Es casi el atardecer, y la gente que hace un rato surcaba
los arcenes de la carretera de mi pueblo se ha recogido a sus casas -los de
cena temprana- o al bar a comentar los cotilleos de la jornada o los resultados
del fútbol. Me encuentro con un par de rezagados que no llegan a alterar este
silencio misterioso y subyugante que, aliado con la luz caliente que acompaña
el descenso del sol, produce una emoción muy cercana a la felicidad. No sé por
qué, pero es solo en estos últimos días de agosto cuando cambio el horario de
mi bici, y vuelvo a sorprenderme de la magia. Como si no me hubiera sorprendido
el año pasado. Y el anterior.
Pero es una magia traicionera, que arrebata el ánimo, lo
levanta hasta el firmamento y lo deja allí, suspenso en la contemplación,
mientras el aire del horizonte va cambiando de colores hasta perderse en la
oscuridad. Sin darnos cuenta de su ausencia, seguimos la rutina hasta que, de
nuevo a la luz blanca de la luna, con la vía láctea guiando nuestros pasos por
esos mismos arcenes, de repente vuelve el alma, rota en fuegos artificiales
fríos, en minúsculas estrellas fugaces en forma de interrogante que se van
posando en la cabeza y en el corazón: ¿quién eres?, ¿de verdad piensas como
dices?, ¿hasta cuándo durará esta tierra para recibir la luz de las estrellas
que ahora miras y que quizás ya no son?, ¿hacia dónde vas?
Ernesto Pérez Calvo y El gran teatro del mundo
Es una noche de agosto -el mes barroco de Lerma- de 2018. Ernesto
Pérez Calvo, director del grupo de teatro La Hormiga
-y de tantos otros grupos de teatro desde hace más de cuarenta años-, introduce
la representación de El gran teatro del mundo
explicando que han tenido una baja de última hora: su principal actriz (la que
encarna al personaje El Mundo) ha sufrido una enfermedad de garganta que le impide
representar su papel en el estreno. Y han tenido que echar mano de otra
estupenda actriz, que, sin embargo, no ha tenido tiempo material de aprenderse
todo el libreto de su personaje, así que su representación -avisa el
presentador, y pide por ello disculpas- va a tener algunos momentos de teatro
leído.
Actores del Grupo de Teatro La Hormiga en El gran teatro del mundo (Fotografía tomada de la web del grupo de teatro) |
Mientras los actores del escenario nos hacen vivir una vez
más los pensamientos de Calderón de la Barca -incluida la actriz suplente, de
la que nadie habría podido distinguir cuándo leía y cuándo recitaba de memoria,
porque la fuerza de su expresión hacía sobrar cualquier gesto, movimiento o
vestuario-, una parte de mi cabeza y de mi corazón emigran, al conjuro de esas
dos palabras, “teatro leído”, al principio de mi vida consciente, de mi vida
elegida; a un tiempo tan antiguo que me hace dudar de si realmente lo he vivido
o lo habré leído en algún libro o visto en alguna película de blanco y negro y
hecho mío. Quizás en el conjuro ha intervenido también el letrero de este edificio (escuela de niñas) por el que hemos pasado al venir a la función.
Como si fuéramos nosotros
mismos
Finales de los años sesenta y principios de los setenta.
Algunos días de la semana, a la salida del colegio, íbamos a aprender a bailar
jotas al hogar de la Sección Femenina (todas las profesoras de Gimnasia,
Política y Labores tenían que ser de la Sección Femenina), casa destartalada y
misteriosa cerca de la plaza del Cordón de Burgos, con escalera antigua y
balaustrada de madera -donde dice “antigua”, léase vieja y sin barnizar-; con
un taller de zapatero en un rincón del portal, donde aplicaba tacones, tapas y
medias suelas a los zapatos (poco después llegarían los “filis”); con pasillos
interminables y habitaciones deshabitadas cuyos armarios y baúles estaban repletos
de disfraces; de allí sacamos aquellas faldas plisadas grises, con una banda
roja a la cintura como toda nota de alegría y de color –la verdad es que color
y alegría, rayana en la locura, teníamos ya nosotras al natural, todas risas y
subversión desternillada de los trece y catorce años- para ir a bailar danzas
regionales a Zaragoza.
