"Sacadme de la cama" –dijo, con ese aire
perentorio que no dejaba lugar a dudas, pero que ya casi nunca utilizaba por
falta de fuerzas y de ganas de vivir-. Al principio, creímos -o aparentamos-
que no la habíamos entendido. Y se lo preguntamos un par de veces, hasta que
estuvo claro que quería levantarse, después de tantos meses postrada en los que
sólo la incorporábamos sobre las almohadas para comer –un ratito y ya se
cansaba-, limpiarla, peinarla, o para facilitarle una tos que despejase las
flemas que no la dejaban respirar.
Con ayuda de la ropa, reunimos su manojillo de huesos lo
mejor que pudimos, la sentamos en la silla de ruedas y seguimos, sumisos, sus
órdenes de marcha: al mirador, para ver los pendientes de la reina, las flores
de los geranios y las hojas de terciopelo de los cóleos –la calle no la
importaba mucho-; al comedor, para observar los árboles que quedaban en el
patio de los Acitores –el grande lo habían cortado hace ya diez años-; y al
cuarto de estar para contemplar la foto de familia enmarcada a un lado de la
ventana y, al otro, el reloj de pared salpicando levemente su tictac sobre la
silenciada máquina de coser Singer. Parecía una reina pasando revista a sus
dominios –o despidiéndose de ellos- mientras ignoraba al príncipe de España,
que se estaba casando con la periodista Letizia en la pantalla de televisión de
su alcoba. Al día siguiente, 23 de mayo de 2004, murió la emperatriz Emilia,
habiendo recibido pleitesía de sus plantas, de los gatos del patio, de sus
fotos enmarcadas, de su reloj de pared y de la Singer.
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Fotografías: Arturo Alonso y Gregorio Alonso |
El corazón del bosque: el Castillo de Burgos
Este recuerdo, evocado de la manera más imprevista porque un
político pedía en las Cortes más plazas en centros de día para atender a personas
mayores y que así pudieran vivir en sus casas hasta el final de sus días, tiñó
la vida cultural de mi primavera del color de la elegía y la situó en el mapa
de Burgos.
Sin saber por qué, me encontré leyendo Relatos para Jorge, un libro
homenaje a Jorge
Villalmanzo, que me había descargado hace ya muchos meses no recuerdo si de
la biblioteca digital de Castilla y León o del Ayuntamiento
de la ciudad. Disfrutando de esos relatos -algunos excelentes, otros muy buenos,
algunos más normales, e incluso algún jeta que cuela un escrito dedicado a otro
cambiándole el nombre del homenajeado-, acaricio e intento aprenderme de
memoria los nombres de los autores, a los que, sin conocer, envidio por poseer
la ciudad que considero mía, pero de la que ya no formo parte más que de visita.
Y desde sus páginas responde a mi llamada de identidad "El corazón del
bosque", de Fernando Ortega Barriuso.
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Castillo de Burgos (Foto: Jesús Serna, Wikipedia) |
Sabiendo muy bien por qué, todos estos días mi pedaleo
temprano hacia el nordeste y tardío hacia el sudoeste ha estado lleno de una
búsqueda afanosa en mi imaginación y en mi memoria. Escudriño todos los
rincones del Castillo
de Burgos, recorridos durante tantas mañanas y tardes de finales de los
años sesenta –era el destino natural de las excursiones legales y de las
escapadas ilegales desde nuestro colegio-, e intento adivinar la ubicación de
ese corazón del bosque en el que los árboles, la hiedra y una alfombra de tréboles
aíslan de la ciudad al paseante, acompañándole solo con el canto de los
pájaros. Y, mientras me esfuerzo en esa localización geográfica del pasado, el aroma
que los tilos me regalan estos días en varios puntos de mi trayecto urbano me
transporta a los tilos de la plaza de San Juan, donde jugábamos los chicos y
chicas del barrio; mientras las chicas vendíamos y comprábamos piedrecitas
disfrazadas de mercancías a través del mostrador imaginado en las ventanas de
la muralla del antiguo
hospital de San Juan, algunos chavales, los más osados, trepaban por las
ruinas de la muralla y se paseaban por su perfil superior, poniendo en claro
peligro sus vidas. Justo lo que ahora se entiende por un parque de aventuras moderno,
seguro, homologado y europeo.
