martes, 26 de noviembre de 2013

Saturno vencido y girasoles en las cunetas

No era el mejor cuadro del museo ni el mejor momento para admirarlo. De hecho, muchos otros le hubieran ido por delante en la memoria de mis emociones al final de esta visita maratoniana al Prado, en la que solo tres obras se me habían quedado a vivir en la retina junto a todos los velázquez, goyas y boscos de visitas anteriores: el Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, de Antonio Gisbert; Doña Juana "la Loca", de Francisco Pradilla;  y Cristo muerto, sostenido por un ángel, de Antonello da Messina.

Sin embargo, algo hizo que mi atención, ya exhausta, se detuviera en las dos mujeres jóvenes que hostigaban a un anciano caído en tierra. Una de ellas, con el torso desnudo y risa burlona en la cara, empuña una lanza con la que amenaza al viejo, al que tiene agarrado por los cabellos, mientras su amiga, desde el otro costado, casi le clava el garfio con el que le sujeta sus grandes alas –mordisqueadas por un angelito travieso en el centro geométrico del cuadro-, por las que deduzco que el protagonista postrado debe de ser algún personaje mitológico. Aunque pronto me doy cuenta de que lo que había enganchado mi interés no estaba en el lienzo, sino en el cartel explicativo incorporado al marco: "El Tiempo vencido por la Esperanza y la Belleza". Era como si alguien hubiera adivinado mis pensamientos y quisiera ofrecerme una puerta de escape a estos meses dominados por la percepción angustiosa del tiempo que se disuelve en la nada y nos lleva consigo.

Flores efímeras y grillos en la noche

De un tiempo que se escondía entre los girasoles especialmente brillantes y fecundos de este mes de agosto -crecían hasta en las cunetas- y que se burlaba a mi paso los pocos días que lograba escaparme con la bici: "A ti te pasa como a estas flores; si algún día dan fruto, ellas ya no estarán para disfrutarlo". Y yo, que me había rendido en la lucha por conquistar algunos ratos que dedicar a las cosas que me gustan, arrastraba mi nostalgia para lloriqueársela a las estrellas en la caminata nocturna. Mientras la gente a mi lado comentaba las noticias del día –las patrullas de agricultores que salían cada noche para evitar los robos de cobre y de gasoil, lo que la gente es capaz de hacer para encontrar trabajo, un cochazo del jeque de Abu Dhabi a la puerta de un hotel de Valladolid-, yo solo escuchaba el canto de los grillos, acompañamiento musical del "Y yo me iré. Y sequedarán los pájaros cantando", que se me había pegado al pensamiento como el estribillo obsesivo de una canción que no logras retirar de tu mente.


La Leyenda del Pisuerga y la ciudad cambiante

Se cierra la puerta de acceso a la rampa de embarque, y la orilla del Pisuerga se transmuta en muelle portuario por obra y gracia del sonido de la sirena –casi puedo oler la sal por encima de esta peste de amoniaco de origen humano que están dejado en las Moreras las fiestas que acaban de comenzar-. Un operario desata las amarras, y las aspas de La Leyenda del Pisuerga comienzan a girar bajo sus cinco banderas: Valladolid, Castilla y León, España, la Unión Europea y la enseña tricolor francesa, con la que el propietario del barco remozado rinde homenaje a la patria que le vio nacer. Y yo, de vuelta en la ciudad y en el curre, como si tuviera el ánimo renovado de quien comienza el curso, pedaleo por la orilla izquierda del río escoltando al barco de Pucela en esta travesía de reestreno, igual que lo hacen en el río un palista con su piragua y una familia entera de patos con uniforme blanco de gala.



Mientras pedaleo esquivando cristales de botellas rotas, pienso que en alguna parte debe de estar el secreto de una vida fructífera, el discernimiento de las cosas importantes que me ayuden a escapar de las fauces sangrientas de Saturno (no sé cuál de los dos cuadros es más terrible: si la fealdad espantosa del de Goya o la belleza trágicamente realista del de Rubens). Pero no encuentro en las aguas, ni en los árboles, ni en los ojos de la gente nada diferente al transcurrir del tiempo, por mucho que se empeñen el cuadro de Simon Vouet  en el Museo del Prado y otras tantas circunstancias en contubernio de optimismo organizado que se me van cruzando en el camino.

Porque casi no acabo de volver del museo de los Madriles cuando ya los titulares locales hablan de la belleza y la esperanza, con la disculpa de los Poemas de Miguel Velayos que se exhiben en un espectáculo poético teatral en el LAVA. Y el caso es que yo me esfuerzo: intento apreciar la belleza incluso en las gazanias que me despiden y me esperan cada día a la puerta de casa –siempre las tuve manía por la hojarasca sin lustre que las rodea y porque aún no se han abierto cuando salgo y ya se han cerrado cuando vuelvo- y ver motivo de esperanza en los proyectos que se abren paso a pesar de la crisis, como los avances importantes que se han producido hace unos días en la investigación con células madre en los equipos dirigidos por Juan Carlos Izpisúa y por Manuel Serrano; pero se me antoja una esperanza lejana, cuyos frutos no los verán mis ojos. Y lo mismo concluyo de otros proyectos más modestos de Pucela –la estación Gourmet, el nuevo albergue-hostal en la calle Paraíso, The Book Factory Hostel, que puede aportar un nuevo aire, si se realiza con acierto, a nuestra abundante población Erasmus-, que los veo como la transformación de una ciudad que ya no será la mía, sino la de los que vivirán mañana.

El sermón de la Misa y la fuerza del viento

El domingo pasado estuvieron a punto de ceder las murallas de mi melancolía, acosadas por las trompetas de Jericó de esa bien orquestada campaña de pensamiento positivo en la que el destino había juntado el título del último libro de Irene Villa (Nunca es demasiado tarde, princesa) con la prédica de José María Rodríguez Olaizola en la Misa de Jesuitas. Comentando el evangelio ese de los siete hermanos que se casaron sucesivamente con la misma mujer, el cura afirmó que cualquier persona tiene la posibilidad de hacer realidad la vida eterna desde ya, desde aquí mismo, dando amor y luchando por la justicia, que son realidades eternas que están por encima del tiempo y de la muerte. 