Pero también en esos armarios y baúles encontramos cantidad
de libretos teatrales (Lorca, Buero Vallejo, Alejandro Casona...), y
cambiamos las risas y el sudor de las jotas por los ensayos y actuaciones de
teatro leído. Las actrices -todas éramos chicas, por supuesto-, uniformadas con
falda y polo de cuello alto para hacernos todo lo invisibles que se pudiera,
nos sentábamos detrás de una mesa en la que solo estaba el libreto, una
lamparita para poder leer en un salón de actos casi a oscuras, y una cartulina
delante de cada una con el nombre del personaje al que dábamos vida con solo la
palabra. Qué concentración y qué sensación de dominio al hacernos otro y lograr
que los espectadores vieran a ese otro y vivieran su vida. ¡Qué emocionante
descubrimiento del poder de la palabra!
Vía Láctea (imagen tomada de Wikipedia. Autor: Digital Sky LLC) |
Esta noche, a la luz de la luna y de la vía láctea, he
sabido qué contestar al sirimiri de estrellas interrogantes: quizá solo somos
ese intento de declamar bien el guion que nos han adjudicado (¿o que hemos
elegido?) a última hora, sin tiempo para aprenderlo de memoria. Pero es la vida
que tenemos, y aquí estamos, leyendo lo mejor que podemos. Como si fuéramos
nosotros mismos.
Mañana lo haremos mejor, nos decimos...
Estatua de la princesa Kristina Foto tomada de Wikipedia. Autor: Ecelan |
Es una noche de agosto -el mes barroco de Lerma- de 2019.
Después de recorrer las Edades del Hombre entre ángeles de la guarda,
arcángeles, querubines y serafines -y también ángeles caídos-; después de
rendir tributo a la princesa Kristina de Noruega en Covarrubias y de escuchar a
los monjes de Silos, estamos de nuevo en la villa ducal participando en una
algarabía que se llama “visita teatralizada”; el número de
participantes la hace ingobernable, a pesar de que los cinco actores-guías pringan
a buen número de extras entre el público: a uno le hacen obispo; a otras,
novicias que cantan en un coro; a la mayoría de hombres les ponen una gola al
cuello, y a las mujeres un pañuelito enganchado al meñique para emparejarse en
una danza cortesana. Así intentan que nos enteremos de quién fue el Duque de
Lerma, de las andanzas del Cura Merino y de la vinculación del vallisoletano
José Zorrilla con esta noble villa del sur de Burgos. Y, de paso, nos evitan
tener que dar explicaciones esta noche a las estrellas preguntonas de la vía
láctea en nuestro paseo solitario de medianoche por unos arcenes, ya
palentinos, treinta kilómetros más al suroeste. Porque ya es más de medianoche.
Aunque bien es cierto que los interrogantes de este verano
no los plantean las estrellas titilantes: vienen de Lampedusa en fragata después
de un mes largo embarrancados en la pantalla de nuestro cuarto de estar. Así
que, de día y de noche, con estrellas o con nubes, voy rumiando al compás de
los pedales: ¿cuál es la solución más sensata para la inmigración? ¿Qué hubiéramos
hecho nosotros si hubiéramos nacido en países africanos en guerra? ¿O en Siria?
¿Hasta dónde se debe ser realista y hasta dónde idealista? Y andamos a tientas,
buscando un autor sabio que nos pergeñe un personaje digno con un guion que
podamos leer con donaire... como si fuéramos nosotros mismos.
... para lo mismo responder mañana
Es una noche de mediados de septiembre. Al final de una
jornada de trabajo, casi olvidadas las vacaciones, ya no surcamos arcenes bajo
las estrellas, sino paseos urbanos bajo las nubes -no se atreve a salir la luna, ni las estrellas, de luto por los destrozos de la gota fría-. Y la pregunta ya
no es solo cuál sea la solución mejor para frenar o mitigar el cambio climático,
sino también cómo es posible que lo estemos haciendo tan mal y que no seamos
capaces de dar el brazo a torcer. Así que escudriñamos la oscuridad por si
avistásemos a alguno de los ángeles de la exposición lermeña; ángeles de la
guarda o arcángeles como el San Rafael de Tobías, que nos presten luz y ánimo
suficientes para atrevernos a musitar "mañana lo haré un poco mejor". Aunque
sea "para lo mismo responder mañana" (Lope de Vega dixit).