Una de las ventajas de andar en bici (de haber andado tantos
años sin interrupción) es que permite olvidarse de la propia edad, salvo por
algunas goteras que al fin y al cabo las tiene todo el mundo, incluidos muchos
jóvenes; permite correr con gente de todas las edades, algunas veces adelantar
a personas mucho más jóvenes, incluidos muchos tíos (qué subidón de autoestima
casi macarra) y llegar al trabajo eufórica y libre de toxinas: se van por el
desagüe al lavarse el sudor y enfundarse en ropa limpia.
Una de las ventajas de cantar en un coro (de haber empezado
a hacerlo antes de que llegue la jubilación) es que permite olvidarse de la
propia edad, salvo por algunas goteras que al fin y al cabo las tiene todo el
mundo, incluidos muchos jóvenes; permite cantar con gente de todas las edades
y, si se tiene la suerte de haber sido contralto cazallera toda la vida, ni
siquiera se hace presente a cada momento la realidad amarga de la pérdida de
voz que tanto entristece a algunas sopranos.
Pero hoy, en la toma de posesión de la rectora de una
universidad privada, no me valieron de nada esas argucias. El ataque llegó
desde el libro electrónico agazapado en mi bolso, que una vez más había hecho
gala de su telepatía con los sucesos contemporáneos y me había elegido, hace un
par de meses, American Pastoral; gracias
a ello pude conocer por sus libros a Philip Roth unos días antes de que por los
periódicos me enterase de su muerte. Y allí estaba: “Por momentos, me descubría
a mí mismo mirando a cada uno como si todavía estuviéramos en 1950, como si
1995 fuera solamente el tema futurístico de la fiesta de graduación, a la que
hubiéramos venido disfrazados con humorísticas máscaras de papel maché de
nosotros mismos tal como pareceríamos en ese año tan remoto en el futuro de
finales del siglo XX”.
De templo del saber a gestoría de recursos humanos
Catrinas (figuras tradicionales para las celebraciones del día de los muertos en México) realizadas en papier maché. Foto tomada de Wikipedia (autor: tomascastelazo) |
De templo del saber a gestoría de recursos humanos
El interruptor que conectó mi cabeza con el libro recién
leído lo pulsaron unas palabras del discurso de la rectora magnífica: cuando
afirmó, con el entusiasta desparpajo de quien siente que ha descubierto el
mediterráneo, que la misión de las universidades hoy ya no es expedir títulos (como si alguna vez ese hubiera sido su cometido), sino que deben dedicarse a
“la gestión de las transiciones profesionales”. En ese momento sentí, con la
misma vividez que lo refleja Philip Roth, el hálito del ángel del tiempo, la
realidad de que había terminado mis estudios en la universidad hace ya cuarenta
años; y que hace ya más de diez que abandoné -con una provisionalidad que se va
convirtiendo en definitiva- el trabajo desempeñado en otra universidad durante
dos décadas. Y, sin embargo, a pesar de mi pretendido desapego, seguía
sintiendo la Universidad -sí, con mayúsculas- como algo mío. Lo supe por la
tristeza que me produjo esa definición. Adiós, mi
universidad, me dije. Y yo que pensaba que eras el tiempo y el
espacio donde la gente, en plenitud de vida, escudriña el qué, el cómo y el
porqué de las cosas, del universo y de nosotros mismos, para entenderlo
cabalmente e intentar cambiarlo un poco a mejor. Y resulta que algunos te ven
como una brillante gestoría de recursos humanos.
En otro momento me hubiera hecho hervir la sangre. Hoy solo me
espantaba tristemente, sin indignarme demasiado. No sé, quizás esta mezcla de
madurez y vagancia desencantada que me posee desde hace algún tiempo me hacía
mirarlo como un tropiezo inevitable en la evolución; como si fuese algo parecido
a la
simplificación de las consonantes geminadas en el paso del latín al castellano.