Aunque, si he de decir la verdad, la patada final que me sacó de la murria tuvo más que ver con una chiripa meteorológica: el viento en popa que ayer me hacía volar con la bici y que levantaba las hojas del suelo hasta pasar por encima de mi cabeza. Extendí los brazos, dejé que me alborotara el pelo y, ya desde casa, mientras admiraba la danza loca de los árboles del jardín y me sentaba a escribir estas farfulladas líneas, noté como se iba levantando el dedo corazón de mi mano derecha, en esa versión actual y macarra de lo que se hubiera llamado hacer una higa a Saturno. Quizás porque el volver a la pelea enamorada con las palabras sea la mejor forma de encontrarme con esas dos protagonistas –la esperanza y la belleza- que en el cuadro de marras derrotaban al tiempo.

miércoles, 24 de julio de 2013

Tres tiendas y una bicicleta (solidaria)

Fotografía de la exposición "El ocaso del imperio"
Sí, ya sé que la ley de los grandes números no se ocupa de cantidades tan pequeñas como el dos y el tres, pero el impulso que guía mis pedaladas en el final de esta tarde no tiene mucho que ver con la teoría de la probabilidad, sino con el convencimiento primario de que "a la tercera va la vencida" y con el mero afán de probarme a mí misma que el destino no tiene ningún contubernio contra mi felicidad -qué trágica y solemne me estoy poniendo-, ni siquiera contra mi empe(¿cinamiento?)ño en procurarme un pequeño disfrute después de una tarde intensa de trabajo y antes de retirarme al descanso uniforme del sueño en esta vida de vacas estabuladas en que a veces se convierte la rutina.

Así que después de sendos fracasos al intentar visitar los "Pinares castellanos" de Marcos Isamat en la Fundación Segundo y Santiago Montes (así me entero de que esta sala solo abre los fines de semana) y al llegar a la biblioteca de Filosofía y Letras un minuto después de que hayan cerrado –curiosamente empezaba hoy su nuevo horario de verano-, apuro  la marcha de la bici cambiando a un piñón más pequeño y me llego hasta la sala de exposiciones del Teatro Calderón; el desafío es grande, porque ya son las nueve y cinco de la noche, pero allí está el guiño de la buena suerte esperándome nada más tomar la curva de la calle Angustias a Leopoldo Cano: la puerta está abierta de par en par, y la luz, que seguirá encendida hasta las nueve y media, ilumina para mí –soy la espectadora solitaria de última hora- esos rostros y paisajes en los que Kapuscinski buscaba aprehender la realidad del imperio ruso desmoronándose y perseguir a una historia que él percibía como furtiva, escapándosele de las manos.

Ryszard Kapuscinski (fotografía tomada
del dossier de la exposición)

Un olivo y un pañuelo de seda al viento

Con la distancia se gana perspectiva: lo del otro día, más que empeño o empecinamiento, era un intento de paliar la frustración por no haberme construido a tiempo las tres bíblicas tiendas para quedarme a vivir, por ejemplo, en la placita junto al puente de la tía Juliana, rincón bucólico de Valladolid que he conocido gracias a la celebración del centenario del nuevo trazado de la Esgueva -allí disfruté una mañana de domingo con la narración de José Manuel de la Huerga, que, a modo de juglar, nos adelantó las primicias de su próxima novela, y, dos domingos después, de la poesía de Olvido García Valdés-; o para instalarme una temporadita entre las esculturas de Venancio Blanco -a la sombra del hormigón (blanco) de las Cortes-, en una de las exposiciones más bonitas  y amables que recuerdo, en la que los textos impresos en los paneles y un audiovisual breve y magnífico ayudan a comprender y disfrutar la transfiguración que en el acero corten, en el bronce o en la madera han operado la mirada y las manos de este artista excepcional, grande.

José Manuel de la Huerga en la plaza
junto al puente de la tía Juliana

Exposición "El espíritu de Castilla y León en la obra
de Venancio Blanco"



Pero el caso es que una tarde tuve que ir a comprar la cinta con la que luego arreglé la persiana del cuarto de estar; otra tarde la destiné a la peluquería para evitar la crueldad mañanera del espejo con mis canas; otra, a comprarme unas sandalias y un par de blusas; una más, a llevar los edredones a la tintorería; y así hasta ciento, perdiendo la oportunidad de dedicarme a esa vida contemplativa de la belleza a la que me sentí llamada bajo el olivo del puente de la tía Juliana, mientras una brisa leve rizaba el pañuelo de seda que vestía la mesa sobre la que la voz de Olvido acariciaba las palabras mágicas de su libro y las hacía volar hasta tomar posesión de nuestros corazones embriagándolos con una mezcla de dulzura y tristeza. Por tanto, he tenido que quedarme a vivir a la intemperie de política y de incertidumbre que nos asalta cada mañana desde las páginas de los periódicos, intentando convencerme de que quizás lo mío no sea la mística sino la ascética.

Olvido García Valdés



La soledad de Metales Extruidos y la ascética del periodismo comprometido

Así me lo confirma el canto estridente de las chicharras, único sonido que acompaña mi pedaleo por la calle Kilimanjaro, de Pinar de Jalón, a las tres y media de esta tarde de calor inmisericorde en la que he decidido averiguar dónde se encuentra Metales Extruidos ante la ubicación incorrecta de los mapas de Google al respecto –extraña excepción en esta utilísima aplicación de información geográfica-.


Después de atravesar bajo la VA-30 por un camino de barro, me encuentro en el ilocalizable polígono industrial de Jalón, solo poblado por farolas comunicadas entre sí por calles dedicadas a los parques naturales (Monfragüe, Oyambre, la Laguna Negra, los Montes Obarenes o Somiedo), en las que alguna banda de cacos chatarreros ha arrancado las tapas de todas las alcantarillas y bocas de instalaciones, dejando unos cráteres que los vecinos paseantes del Canal del Duero han señalizado con un bosque de ramas secas que acentúa la sensación de abandono. Al fondo de una de estas calles, y apoyando su soledad contra la espalda de la factoría de Fasa, se encuentra la rutilante nueva fábrica de Metales Extruidos, estrenada hace poco menos de cuatro años con el objetivo de aumentar su competitividad, pero que no ha podido con la crisis y que ahora se enfrenta al cierre definitivo al no haber aparecido ningún extrusionador de metales que la devuelva a la vida.

