Quizás mañana caiga la nieve prometida y embellezca con su
luz la tristeza sórdida que me rodea en el silencio de esta noche desierta por
la que avanzo. Ni me consuela ni me despeja el frío, solo me acompaña
señalándome los ladrillos tristes y oscuros de este barrio pobre, las verjas de
este colegio antiguo -que más bien parecen verjas de cárcel antigua-, la
soledad de estas calles con pocos bares poco iluminados y por las que no camina
nadie. Es cierto que son las diez y media de la noche de un lunes cualquiera.
Pero este vacío...
Llego al hospital, y mientras ato la bici a una farola no
puedo apartar los ojos de una imagen surrealista que no me atrevo a fotografiar
porque quizás ofendería a la protagonista: una rubicunda señora de la limpieza
reina sobre el inmenso vestíbulo como estatua sedente encima del mostrador de
información; las piernas no le llegan al suelo (a pesar de que su estatura está
bien proporcionada con la generosa envergadura de sus hombros y caderas), pero
su postura es gallarda y empuña con majestad el mango de una mopa que sí llega
hasta el suelo. Ese ademán de dominio sereno y la cinta de su pelo me recuerdan
a la Cibeles, así que entro en el hospital, mochila a la espalda,
recorriendo yo también con gallardía el interminable pasillo como si fuera una
hincha del Real Madrid dispuesta a celebrar la victoria de su equipo junto a la
diosa frigia en su carro tirado por Hipómenes
y Atalanta; aunque el partido al que vengo sea de final incierto,
que ya se sabe que en este fútbol de la vida no basta con jugar bien, hay que
tener suerte.
Esa noche (era el lunes triste 21 de
enero de 2019) estuvimos hablando de ellos -como toda España-. Aún no lo
sabíamos -toda España tardaríamos cinco días más en saberlo-, pero Julen de
Totalán y su familia no habían tenido la suerte que necesitaban y a la que todos
habíamos estado invocando. Contra toda esperanza.
Hablábamos de la suerte del niño del pozo por no hablar de
la suya. Sencillamente, ella ponía tal voluntad en su recuperación que todos,
uno por uno, llegábamos asustados y salíamos hipnotizados por su optimismo. Aún
no lo sabíamos -tardaríamos casi diez meses en enterarnos- pero ella tampoco
había tenido la suerte que necesitaba y a la que todos habíamos estado
invocando. Contra toda esperanza.
Aquellos maravillosos largos en la piscina
Es viernes (quedan pocas horas para terminar de ganarme el fin de semana), 8 de noviembre, y el viento arrastra las nubes a toda velocidad. Tanta que llego a dudar de si son las nubes las que corren como locas o si es la oficina en la que me encuentro un vagón desbocado, como el tiempo, a través de cuya ventana vemos transcurrir los sucesos sin la oportunidad de pararnos y disfrutarlos, siempre pendientes de los plazos que nos marca el calendario del móvil y que nos roban el presente. Europa Press me cuenta, con un aviso en la pantalla del PC, que la modelo y activista iraní Bahareh Zare Bahari, que me recordaba a Tom Hanks en la película Terminal (paralizada en el aeropuerto de Manila sin poder salir porque Irán la reclamaba por un supuesto delito no especificado, y el Gobierno del archipiélago no tenía claro si procedía la extradición), ha sido acogida por Filipinas como refugiada.
Pero no me da tiempo a alegrarme (por ella ni por tantas
mujeres de ese país y de muchos otros), porque una llamada urgente me anuncia
que ha empezado la recta final de lo que comenzó el día 13 de enero de 2019. Ese día, fatídico para el niño de dos años al
que toda España llegaría a querer sin haberlo conocido, fue también la fecha en
que a ella le diagnosticaron la palabra impronunciable con el apellido del peor
de los agravantes. Era la víspera de su cumpleaños.
Mientras pedaleo a toda pastilla para llegar a casa y coger
el coche (hay 128 kilómetros hasta el hospital), y luego, mientras conduzco
aprovechando los límites de velocidad de los mil pueblos de esta carretera
nacional para acopiar serenidad, me vienen a la memoria tantos episodios de ese
engaño con el que ella nos ahorró a los demás el miedo que seguro experimentaba
pero al que nunca se abandonó: las crónicas de los éxitos parciales del
tratamiento, el disimulo minimizando las recaídas... incluso esos minivídeos de
septiembre nadando largos, feliz, en la piscina de una casa amiga sin peligro
de bacterias.
Llego al hospital (otro, en el que ingresan a los que van a morir o a los pocos que van a librarse después de un ingreso especialmente largo). Aquí no hay rubicundas señoras de la limpieza sentadas en el mostrador que me recuerden a la Cibeles, ni tampoco hileras de sillas de ruedas alineadas bajo la escalera, ni ruidosas colas de pacientes por la mañana esperando para un análisis de sangre o para las mil consultas de especialistas. Aquí solo hay habitaciones acogedoras, médicos y enfermeros amables y cuartos de estar con libros de lectura apetecible. Como si fuera una casa para despedirse dulcemente. Pero las despedidas nunca son dulces, aunque lo sean las canciones que le cantamos a media voz o le silbamos bajito al alba de este sábado tristísimo, mientras sujetamos sus manos, que así son la última parte de su cuerpo en quedarse fría.
Dicen que por las noches, en estos días de frío, llegan hasta
ese hospital algunos corzos y se quedan bajo la ventana. No puedo asegurarlo,
ni tampoco me interesa, porque ya no está ella, que era la que daba luz a los
hospitales o a los apartamentos alquilados cerca de ellos. Ella. Mi hermana.
Aniversarios, cumpleaños y muros de Berlín
Hoy (ya ayer, a estas horas que se me han hecho), lunes 13 de enero de 2020, todos los periódicos vuelven a hablar de Julen y de la marcha de las investigaciones, del próximo inicio del juicio y del misterio del enorme tapón de tierra que cayó sobre el niño. Igual que ese otro día, sábado 9 de noviembre de 2019, todos los periódicos que ella ya no llegó a poder leer hablaban del trigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín. Mientras tanto, nosotros -la gente de ella- preferimos ignorar que hoy hace un año de ese diagnóstico, y esperamos a mañana (ya hoy, amanecido sin niebla), cuando ella hubiera cumplido sesenta años, para celebrarlo intercambiando fotos de sus ojos y de su sonrisa, que nos ayudan a darnos cuenta de que ella, aquel día, también derribó el muro que separaba la realidad -que tan aburrida le resultaba a veces- de la fantasía en la que le gustaba vivir. Total, en el cielo se puede ser a la vez secretaria de ayuntamiento, aristócrata prusiana y mujer mariposa, mientras se nadan largos y largos en piscinas y mares de exótica belleza natural.
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Piscinas naturales de Circamarca, Ayacucho. Foto tomada de Wikipedia (Arcirsac) |