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Tilos junto al Monasterio de San Juan (Foto: Gregorio Alonso) |
Hospital y puerta de San Juan e Iglesia de San Lesmes Museo Lázaro Galdiano |
“La belleza, el misterio y el dolor”… y la Maravillosa
Orquesta del Alcohol
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La Maravillosa Orquesta del Alcohol (Foto: Virginia Rota Silvia Grav, Wikipedia) |
Sin saber por qué -aunque sospecho que respondiendo a la
llamada de tanta evocación burgalesa-, una casualidad urdida por el destino
durante más de treinta años hace que esta tarde aparque justo a mi lado, en una
calle que no transito demasiado, un coche desconocido, del que emerge -sorpresa
mayúscula para los dos- uno de aquellos chavales de la plaza de San Juan, Miguel,
que hubiera podido alcanzar a un gorrión en uno de los tilos con un tirabeque desde su ventana en la calle
San Lesmes. La conversación emocionada de este encuentro inesperado añade a mi
colección de recuerdos de Burgos notas de elegía y ausencia -Marisa ya no está-,
que se agudizarían justo al día siguiente con la desaparición de Tino Barriuso;
pero también de alegría: Miguel ha venido a Pucela para la inauguración de la
exposición del pintor
burgalés Luis Sáez, “La
belleza, el misterio y el dolor”, en
el vestíbulo de las Cortes de Castilla y León, y ahora se ha acercado a recoger
a su hijo a la salida de una reunión relacionada con La MODA (la Maravillosa
Orquesta del Alcohol; sí, los que tocaron el año pasado en Fiestas de Valladolid), en
la que canta y toca la guitarra.
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Obras de Miguel Iribertegui y Domingo Iturgaiz en la exposición "Bellezas habitables" |
Sin saber muy bien por qué, este encuentro, que por un
momento ha convertido una calle cualquiera de mi ciudad en una belleza
habitable, me impulsa a pedalear, Pisuerga arriba, hasta el puente
Colgante. Allí cruzo a las Cortes de Castilla y León, en cuyo vestíbulo me he
refugiado muchas tardes para buscar en sus exposiciones la soledad transfigurada
que Jorge Villalmanzo y Fernando Ortega descubrieron en el corazón del bosque
del Castillo. La última vez había sido con la serenidad y la ternura de las "Bellezas
habitables" de Domingo Iturgaiz y Miguel Iribertegui, así que ahora se me
hacía más terrible contemplar los cuerpos mutilados y aherrojados con garfios
que Luis Sáez iluminaba con luces y colores radiantes, como recreándose en ese
matrimonio imposible entre la lozanía y el tormento. Aunque, bien mirado, imposible
no hay nada, deben de pensar el hijo de Luis Sáez y la Fundación Secretariado
Gitano, que destinarán
el dinero de los cuadros que se vendan a que haya más mujeres gitanas
estudiando en la universidad. Olé, primo.
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Obras de Luis Sáez en la exposición "La belleza, el misterio y el dolor" |
Y es que hay gente que sí que sabe: los porqués, los dóndes
y los cómo. Unos saben descubrir en plena ciudad esas bellezas habitables que
seguro tengo al alcance de mis pedales sin enterarme. Otros propician pequeños
gestos como el de la Fnac
y Rio Shopping donando equipos de música al Hospital Río Hortega para
musicoterapia en la unidad de oncología infantil; algunos pergeñan proyectos
para hacer las ciudades más sostenibles a base de infraestructuras “verdes” o de impulsar el uso de coches eléctricos -aunque a veces les rechacen
los proyectos-. Y otros, los mejores, convierten los lugares que habitan en
refugios para los demás. Todos sabemos de alguno.