Metales Extruidos, esperando un comprador
que evite el cierre definitivo

Bocas de conducciones sin tapas en el
polígono industrial de Jalón

Ya de regreso en casa, mientras escribo rápidamente a Google Maps y les comunico el error de localización de la fábrica -no vaya a ser que haya alguien interesado en la compra y no sepa dónde encontrarla-, el magín se me va a los 300 trabajadores que pueden unirse a la población creciente de parados; y a los 561 del Grupo Lince que han accedido a ver disminuido su sueldo para no ser despedidos. Y vuelve el pensamiento a Kapuscinski, porque en este momento, en el que el cansancio de la crisis agudiza la náusea ante la panda de listillos glamurosos que se han estado llevando a espuertas el pan de los hijos de mucha gente, cobra especial importancia el papel que este amigo de Heródoto concebía para el periodismo –contar la realidad para ayudar a cambiarla- y que le llevó a recorrer, en el viaje que nos ha narrado la exposición de estos días, más de 60.000 kilómetros para conocer y contar el ocaso de ese imperio llamado Unión Soviética.

Ismael Alonso (foto de Dos Santos para La Razón,
tomada de la web "Pedaladas contra el cáncer")
¡Aúpa, Ismael!

Y también en este momento emociona aún más la hazaña que Ismael Alonso, periodista y ciclista deValladolid, ha comenzado a las cinco de esta madrugada: recorrer de una tacada, sobre los pedales de una bici, los 800 kilómetros del Camino de Santiago para rendir homenaje a su amigo y compañero de rutas ciclistas José Ramón Botellas, que murió de cáncer en 2011; de momento, con los entrenamientos para esta machada ya ha recorrido otros 1.300 kilómetros, con los que ha recaudado 9.000 euros para la Asociación Española Contra el Cáncer. Y nos ha devuelto un poco de esperanza: en el periodismo, en el ciclismo y en la lucha contra tanto cáncer.

domingo, 26 de mayo de 2013

El peluco de la niña triste

Seto de durillo (Viburnum tinus)
Lo tenían todo preparado, así que aprovecharon para su actuación los pocos días sin lluvia de finales de abril y primeros de mayo. Comenzaron los viburnos o durillos -anodina colección de hojas verdes durante el invierno-, levantando por todos los rincones de la ciudad sus ramas cuajadas de pompones blancos como animadoras que cantan las letras de su equipo. Cuando ya habían logrado la atención de toda la gente y comenzaban a marchitarse, tomaron el relevo las fotinias*, en cuyos brotes oscuros casi nadie había reparado, pero que ahora hicieron estallar esos mismos setos en incendios de hojas rojas, entonando el aria despampanante de la llegada de la primavera (este año, almendros y cerezos habían tenido que conformarse con un protagonismo anémico y sospechoso de mentira, incapaz de requerir nuestra mirada bajo la orla de los paraguas).

Por último, irrumpieron en la parte superior del escenario los árboles del amor* –o de Judea, o de Judas, que también así los llaman-, que inundaron de flores rosas y violetas los márgenes de avenidas y paseos, dando paso a la apoteosis final del divo en pleno semáforo junto al Museo de la Ciencia. Y, una vez que estábamos todos admirándolos con la boca abierta y friéndolos a fotos con nuestras cámaras, móviles y tablets, desaparecieron sin más explicaciones, como ocurre en cualquier flashmob que se precie.

Fotinia con brotes jóvenes

Árbol del amor (Cercis siliquastrum) junto al Museo de la Ciencia

La Florida que nunca existió y la Uralita de nuestros amiantos

Para colmo, volvieron las lluvias y los fríos, y la crónica de nuestras vidas regresó con redoblada melancolía hacia los anillos periféricos de la ciudad, donde los sueños no cumplidos de expansiones urbanísticas y los despojos contaminantes de industrias abandonadas ofrecían el perfecto muro para las lamentaciones de esta crisis que nos consume. Y allí la siguió mi bici aprovechando las escampadas entre nube y nube de la mañana del sábado.


Paraba cada poco trecho de la alambrada de Uralita, viendo cómo han dejado las instalaciones los buscadores de chatarra, pero también preguntándome qué tiene la unión de escombros y naturaleza enferma, que subyuga a la imaginación y le cuenta a nuestras cámaras historias llenas de misterio y de nostalgia como la que puede encontrarse en esta foto de Agustín Hernández en Flickr. Pero, sobre todo, viendo la torre con el logotipo de la empresa en lo alto, me preguntaba qué será del nonato Plan Parcial de la Florida, que iba a ser el vecino más próximo a la Uralita, pero que nunca llegó a ver la luz como esa cuña de la ciudad que se abría paso entre los polígonos de Argales (ya engullido completamente por el casco urbano) y de San Cristóbal.

No es que me alegre de que Diursa no haya podido hacer realidad aquel proyecto de Alberto López Merino y Gerardo Méndez que se presentaba como el plan parcial con mayor porcentaje de vivienda protegida; pero sí estoy segura de que será mejor que se lleve a cabo cuando la empresa responsable haya limpiado de residuos peligrosos todo el solar de la fábrica y los futuros habitantes no se expongan a respirar fibras de asbesto que lleven la ruina a sus pulmones.



