"Escribe, escribe, escribe", me dijeron las nubes
(y así hasta quince plumas, idénticas a la que tengo en el ático y a la que
empuña el pitufo de mi escritorio). No había manera: yo, sin tiempo ni
pensamiento, con los días resbalando por encima del casco de la bici, que no
sabía yo que tanta aerodinámica hiciera escurrirse las ideas a la velocidad del
viento.
Pero bastó que el calendario marcase la jornada de reflexión
para que se parase el viento del norte, justo un poquito antes de que Carlos
Aller y Cecilia Bartolino estrenaran en la plaza de Portugalete su espectáculo Saudade de ti. Al que, por cierto,
llegaba yo partiéndome de risa porque un momento antes, al torcer de la Fuente
Dorada hacia la Bajada de la Libertad, había una pareja de actores callejeros,
disfrazados de municipales antiguos, que iban pitando y parando a los coches y
diciéndoles alguna tontería cuando bajaban la ventanilla. En ello estaban
cuando vieron una bici -la mía-, con una señora pedaleando animosa, y les
pareció mejor baza para su numerito, así que vinieron corriendo, sacaron sendos
abanicos de sus bolsillos y se pusieron a correr junto a mí, uno a cada lado,
abanicándome y preguntándome solícitos: Va bene, signora? Va bene? Luego me
enteré de que eran "Le Muscle", en plena representación de La patrulla, donde yo había debutado
como extra involuntaria.
Subida, como otras siete personas, a la torreta de ventilación del parking subterráneo de la plaza de Portugalete, pude salvar el ángulo suficiente por encima de las cabezas de las cinco o seis filas de espectadores que habían llegado antes, y así disfrutar de la danza con la que Aller y Bartolino nos hechizaron hasta hacernos olvidar el sol de bochorno de esa mañana de sábado víspera de las elecciones; olvidar que mi bici estaba a la buena de Dios, sin candado, apoyada en la pata de cabra junto a la vallita baja de los jardines... Olvidar todo, excepto la saudade, que crecía como la hiedra en las paredes del corazón y de la memoria con cada evolución y encuentro de Carlos y Cecilia en el escenario al son de notas llenas de nostalgia.
Saudade que tomaba la imagen y el nombre de Jesús MaríaPalomares, aquel cura (yo entonces no sabía que lo era) secretario general de la Universidad de Valladolid que me recibió en su despacho el día 30 de noviembre de 1989, cuando me incorporaba para estrenarme como responsable del gabinete de prensa de la Universidad.
Aunque esa soledad, nostalgia y añoranza -así define la Real
Academia a la saudade- de Jesús María Palomares ya venía de dos días antes,
cuando mogollón de gente nos habíamos reunido en San Pablo para decirle adiós,
constatando el vacío tan grande que dejan las personas en quienes todo el mundo
puede confiar. ¿Cómo nos las apañaremos ahora, con nuestra cutrez disfrazada de
importancia, de dignidad, de coherencia (¡ja!), y rematada en algunos casos con
el birrete de la sabiduría que se edificó una casa -sapientia aedificavit sibi domum-,
si nadie nos animamos a poner los cimientos con la sencillez con la que él los
ponía cada día? Aunque, a decir verdad, un par de caras de las que vi por allí
se me quedaron grabadas con el cincel de la esperanza; si no como esculturas
exentas, sí por lo menos como bajorrelieves que sobresalían de ese plano de la
apariencia estamental tan propio de la grey universitaria, sobre el que a veces
parece cernirse otro lema diferente: "alúmbrame a mí mayormente".
Jesús María Palomares |