Ya me voy haciendo a la
jubilación. No sabía cómo sería mi vida allende el trabajo, ya que no me veía
yo visitando esa orgía de obras que día tras día nos propone, en un periódico
de Pucela, un redactor especializado en primicias de proyectos arquitectónicos
y urbanísticos, en primeras piedras y en visitas del alcalde a obras casi
terminadas.
Al final, la adaptación ha sido
de lo más fácil: desaparecido el destino cotidiano de mi pedaleo mañanero (el
trabajo), todo ha consistido en buscar objetivos alternativos hacia donde dirigir
la bici todos los días, a ser posible siendo útil. Y la verdad es que, a nada
que se busque, existe un sinfín de actividades en las que echar una mano, y
para las que, además, hay que prepararse y actualizarse. Así se cumple otro
objetivo: se ahorra una matricularse en cursos de prevención del alzhéimer,
porque heme aquí, de nuevo, en un frenesí de estudio de Lengua (deixis
anafórica y catafórica, elipsis, campos semánticos, isotopía y demás mecanismos
de cohesión textual) y de Inglés, como si mi vida hubiera
vuelto a ser las siempre vísperas de los exámenes finales de la Facultad, de la
Escuela Oficial de Idiomas y de las variadas oposiciones a las que he concurrido
en mi periplo profesional.
También debo decir que en esa
labor de sustitución de objetivos me ayudó enormemente el banco que gestiona
mis pagos y cobros, ya que la meta de los primeros días de mi jubilación fue el
aparcamiento de bicis anejo a la única sucursal que ese banco ha dejado abierta
en toda la ciudad. Se encuentra a 7 km de mi casa y a ella tuve que acudir con
frecuencia dado el nivel de fallos y lagunas de su banca en internet.
Carmen Martín Gaite y el cancionero de
Vázquez Montalbán
Más agradable es la meta de la
mañana de bastantes jueves (como hoy, 3 de marzo de 2022), que se encuentra en
el café Fantoche, donde me reúno con mi amiga Natalia y comentamos la semana a
pinceladas. Hoy, no sé cómo, hemos aterrizado en un tema que nos ha dado mucho
juego: las letras de canciones; y es que ni ella ni yo soportamos las estrofas
tergiversadas o amputadas, que convierten historias apasionantes -a veces
trágicas, otras veces llenas de esperanza- en sartas de palabras sin sentido,
cercanas al juego de los disparates. Y ahí se sacó mi amiga de la manga -de la
nube, a través del móvil- un tesoro que yo desconocía: el artículo Cuarto a espadas sobre las coplas de
postguerra, de Carmen Martín Gaite, publicado en el número 529
de la revista Triunfo (18 de
noviembre de 1972).
Se refería este artículo al
primer volumen del
Cancionero
general 1939-71, que acababa de publicar entonces Manuel Vázquez
Montalbán (Editorial Lumen. Barcelona, 1972). Y se lamentaba la Martín Gaite de
los múltiples errores que había observado en las letras recopiladas, que
privaban de sentido a tantas canciones importantes en su vida y en la de toda
su generación; especialmente, cómo se habían mutilado dos coplas de la Piquer:
el
Romance
de la Otra, eliminando la última parte, precisamente la más desgarrada
y dramática, en la que se explica la injusticia que determinó el triste destino
de esa mujer; y cómo se había tergiversado una de las últimas estrofas de
Ojos
verdes, convirtiendo en una retahíla de palabras sin conexión lo que en
la letra de verdad era el preludio angustioso de la oscuridad en la que
quedaría inmersa la vida de la mujer al marchar de su lado el hombre de ojos
verdes, llenos de luz, al que tan breve pero intensamente había amado.
La lluvia y las canciones
El camino de vuelta en la bici
está siendo una gozada: llueve a placer después de tantas semanas de sequía
(mañana me enteraré de que habrán caído en este día 14,6 l/m2 en Valladolid), y
eso me produce una alegría inesperada, como si el agua no solo limpiase el
ambiente, sino que también barriese de mi cabeza por un momento la tristeza
infinita que siento -sentimos todos- desde que Putin invadió Ucrania. Y me vienen
a la cabeza, al hilo de la conversación del café, dos canciones que encontré
hace poco, de chiripa (una en YouTube, la otra llegada por Whatsapp), y que me
hacen mucha gracia:
Amarraditos,
cantada por la coral indonesia
Infinito Singers; y
La
cucaracha, interpretada por
un
coro de jóvenes rusos. Cada vez que los escucho, me asombro de lo bien que
pronuncian unas palabras que -se deduce por la expresión de sus ojos y por su
ademán- seguramente no entienden en absoluto. Y pienso que ahí está la razón de
todos los disparates que en la humanidad repetimos generación tras generación:
en que pronunciamos las grandes palabras (paz, justicia, igualdad, tolerancia,
amor, respeto, libertad) con una corrección gramatical y una entonación
perfecta, como si las entendiéramos, mientras hacemos casi exactamente lo
contrario de lo que significan.