Con estos pensamientos, emprendí el camino hacia el paseo de Juan Carlos I por el arcén de la carretera de Madrid, y descubrí, justo al pasar por encima de la vía de Fasa, la mejor vista de conjunto de la desolación de la Uralita. Sólo una esfera de dimensiones considerables en el ángulo inferior izquierdo del visor de la cámara era extraña al conjunto. Con un estremecimiento simultáneo en la espina dorsal y en la boca del estómago, descubrí que la esfera tenía unos dientes enormes capaces de triturar la cadena que malataba ese morlaco –perro no se le podía llamar- al poste contiguo a una de las tres chabolas del poblado del Tuerto, a cuyas puertas ahora habían salido cuatro mozalbetes robustos a mirarme amenazantes pensando que fotografiaba sus hogares en lugar de la antigua fábrica.

Carlos Sánchez Magro y Vivian Maier

Santos Pilarica
Santos Pilarica desde el parque de
la calle del Cometa
Puse pedales en polvorosa aprovechando el desnivel entre la carretera y las chabolas, y, recordando los reportajes sin cuento en los que Jorge Sanz ha ido narrando año tras año en El Norte de Castilla la evolución en estos parajes de los últimos poblados de chabolas y la reproducción continua de vertederos ilegales tras las respectivas limpiezas municipales, me dirigí hacia otra orilla de la ciudad en la que los vecinos del barrio más joven de Pucela (Santos Pilarica) han denunciado también la proliferación de vertederos ilegales.

Sin embargo, en este caso me pareció que se trataba más bien de las denuncias preventivas de unos vecinos bien organizados que están consiguiendo que su barrio –nacido y crecido en plena crisis- salga hacia adelante, que lleguen los autobuses y que, si otra cosa no se tuerce, cuente dentro de poco con un centro deportivo que estuvo a punto de malograrse por los desacuerdos entre empresa concesionaria y constructora. Un barrio que el Ayuntamiento dedicó -entre calles y parques con nombres como universo, planeta, satélite, nebulosa o cometa- a Carlos Sánchez Magro, astrofísico vallisoletano que nació en 1944 y murió en Tenerife cuando apenas tenía 41 años, pero ya había aportado a la astrofísica española y universal importantes descubrimientos por los que dieron también su nombre al asteroide 202819 y a un telescopio del Observatorio del Teide.

Calle del Astrofísico Carlos Sánchez Magro

Centro Deportivo en construcción en Santos Pilarica
(foto tomada de la web de Go Fit)


El peluco de la niña triste

Esta mañana es de un sábado distinto, ya soleado y luminoso, así que me olvido de miserias y fracasos y encamino mis dos ruedas hacia la exposición de San Benito, sobre la que ya había leído la muy interesante historia de la fotógrafa Vivian Maier, niñera norteamericana que dedicó todo su tiempo libre, su dinero y su pasión a la fotografía, sin que nadie supiera, mientras ella vivió (la descubrió John Maloof, dos días después de que muriera), la impresionante obra que había llevado a cabo.

Sin fecha. Vivian Maier. John Maloof Collection.
Tomada de la web de Vivian Maier
Allí me encuentro imágenes de una belleza que emociona, con todo un retrato detallado de la sociedad de Nueva York y Chicago, de sus personas, costumbres, paisajes, estados de ánimo, clases sociales... y, sobre todo, me encuentro con ella: esa niña, que no tendrá más de ocho o nueve años, pero que encierra en su actitud toda la historia y sabiduría del mundo; pienso que en ella estamos todos, con las heridas y la suciedad de los tumbos de la vida, pero con ese reloj despampanante en la muñeca derecha, que es nuestra conquista (nuestros logros, o los hijos por los que sentimos orgullo, o la dignidad, o la libertad, como la de Moustaki que nos acaba de dejar, por la que hemos perdido incluso el país o los amigos) y con el brillo en los ojos de quien todo eso olvidará si encuentra un poquito de amor.

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* Gracias a José Cerro, jefe de Jardinería de la Universidad de Valladolid, por atender mis consultas sobre plantas, acerca de las que desconozco casi todo.

jueves, 18 de abril de 2013

Aguas turbulentas, Luis Laforga y creatividad

Sopla el viento cuando salgo del hospital, y arranca las primeras gotas de lluvia de estas nubes locas que han convertido marzo –y lo que va de abril- en una sucesión de chaparrones con intervalos de oscuridad a secas. Pero pienso que lo de ahora será pasajero, así que desengancho mi bici de la pata de una de las sillas de Mariscal y comienzo, contenta, el camino de vuelta a casa por el carril-bici-peatonal-canino de la calle Arribes del Duero.

Para cuando cruzo la carretera de Segovia y bordeo el Pinar de Jalón, la lluvia es ya considerable, pero no me desanimo ni busco refugio en la marquesina de la gasolinera junto al Lidl, porque me dura el ánimo positivo de las minivacaciones de Semana Santa y porque a estas alturas me he dado cuenta de que la visera de mi casco tiene una especie de canalón que bifurca el agua hacia dos cuernecillos laterales por los que desembocan sendos regueros, dejando libre, justo frente a mis gafas, el espacio de una pantalla nítida en la que contemplar la vida a lo largo de los 8,2 kilómetros de mi camino –debería decir las 4,43 millas de mi navegación-.

Llego a casa calada hasta los huesos, y, mientras regalo mi cuerpo con ropa seca, mi pelo con la caricia del aire caliente, y meto en la lavadora todas mis pertenencias, me siento eufórica, con solo la sombra de un remordimiento: el de haber afirmado en otro artículo –infame calumnia que hoy desmiento- que mi bici no sabía nadar. Es mi biciclo puritito donaire vadeando charcos como lagunas.

Medardo Fraile y el Pisuerga turbulento

También hoy desafío a las nubes en un breve trayecto hasta la plaza de San Nicolás, porque termina el plazo para devolver a la biblioteca los libros de Medardo Fraile que saqué el mismo día que me enteré de su muerte –y de su vida y obra, que hasta ahí llegaba mi ignorancia- y que han sumado estos días la bella tristeza de sus cuentos a la belleza triste de las tardes lluviosas junto al mar. Voy pensando, mientras bordeo el Pisuerga turbulento, en cierto parecido entre el fatalismo de algunos relatos de Fraile y el desamparo que sentía hace treinta años con El Jarama de Sánchez Ferlosio, cuando la chica se ahogaba en el río mientras la vida seguía completamente al margen, ignorante de su tragedia.

