Era víspera de Reyes, y todavía no tenía las partituras de
guitarra de temas de los Beatles que pensaba regalar a nuestros hijos –para que
las tocasen para nosotros, claro, que para eso invertimos altruistamente en el
conservatorio-. Así que cogí la bici en el rato del desayuno y salí corriendo
para la plaza Circular, sorteando como pude, en la Acera de Recoletos, a la
cabalgata de los Reyes Magos de Asaja, que, como todos los años, quería entregar
su carbón al personaje que más había fastidiado al sector del azúcar en 2016.
En esta ocasión el dedo de la infamia señalaba al
ministro Montoro.
Algo debería haber sospechado, no sólo en ese momento, al
ver la escasez y desánimo de manifestantes y el casi tedio de los periodistas
que la cubrían -un año más, los mismos temas, los mismos villanos, las mismas
fotografías-, sino, sobre todo, en los días posteriores, al darme cuenta de que
avanzaba el invierno sin que hubiera caído un solo copo de nieve: no tenía pinta
de ser un año de bienes.
Pero me despistaban las señales contradictorias que me
fueron soltando las lunas llenas, menguantes, nuevas y crecientes de enero y
febrero, entre las que abundaban las buenas noticias: los autónomos veían una oportunidad de sobrevivir e incluso de no tener que despedir a más empleados;
los bancos comenzaban a devolver la cláusula suelo; se alegraba la plaza de SanBenito con el éxito de los gastrobares del Mercado del Val;
Michelin anunciaba que iba a reforzar su factoría de Valladolid con una inversión
de 25 millones de euros; y -¡casi se me olvida!- hasta florecían algunos
carteles en el margen derecho de mi vuelta a casa, anunciando la aventura de
constructoras intrépidas que se atrevían a poner cimientos (bueno, de momento
anuncios, no exageremos la euforia; los cimientos quizá lleguen en unos meses).
Sin embargo, todas ellas tenían su parte de sombra o
subrayado grisáceo: esos mismos autónomos se quejaban del IVA gigante y de la morosidad de Administraciones y empresas -te compran, pero quizás te paguen
cuando ya hayas quebrado-; los bancos, que con la mano derecha devuelven las
cláusulas suelo, con la izquierda escondida tras el monitor te hacen una higa a
la vez que teclean la subida de intereses de los préstamos (quien tuvo retuvo).
Es como si los reyes magos de este año vinieran para niños desengañados, que ya
saben que quienes hacen los regalos son unos padres con la ilusión más
apolillada que su cuenta corriente.
Cenicienta ya no viaja en carroza principesca, sino en
el Búho de la resaca
Área central del Plan Rogers (foto del dossier el Plan) |
Y por si esa grisura no fuera suficiente, irrumpió en escena
el verdadero protagonista de la cuesta de enero -y de febrero, desbancando a
José Zorrilla del trono de su centenario-: el soterramiento que pudo haber
sido y no fue (arrepentimiento que escribió la mexicana Consuelito
Velázquez y lo han ido cantando desde hace ochenta años Antonio Machín,
Chavela Vargas, Los Panchos, María Dolores Pradera, Diego El Cigala & Bebo
Valdés y otros tantos). Mientras los vecinos de Pilarica
reclamaban algún avance en el paso subterráneo de la plaza Rafael Cano -eso
será lo único que se soterre en Pucela durante mucho tiempo-, Adif
se apresuraba a dejar claro que renegaba de Rogers, llevando la contraria a
aquellas previsiones que el ayuntamiento anunciaba el otoño anterior, de “trocear” en siete pedacitos el plan del soterramiento para ir llevándolo a
cabo durante los próximos siete milenios.
