todos los periódicos han ilustrado este año los
planes de rehabilitación de ese polígono, una vez desechada por el
Ayuntamiento la opción demolición-reforma.
Foto: Galandil (Wikipedia) |
Y aunque las obras no han comenzado en el colegio
de Roberto Enríquez, que era la pieza
estrella de las inversiones en mi antiguo barrio, el
despliegue de los andamios, que comenzó unos pocos días antes del despegue
de Ryanair para Sevilla, permite abrigar esperanzas de que algo mejore en esos
bloques de Pajarillos, siempre que la policía y los jueces -señalan los
vecinos- se empleen a fondo contra el trapicheo que vuelve a crecer de mano de
unas cuantas familias que hacen imposible la convivencia.
Quizás la clave de la esperanza consiste en ese
descubrimiento que llevó a Francis Mojica a Albany el 27 de septiembre para
recibir uno de los premios más importantes del mundo en investigaciones
biomédicas: CRISPR,
la técnica genética que permite “editar” el genoma humano como si fuera un
procesador de texto, cortando los párrafos defectuosos y pegando en su lugar
otros regenerados. Igual que eso ha permitido a un grupo de científicos corregir
en embriones humanos la miocardía hipertrófica (y quizás abra las puertas
para curar el cáncer), quizás la clave de la regeneración social y política
consista no en pretender demoler cada cuarenta años lo construido porque
empiecen a notarse los desconchones y las goteras, sino en ir generando cada
uno en su entorno esos fragmentos de genoma social correcto que irían
sustituyendo a los deformados por la corrupción, el fanatismo o la desidia.
Imagen: Roddelgado (Wikipedia) |