Me saca de mis cavilaciones el ruido de un helicóptero que sobrevuela el río por encima del puente de Isabel la Católica ("deben de estar controlando el caudal, ojalá este año no llegue a desbordarse", me digo), y, cuando llego a la intersección del paseo con San Quirce, me sorprende la muchedumbre de curiosos en la Playa de las Moreras, donde un compañero periodista me informa de que el helicóptero, las lanchas y el gentío no son por la crecida, sino porque buscan el cuerpo de un chaval que ayer se perdió braceando en la corriente.

Iglesia de La Antigua. Fotografía de Luis Laforga tomada de su web
Valladolid no será la misma sin su mirada

Después de ese día he seguido, como siempre, bordeando el río –hacia el este, aguas arriba, por la mañana, y a favor de la corriente, en contra del viento, por la tarde-, todavía turbulento, todavía con las Zodiacs buscando sin éxito; y yo, temiendo abrir el periódico o escuchar la radio al llegar a casa, porque la desembocadura de cada atardecer ha estado desde entonces acompañada por el tañer del toque de difuntos: un toque quedo por la muerte absurda de Lee Halpin, joven periodista de New Castle, que quería demostrar su valentía viviendo las historias que contaba; solemnes toques de nostalgia, hagiografía y vituperios por las muertes simultáneas de Sara Montiel, José Luis Sampedro y Margaret Thatcher; y el toque tremendo de clamor que el miércoles paralizó mis dedos en el teclado al leer que ya no volveremos a encontrarnos por las calles de Pucela la figura inconfundible de Luis Laforga con su bolsa al hombro y la cámara en su mano maestra.

Me asomé a la noche, buscando instintivamente  la compañía de la luna, pero se había vestido de riguroso luto de luna nueva y me negaba el consuelo de esa luz que derramaba sobre los contrapicados granangulares de los edificios de Laforga mucho antes de que existiera "Ríos de luz". Me dio por pensar que nos va faltando demasiada gente de la que ha marcado el carácter de la ciudad. Que Valladolid ya no será la misma sin el secreto de su mirada, igual que no lo es sin Miguel Delibes, Fernando Urdiales, Francisco Pino, o sin Miguel Escalona sentado junto a la puerta del Desierto Rojo.

Rosa Chacel y la creatividad artística en Valladolid

Así se lo contaba esta tarde a Rosa Chacel, junto a la que me senté un momento en su banco de Poniente. Pero ella, siempre tan tranquila, con una rosa que no se marchita en su regazo, parecía contestarme que esos pensamientos son propios de quien que se empeña en bracear inútilmente contra la corriente del tiempo, en lugar de sentarse pacíficamente, como ella, a contemplar lo mejor del Valladolid de cada momento.

Y es verdad. Mientras me despedía de ella y guardaba la cazadora en la mochila –me ha pillado el calor sin cambiar de atuendo, y me achicharro pedaleando con tantas albardas-, me he dado cuenta de que hace menos de un mes, antes de que me acometiera la tristeza de las aguas, andaba yo de zarandillo, trotando entre exposiciones, conciertos y presentaciones de libros, asombrada de que Pucela tuviera tanto que celebrar en el día de la creatividad artística. Y ahora me recreo en todo ello: Félix Cuadrado Lomas cuenta cómo cedió y accedió a ser nombrado académico honorífico de la de Bellas Artes, de la que también ha entrado a formar parte María Ángeles Porres, recibida por Diego Fernández Magdaleno; mientras tanto, Belén González, que andaba exponiendo fotocopiadoras feas en "Creadores transfronterizos" como una reflexión sobre lo efímero de la experiencia artística, fijaba en bronce un árbol de fuertes raíces, homenaje a Delibes, en la puerta de la casa donde nació el escritor; y Alejandro Cuevas aprovechaba para ganar el Premio Internacional de Cuentos Lena.

Escultura de Belén González en la casa
donde nació Miguel Delibes
 Eso, sin contar a los chavales que empiezan con paso firme y trabajo serio. Entre ellos, la violinista Clara Alonso Tofé, que ofreció un magnífico concierto en el Ateneo de Valladolid junto al pianista Francisco Fierro; y el grupo Octubre Polar, que ha conseguido situarse en el primer puesto del concurso de bandas del Arenal Sound, en el que, si les ayudamos desde Pucela con unos cuantos votos, compartirán escenario central con los grandes.

lunes, 4 de marzo de 2013

Con el hatillo al hombro


Lloviznaba, y yo apresuraba mi pedaleo para llegar a la plaza que forman las calles Layante, Clavel y Gramoso, mirando si en los alrededores había alguna marquesina o alero con un canalón cercano en el que pudiera enganchar la bici cerca de la Casa de Cultura de La Flecha, adonde iba a sacar un par de libros y echar la mañana leyendo.

Casa de Cultura de Arroyo de la Encomienda
(foto tomada de la web del Ayuntamiento)

Pero me olvidé del sirimiri, de las marquesinas y los canalones porque atrajo mi atención la alegría de un señor mayor que a esas horas tempranas (no pasarían de las 9:30) silbaba de vuelta a casa, llevando ya la compra en unas bolsas del supermercado colgadas del bastón que se había echado al hombro a modo de hatillo.

El hatillo de la alegría...

Mientras estiraba y conectaba con el mayor silencio y la menor nostalgia posibles los cables del portátil en el único sitio libre de la sala de estudio –por culpa de la crisis y los recortes ya no tendré nunca más estos restos de vacaciones que año tras año he apurado junto a los universitarios que preparan sus exámenes de enero-, se me venía a la memoria la imagen del hatillo lleno de alegría, tan contraria a la connotación que siempre ese paño anudado había tenido de fracaso, emigración, despedida, soledad y acaso expulsión del hogar o de la propia tierra.