Pocos días después, pleno municipal extraordinario sobre el
tema, donde todos
los grupos aprovecharon para rasgarse las vestiduras esparciendo culpas con
un botafumeiro centrífugo -que nunca salpica el sobrepelliz del sacristán que
lo bambolea-; y, a partir de ahí, lamentaciones de vecinos,
arquitectos
y
empresarios de Valladolid, que después de haber seguido desde hace treinta
años este cuento de la lechera de amigar al tren con la ciudad, ahora se
tendrán que conformar con reunir en un envoltorio con lazo el libro de Basilio Calderón y
José Luis Sainz Guerra sobre el soterramiento, el dossier del
plan Rogers y los cientos de recortes que han ido ilustrando cada paso del
proyecto; con ello podrán organizar una cumplida segunda edición de la
exposición de proyectos frustrados que se celebró hace tres años en el Archivo
municipal: “Valladolid
Soñado. Imágenes de la ciudad que casi existió”.
Era la vuelta a la realidad de túneles oscuros y pasarelas
feas después de haber soñado con una ciudad glamurosa, sin barreras entre
barrios ricos y pobres, para que entre ambos pudiera pasearse la carroza del
príncipe y Cenicienta. Así me lo confirmó en la mañana fría de ayer, cuando
pasaba con la bici hacia el curro, un zapato sucio que me llamó desde su abandono
en la marquesina del autobús. Cenicienta sigue olvidándose un zapato, pero ni
es de cristal ni lo pierde en la fiesta del príncipe, sino que es de polipiel cutre
y se le salió al trastabillar bajando del búho después de una noche de copas.
Quizás lo encuentre y la busque para devolvérselo el príncipe al uso, socio de
una pequeña empresa de mensajería en algún polígono industrial, que coincidió
con ella en la barra del bar de la cogorza, y que la va a llamar no para
desposarla en su palacio y ser felices for
ever, sino para hacerle un contrato de 800 euros al mes durante medio año
con posibilidades de prórroga. Menos da una piedra.
Unas sandías realistas: la magia de la emoción
Desde que he cambiado de portátil (el anterior sobrevivió
valientemente casi nueve años, e incluso ahora me sirve de android para la tele), Windows 10 me recibe cada día con un fondo
de pantalla diferente de una colección bastante guapa. Hoy mismo, con un campo
de lavanda y el texto que proclama: “400 gramos de estas aromáticas flores
costaban el sueldo de un mes en la antigua Roma. El precio puede haber bajado,
pero la fascinación permanece”. Y sonrío, porque justo fascinación es de lo que
iba a escribir ahora que vengo de visitar la exposición de los realistas en el Museo Patio Herreriano.
Retrato de Anabela (de Isabel Quintanilla) |
Ya daba pistas Isabel
Quintanilla en una entrevista que leí para ponerme en contexto: “Tengo
siempre lo mismo alrededor, pero un día subo por la escalera y veo que la luz
entra de una manera y en ese momento me emociona y lo pinto”. Y es lo que ocurre
en esta exposición: las estaciones de tren y puertas de tiendas antiguas de
Amalia Avia; las esculturas de Julio López y de Antonio López; los jardines de
María Moreno y de Isabel Quintanilla; las "Esperanzas" y los "Francescos" de
Francisco López; y, sobre todo, la variedad inmensa de emociones de Cristóbal
Toral, que lo mismo hace casi llorar con sus soledades de maletas pobres en
calles oscuras que rompe los moldes de la alegría con bodegones de rábanos y
sandías que echan a volar; todo en ellos ha vuelto a llenar de emoción las
paredes del museo, que empezaban a mostrar algunos desconchones, como si a la falta de director se uniera la ausencia de norte y de empuje.
Bodegón con sandías (Cristóbal Toral) |
Desnudo de mujer recostada en la cama (Cristóbal Toral) |
Bodegón con periódico (Esperanza Parada) |
Hospital (Francisco López) |
Esperanza caminando (Julio López) |
Estación de Atocha (Amalia Avia) |
Busto de Mari (Antonio López) |
Carmen (Francisco López) |
Jardín de infancia (María Moreno) |
Está claro: ni los Reyes Magos ni el príncipe de Cenicienta. Mañana, sin falta, empiezo a estar al loro para descubrir en cualquier esquina esa magia de la emoción -ahora mismo parece que asoma en esta versión que tanto me gusta de En donde estés, de Pereza- y me pongo a transformar el mundo.