Pero dejo de pensar y sigo
evadiéndome con la lluvia, que ahora me trae a la memoria la película In
the mood for love, llena de lluvia y de canciones; sobre todo,
una: Quizás,
quizás, quizás. Porque quizás todavía este año, e incluso algunos más,
vuelva el agua a pesar del cambio climático, y vuelvan a llenarse esos embalses
agrietados en los que ahora asoman los fantasmas de antiguos pueblos
sepultados.
Quizás, quizás, quizás
Quizás el próximo 30 de agosto,
cuando salga con la bici por los pueblos próximos al mío, me persiga una manta
de nubes negras y yo me pregunte si me alcanzará antes de poder guarecerme;
aunque no me importará, casi me apetecerá que me pille el agua que se prometerá
A
cántaros. Además, me iré fijando en la imagen del día: los coches
aparcados a la puerta de las casas, que se irán llenando de enseres, y luego de
personas, y después se marcharán a sus ciudades -como días más tarde también
nosotros nos iremos- dejando todos esos pueblos llenos de soledad bajo la
lluvia y el granizo que, sí, ese día caerá con furia justo un poco antes de que
yo llegue al cruce de las dos carreteras, y después al Barrio de Abajo y por
fin a casa, aspirando el penetrante olor de la tierra mojada.
Quizás el día 19 de octubre
tenga cita en la peluquería y me acerque pedaleando en manga corta porque ese
día hará un calor enfermizo. Pero a la salida me caerá todo el diluvio encima y
llegaré a casa calada hasta los huesos y tiritando de frío porque el viento
habrá transformado de repente el verano retardado en otoño de los de antes. Y
no me importará, porque eso querrá decir que a lo mejor vuelven a existir otoños e
inviernos como los de antes. Y porque una bolsa de supermercado apañada
como sombrero habrá salvado mi inversión en la peluquería.

Quizás el 27 de octubre, al
pasar por delante de la estación de autobuses, en un atardecer de lluvia que
estará remitiendo, nos encontremos, bajo el Arco de Ladrillo, una concentración
menguante a favor del soterramiento (¿o más bien se titulará elegía a la muerte
del soterramiento?), la única obra de la que no se habla en las gloriosas
crónicas del redactor de obras públicas. Quizás porque solo sería una. Que
transformaría la ciudad, es cierto, pero solo una que vender y encima no se
acabaría para inaugurarla a tiempo de las elecciones. Figúrate, sin terminar y
con la polémica que siempre originan las obras que se prolongan en el tiempo.
Quizás el 31 de octubre, cuando visitemos
el cementerio de Burgos, rebosante de flores bajo una luz gris de tormenta, las
nubes amenazantes nos den una tregua para que el violín de Clara pueda
rendir homenaje a nuestros padres y a Laura, pero luego se tomarán la revancha
reventando en una lluvia salvaje que apenas nos dejará ver la carretera en el
viaje de vuelta. Aunque no nos impedirá ver en nuestro interior las caras de
todos los que se nos han ido. Entre todos ellos, veré la tuya, José Manuel, y
recordaré, como recuerdo ahora, la última discusión que tuvimos en la cafetería
del trabajo, acerca de las palabras, de los programas de reconocimiento de voz y
del riesgo de deformar los mensajes escuchados con las interpretaciones de los
propios prejuicios. Quién volviera a tenerla...
Un nuevo mundo
Y
quizás algún día -por ejemplo, en Carnaval de 2023, mientras fuera desfilen
pequeños y mayores entregados a la fantasía de ser otros-, cuando vuelva a
sentarme un rato y a escribir sobre estas lluvias y canciones, me preguntaré sobre
el título de la última película que he visto: Un
autre monde, de Stéphane Brizé. ¿Será de verdad necesario bajarse del
carro del sistema para poder vivir con un poco de decencia y de humanidad -como
hace el protagonista- o se puede sobrevivir dentro de este tinglado de mentiras
-peor, de palabras desconfiguradas y prostituidas para significar en la
práctica lo contrario de lo que dicen- y contribuir desde dentro a sanar las
letras de nuestra canción y a crear Un nuevo mundo
un poco mejor?