              Casa de bombeo al ferrocarril                          
Y no solo ese día. A lo largo de este par de meses que lleva recorridos el año, frecuentemente he visto repetida su imagen en mucha gente de Valladolid, que parece como si, nada más pasar el día de Reyes, se hubieran puesto, llenos de ánimo, a cumplir los propósitos de año nuevo. Así he visto a los esforzados de la Asociación de Amigos del Pisuerga, limpiando la casa de bombeo del ferrocarril y reclamando a sus dueños (Adif) una solución para rescatar del abandono esta pieza histórica; a los emprendedores que han abierto nuevos negocios en el polígono de Argales después de un año sin que nadie se atreviera a tanto; a los directores de orquesta españoles que en Valladolid se reunieron a finales de enero discurriendo cómo contagiar sus sueños musicales y encontrar nuevas formas para financiarlos; a la planta de INDAL, dispuesta a iluminar los campos de fútbol de toda Europa; incluso a las tan decaídas empresas de automoción, como Renault, que se lanza a producir el Captur, e Iveco, que anuncia nuevas inversiones y un nuevo furgón para la planta de Valladolid si se llega a un acuerdo en el nuevo convenio; a los socios de la Colección de Arte Contemporáneo, que celebran sus 25 años con la exposición "Experiencias de la modernidad", que pronto podremos ver en el Museo Patio Herreriano; y, sobre todo, a los nuevos escritores vallisoletanos que se han lanzado a constituir la asociación "Los perros del coloquio" para realizar proyectos en común y tener más presencia en la vida cultural de la ciudad.

... y el hombre del saco

Sin embargo, junto a esta imagen alegre y esforzada del hatillo al hombro, han ido apareciendo todos los días en periódicos, radios y televisiones los "hombres del saco" con los que nos amenazaban nuestras madres de pequeños cuando nos portábamos mal. Peligrosos porque se llevaban a los niños en su temido saco, pero  más peligrosos porque, al hacernos mayores, nos convencimos de que esos personajes no existían, y así, protegidos en su invisibilidad, se han ido haciendo un hueco cada vez mayor en nuestras calles, barrios y ciudades (sin contar el más dañino de sus escondrijos, nuestra propia opinión y conciencia), hasta que, cuando nos hemos dado cuenta, era demasiado tarde: se habían llevado nuestro dinero y parte de nuestra dignidad y nuestra esperanza.

Porque, aun suponiendo que pudiéramos tirar la primera piedra, ¿tendremos fuerzas para llevar a cabo con sensatez tanto remiendo –fiscal, financiero, laboral, electoral y sobre todo cultural- como necesita nuestro sistema económico y político?, me pregunto todos los días mientras pedaleo bajo las heladas de este mes de febrero que ha resultado paradójicamente tan largo –si lo medimos en densidad de escándalos y de escepticismo- y que se despide con los cielos cargados de una nieve que no acaba de caer al suelo para limpiar el ambiente y fecundar la tierra. Y miro con un poco de miedo -¿resistirán al hielo?- las flores que acaban de salir en los almendros y en mi desconocido árbol amigo del Puente Colgante.

Árbol junto al Puente Colgante, uno de los primeros
en florecer todos los años

Clara Montes en mi coche, y mi bici vieja en Google Maps

Esa pregunta sobre la resistencia a la crisis se ha enquistado en algún sitio profundo de mi consciencia y me ataca cuando menos lo espero. Recuerdo el trayecto en coche desde un pueblo cercano donde, con la excusa de un cumpleaños, nos habíamos reunido un grupo grande de amigos a cenar y a declamar trozos de romances repartidos por sorteo. Uno de ellos, al despedirnos, me prestó el disco de Clara Montes "Canta a Antonio Gala", que ya casi ni recordaba. Y, de repente, la increíble calidez de su voz en la madrugada y la tristeza de los sonetos de amor de Antonio Gala amenazaron con desatar el saco de lágrimas que se nos va formando junto al corazón con el dolor de las incertidumbres y los imposibles –sobre todo, los ajenos- y que mantenemos atado a base de gestionarlos cada día como hormigas eficientes, con una mezcla de resignación atragantada y solidaridad insuficiente.

Desapareció este febrero larguísimo tras el telón de una noche mágica que barrió nubes, nieves y vientos para dejar paso a un sol de primavera adelantada en la que todo parece posible. Así que vuelvo a hacer el hatillo con mi pluma, papeles y portátil, y regreso a la escritura, a la que había abandonado refugiándome en una sobredosis de ensayos musicales para participar en el experimento que dirigió Jordi Casas en el Auditorio Miguel Delibes.

Mi bici vieja en Google Maps

Al retomar la historia de mis últimas vacaciones en la biblioteca de La Flecha, busco en Google Maps el nombre exacto de las calles que la rodean, y, mientras las recorro con el cursor como si esperara encontrar al señor del hatillo en las fotos del Street View, me doy de bruces con mi propia bici vieja, reinando solitaria en el aparcamiento junto a la parada del autobús. Incrédula, me fijo en la fecha de la foto de Google (enero de 2010) y, efectivamente, es mi bici vieja, inconfundible, con sus guardabarros y con sus cuernos en el manillar, esperando mi salida de la biblioteca, en la que disfrutaba de esos restos de vacaciones que nunca volveré a tener.

domingo, 30 de diciembre de 2012

Equilibrios, identidades y cremalleras


Feliz Año 2013
Sin aviso previo, en la oscuridad de la mañana teñida de niebla, en la primera curva de mi trayecto, la bici se deslizó graciosamente -con toda la inercia del pedaleo rápido en el plato grande y el piñón pequeño- y volcó hacia la derecha mientras mi cuerpo, enganchado en su inconsciente trayectoria hacia la izquierda, se desplomaba en escorzo y se arrastraba un pequeño trecho; y mi cerebro, que inútilmente recopilaba datos y se afanaba por llegar a una explicación en tiempo real de lo que estaba ocurriendo, reservaba una esquinita de su procesador para hacer recuento de los detalles del trompazo: "Golpe en la cadera -bah, no ha sido gran cosa-; ¡jobar, la cabeza! -creo que el golpe se ha quedado en el casco-; bueno, ya se ha parado todo y parece que estoy bien".