Y supe así que era verdad lo que decían los libros. Que esa tristeza de los
poetas ante la fugacidad de la vida no era un sentimiento difuso teñido de
romanticismo por la vista de un cementerio al atardecer (una vez me llevó a
quedarme encerrada en el de Pamplona, que en invierno candaba las verjas a las
seis de la tarde), sino la constatación vital de la poca huella que nuestra
vida, la individual y la de cada generación, ha dejado en el mundo. Creímos
cambiarlo, al menos nuestro país, contemplando emocionados su marcha hacia la
democracia a los sones de Libertad sin
ira; después nos inquietó un poco la filosofía “topamí” (tó pa’ mí, porque
yo lo valgo) de algunos de los nacidos alrededor del 70, dispuestos a exigir
como debido todo bienestar ilimitado, sin plantearse qué tiene que aportar cada
uno para hacerlo posible; a continuación, los ribetes de santa inquisición de
ese remake del 68 que fue el 15M,
cuya médula espinal parece haberse desplazado hacia un brazo derecho bien
estirado al frente, con el puño un poco crispado, pero el dedo índice
emancipado para señalar sin piedad a los malos, como si esa mera condena nos convirtiera
en buenos (o en “los” buenos). Y ahora, en esa misma generación, pero a mucha
distancia ideológica, este voluntarismo un poco kumbayá que clama por una
excelencia a la que parece faltarle lo esencial (el asombro ante el ser, la
inquietud por conocer la esencia de las cosas y sus porqués), solo interesados
en el hasta dónde.
Señora de rojo sobre fondo gris (o negro)
Birrete de doctor en Derecho |
Entre el rancio abolengo
displicente y el voluntarismo kumbayá
Pero quién sabe, quizás me equivocaba en estos juicios, a lo
mejor era el resto de las universidades las que se habían excedido en la
cortesía. Bien pensado, ¿qué rector reelegido monta un fasto para firmar la
prórroga de su mandato, obligando así a los demás a acompañarle en una
ceremonia superflua?, me preguntaba en el camino de vuelta a casa, impulsando
los pedales con la rabia que me habían dejado en el ánimo no tanto los despropósitos de la magnífica como nuestros propios fallos al cantar La vida es bella; una mala colocación en un rincón de la sala hizo que no nos oyera ni la mitad de los asistentes; ni
nosotros mismos nos oíamos, y así las entradas de cada voz quedaban borrosas y deslucidas.
Una de las ventajas de andar en bici es que la energía desarrollada en el pedaleo, junto con la necesaria atención de los cinco sentidos en el tráfico, unidos al placer del aire en la cara, despejan los pensamientos más taciturnos y presentan como sencilla la evidencia de que siempre se puede dejar huella: la de no rendirse; ni convertirse en máscaras de esencias antiguas displicentes con las novedades plebeyas (ignorando el peligro de ser comidas por la polilla), ni en títeres hiperactivos que imitan liturgias centenarias desprovistas de su significado. Vamos, lo que decía Fernando Rey en su discurso: aprovechar cada uno sus puntos fuertes, adquiriendo lo que nos falta gracias al estímulo de la competencia entre lo sabio antiguo, pero quizás un poco decadente, y lo emergente voluntarista, aunque un poco carente de sabiduría. ¿Andará el consejero en bici?
Máscara de papel maché con pies Foto tomada de Wikipedia (autora: DvoraB) |
Una de las ventajas de andar en bici es que la energía desarrollada en el pedaleo, junto con la necesaria atención de los cinco sentidos en el tráfico, unidos al placer del aire en la cara, despejan los pensamientos más taciturnos y presentan como sencilla la evidencia de que siempre se puede dejar huella: la de no rendirse; ni convertirse en máscaras de esencias antiguas displicentes con las novedades plebeyas (ignorando el peligro de ser comidas por la polilla), ni en títeres hiperactivos que imitan liturgias centenarias desprovistas de su significado. Vamos, lo que decía Fernando Rey en su discurso: aprovechar cada uno sus puntos fuertes, adquiriendo lo que nos falta gracias al estímulo de la competencia entre lo sabio antiguo, pero quizás un poco decadente, y lo emergente voluntarista, aunque un poco carente de sabiduría. ¿Andará el consejero en bici?