Me puse de pie y comencé a flexionar una rodilla, la otra, los dos brazos, giré suavemente el cuello, y todo respondía sin estridencias. "¿Se ha hecho daño?" -un empleado municipal con chaleco reflectante se acercó solícito-. "Esta mañana está habiendo muchas caídas por la niebla helada en el suelo. Precisamente vengo de echar sal por toda esa zona de ahí atrás". Y yo golpeé un poco el suelo, con curiosidad -la vista no distinguía ni trazas de brillo sospechoso en el pavimento del carril bici ni en la acera- y comprobé que, efectivamente, las suelas de mis zapatones de colegial resbalaban como patines recién engrasados a pesar de tener más dibujo que los neumáticos de un camión de gran tonelaje.

Historia en equilibrio de alambre

Transcurridos cinco días desde la trapajada, de la hazaña solo me ha quedado un moratón con forma de cráter lunar junto a la cadera derecha, un tironcillo muscular en el cuello que ya casi ni se hace sentir, y la manía menguante de alargar de vez en cuando un pie hasta el suelo para comprobar el agarre del pavimento. ¡Ah!, y una reflexión empecinada sobre la necesidad del equilibrio en la vida, que se me coloca como filtro de la cámara del pensamiento en toda ocasión y sin ella.




Por ejemplo, me acerco hasta la exposición que ha ocupado toda esta temporada el vestíbulo de las Cortes –la historia de Castilla y León en veinte escenas de plastilina-, y, mientras contemplo a Santa Teresa en éxtasis, al burgalés Martín Antolínez entregando el cofre de arena al judío Raquel, a los albañiles medievales construyendo el monasterio de Moreruela o a Miguel de Unamuno departiendo con sus colegas universitarios en un café de la plaza mayor de Salamanca, me encuentro pensando que quizás la plastilina sea uno de los mejores materiales para reflejar la historia; siempre –claro está- que se sujeten las piernillas de los personajes con un armazón de alambre. Así se logra un equilibrio entre la flexibilidad necesaria para saber que nunca llegamos a conocer la verdad completa -por muchas horas que los historiadores honrados inviertan en los archivos dejándose los ojos en los legajos- y el rigor imprescindible para impedir que los hechos se deformen sin límite a la medida de los prejuicios y sectarismos de moda en cada momento y lugar.

Viento, identidad y equilibrio inestable

Cuando, a la salida del trabajo, pedaleo hacia el Campo Grande para ver la nueva pajarera de paredes de cristal, todavía llevo en la memoria el muñeco de Julián Sánchez "El Charro" apresando al general gabacho Reynaud en Ciudad Rodrigo. Pero enseguida, mientras me abro paso entre las numerosas familias numerosas de pavos reales que pueblan el parque, otro pensamiento toma el relevo, y me doy cuenta de que casi todas las noticias que me han llamado la atención en estas semanas, como esta misma de la pajarera, tienen que ver con la identidad de Valladolid: los premios por "Ríos de Luz"; la policía montada de Pucelandia a punto de estrenarse en Pingüinos; la posibilidad de que el "leyenda del Pisuerga" vuelva a navegar de manos de un empresario francés; el rescate y transformación de las viviendas de realojo de San Pedro en chalets adosados de protección oficial; la pastorada por pleno paseo Zorrilla marcando la olvidada senda de la Cañada Real; el éxito del leñador en el belén que la familia Trebolle instala cada año en San Lorenzo; Javier Angulo, que renueva dos años  más como director de la Seminci; o Amancio Prada que viene a cantar su relación con Valladolid.


Pero en realidad no he cambiado de monotema, ya que tras el tema de la identidad sigo teniendo de obsesiva música de fondo la cuestión del equilibrio. Y así, a la vez que peleo contra el viento que esta tarde zarandea la bici sin piedad y me hace subirme a la acera por miedo a acabar bajo las ruedas de algún coche, pienso que la identidad es como este viento, uno de los retos más grandes para conservar un equilibrio inestable: entre un paralizante apego al pasado y la insensatez del cambio por el cambio; entre la afirmación de lo propio y la solidaridad con todos los demás, al fin y al cabo, seres humanos tan idénticos a nosotros y tan variados como los de nuestro pueblo.

Cremalleras y fariseos

Victoriosa contra el viento llego a la paz del hogar -uno de cuyos placeres es abrir el correo y recibir cartas como las antiguas-, solo turbada por el correo no deseado, que antes nos ofrecía agrandar el tamaño de nuestro pene y que ahora pide nuestro apoyo para múltiples iniciativas de lapidar a los corruptos, vagos, avariciosos e insolidarios políticos. Y de repente lo veo todo claro: cuando no sabemos guardar el equilibrio de la identidad, recurrimos al espejo invertido: nosotros –todos, cada uno- somos los buenos porque tenemos a alguien a quien señalar con el dedo como los malos de la historia: los otros.

Y así, mientras rasgamos nuestras vestiduras con gesto airado –por cierto, tengo para mí que la cremallera no la inventó Elias Howe, ni Whitcomb L. Judson, ni Gideon Sundback, sino los fariseos, que no daban abasto para comprarse túnicas nuevas después de rasgarlas-, entonamos aquella conocida tonadilla: "gracias te doy, Señor, porque no soy como los demás: injustos, adúlteros, etc. Yo pago los diezmos de la menta, del comino y del eneldo".

Hablando de eneldo, ¿para qué salsa me dijeron anteayer que era bueno? Tengo que preguntárselo a mi amiga Marifé, que cocina de vicio, pienso mientras escucho en youtube a Mercedes Sosa cantando La maza, que certifica mi fijación con el equilibrio, al descubrir en esta canción de lucha apasionada un par de versos en los que nunca antes había reparado: " Si no creyera en la balanza, / en la razón del equilibrio, / si no creyera en el delirio, / si no creyera en la esperanza..."

miércoles, 21 de noviembre de 2012

... entre pena y pena sonriendo (y II)

Esta tarde, al volver del trabajo pedaleando sin esfuerzo gracias al viento nordeste que me empujaba derechita a casa, dos personas ocupaban mi pensamiento.

En el tramo de la avenida de Salamanca que bordea Arturo Eyríes, pensaba en Agustín García Simón, en cuánto me gustaría tener su conocimiento de las plantas y la maestría con que describe la naturaleza en varios relatos de Cuando leas esta carta, yo habré muerto. Así hubiera sabido qué arbusto, matorral o hierba exhalaba el perfume que durante un rato ha impregnado el aire de alegría, haciéndome olvidar el humo de los tubos de escape que me atacaban por el flanco izquierdo.

También habría conocido los nombres de los árboles cuyas hojas alfombraban esta mañana el paso de mis ruedas: unas de color amarillo pálido, recién perdido el verdor de su apogeo; otras doradas; las más, en distintos tonos del cálido naranja virando hacia el marrón; y algunas, apenas empezando a caerse, rojas de vino, sangre o carmín. La mezcla de sus colores revivía en mi cabeza el sonido de los chelos que anoche me perdí escuchando -al buscar en internet las piezas con las que Georgina Sánchez y Francisco José Gil han ganado el Concurso Internacional Saverio Mercadante- y que hoy han llenado de color y de emoción mi pedaleo hacia la oficina del prosaico lunes.

Libros, náufragos y pequeñas islas de salvación

Pero no es el caso, así que, una vez más, mientras arranca mi ordenador y me dispongo a empezar una semana idéntica a las cuarenta y tantas anteriores, me hago el propósito -que llevo formulando cuarenta y tantas veces- de buscar las imágenes de esas plantas en Google y comparar sus nombres con el recuerdo y las fotos de las que me acompañan en los caminos de los veranos y en las escapadas fugaces de los otoños. Como la que hago en el rato del almuerzo, alargándome hasta las bibliotecas de la plaza de San Nicolás y la de Filosofía y Letras para devolver sendos libros y para seguir disfrutando del viento en la cara. 




Exposición "Naufragios" en el vestíbulo de Filosofía y Letras
En Filosofía y Letras me reciben mis ya casi amigos, los náufragos de Eduardo Cuadrado, que siguen paseando su soledad y abandono, ajenos al brillo del mármol donde ahora se asientan y ajenos al interés de un grupo de estudiantes que escuchan las explicaciones de la profesora de Historia del Arte sobre el simbolismo de sus cabezas sin rostro; pero consiguiendo con su sola presencia el objetivo del autor: provocar esa comunicación que pueda servir como pequeña isla de salvación para el naufragio de una sociedad que va a la deriva.

Vuelvo deprisa hacia el trabajo –ahora con el viento a favor-, pero, al pasar por la plaza de Poniente, paro un instante a contemplar la caseta de la librería Relieve y a guardar su imagen en mi memoria y en un par de fotografías, ya que pronto será otro recuerdo del pasado, cuando la piqueta eche abajo sus cuatro ladrillos, embellecidos hace apenas un año por el mural de Miguel Segura, para hacer sitio a la carpa que acogerá los puestos del mercado del Val. Y todos nos volvemos hacia Pepe Relieve, admirados de la constancia de su amor por los libros, otra de las tablas de salvación para el naufragio.

Librería Relieve en la Plaza de Poniente

El realismo de perseguir lo imposible

Sí, quizás sea este viento ligero y la luz del sol después de los días de lluvia. El caso es que en los cinco minutos de trayecto de vuelta hasta el duro banco de mi galera turquesa, flanqueado por otros tantos árboles y plantas de la Rosaleda y las Moreras cuyos nombres quizás nunca llegue a conocer –salvo los que ya el cartel de los paseos me regala-, las noticias de estas últimas semanas se me reinterpretan.

Malala Yusufzai.
Foto: Mainuddinhaque (Wikipedia)
Recuerdo una entrevista de la televisión francesa con Nabil Ayouch (Espiga de Oro en esta última Seminci por su película Los caballos de Dios), en la que manifiesta su sueño de contribuir a la reconciliación entre judíos y musulmanes. Y se me juntan en la memoria con las primeras declaraciones de Lorenzo Silva nada más recibir el premio Planeta, en las que expresa su deseo de que entre Madrid y Barcelona no haya más líneas de separación que la imaginaria del meridiano. O con las imágenes de Malala Yusufzai en el hospital de Birmingham rodeada de sus padres y hermanos y pidiendo los libros para preparar sus próximos exámenes en Swat. Y lo que en aquellos momentos me parecieron, respectivamente, buenas intenciones sin pies en la tierra, buenismo empresarial orquestado y enésimo episodio de una guerra ¿perdida?, hoy lo veo como la mejor mezcla de realismo y optimismo, la única capaz de dar pasos adelante apoyándose en la complejidad y riqueza del ser humano por encima de los estereotipos maniqueístas y simplones.

Incluso en la vecindad pucelana encuentra la memoria muestras recientes de este realismo tan raro que se escribe con el signo positivo. Como la reciente feria de emprendedores, con su respectivo concurso de proyectos a poner en marcha en la vida real. O el esfuerzo de sindicatos y empresa de Renault por llegar a un acuerdo para el que hoy mismo se conocía el merecido final feliz.

Sencillo placer

Esta tarde, al volver del trabajo pedaleando sin esfuerzo gracias al viento nordeste que me empujaba derechita a casa, dos personas ocupaban mi pensamiento.

Y la segunda era el encargado de la tienda donde compré y mantengo mi bici, que a menudo lleva una camiseta con la inscripción "Nada es comparable al sencillo placer de montar en bicicleta". Esta frase, que Google me localiza al momento como cita de John F. Kennedy, refleja perfectamente la expectativa de las pequeñas satisfacciones sin cuento que nos hace, cada mañana de invierno, embutirnos en cuantas prendas el frío haga menester, desde la punta del pie hasta el reborde superior de la oreja, y cargar con una mochila de ropa limpia y aperos variados, sabiendo que, al emprenderla sobre dos ruedas, cada jornada se tiñe un poco de juego y de aventura. De la sonrisa necesaria para circular entre la pena y pena de no tener seguro absoluto en nadie -empezando por el que nos mira desde el espejo-. Pero sí el suficiente.