Actores de Una familia de Tokio (imagen tomada del blog La mirada de Ulises) |
El frío de cuchillo de esta noche lo noto al pedalear como
un dolorcillo en la frente, donde impacta el viento (el resto de la cara lo
llevo protegido por un tapaboca
al que nunca llamaré por su antiestético
nombre), pero es algo estimulante, me ayuda a sentirme viva y me permite
olvidar la pringosidad de sirope y merengue que rezuma por mis orejas por culpa
del empalagosísimo doblaje de Una familia de Tokio,
película genial que acabo de ver en sesión de cinefórum con unos amigos. No
entiendo la afectación y antinaturalidad de los dobladores de todos los personajes
(excepto del que pone voz a Shuji, el hijo pequeño), y me desconcierta
especialmente la voz temblorosa de bisabuelita decrépita que le ponen a la
protagonista -¡una mujer de 68 años!-, aunque luego me doy cuenta de que quizás
sea ese anacronismo el único defecto que le encuentro al homenaje que Yoji
Yamada hace a su maestro Yasujiro Ozu con este remake de Cuentos de Tokio (en
1953, cuando se estrena la película de Ozu, la esperanza de vida de los
japoneses no llegaba a los 68 años, mientras que ahora viven más allá de los 83).
Por encima de todo ello, se impone la inmensa capacidad de Yamada –como Ozu y
todos los buenos directores japoneses- para llevar de la mano al espectador y
colocarlo en una actitud contemplativa que le hace aprehender la realidad
impregnada de las emociones que el director le inoculó.
Pero no solo la realidad de Tokio. Desde esa noche de pleno
invierno –hace casi un mes, ahora ya florecieron los almendros-, las calles del
Valladolid que recorro cada mañana y cada tarde, las personas que me encuentro
y las noticias que escucho están bañadas en una especie de búsqueda dolorida
para recuperar o redibujar, tras el desencanto de la crisis, la identidad de la
ciudad, de la profesión de cada uno, de las relaciones familiares... justo como
hacían Shukichi y Tomiko, los protagonistas, a la vuelta del hotel al que les
despacharon sus hijos.
A la búsqueda de la identidad perdida
Así lo percibí pocos días después en Madrid, en el salón de
actos de la Fundación Rafael del Pino, donde nos reunimos un nutrido grupo
–tirando a multitud- de compañeros de esta profesión -chavalitos triunfantes en
la primera fila, veteranos de las redacciones de siempre, freelancers, escépticos
redactores de sucesos, directores de comunicación y jefes de prensa, estudiantes
enardecidos tecleando en el portátil- para escuchar la historia de Jill
Abramson, que también anda sobreviviendo al desencanto de su misterioso
despido como directora del New York Times embarcándose en la creación de un
nuevomedio digital especializado en grandes reportajes, que -¡oh prodigio de las
finanzas bien organizadas!- se venderán baratos (la suscripción será de 2,80
euros al mes) y se pagarán muy caros (redactores liberados con un adelanto de
100.000 dólares para poder investigar donde la historia les lleve y escribir
sin el apremio del recibo de la hipoteca).
Conferencia de Jill Abramson en la Fundación Rafael del Pino |
Su conferencia fue una narración fluida de sus experiencias –historias con la etiqueta exclusiva del premio Pulitzer-, reivindicando con el ejemplo la importancia de la narrativa en el periodismo y alertando contra la vuelta de la censura, esa braga –ahora sí merece su nombre- que de nuevo se teje con la lana sofocante de las crecientes seguridades nacionales para tapar la boca de cualquier candidato a "garganta profunda".
El que no tiene ninguna duda respecto de su identidad (un
poco sobreactuada tal vez) es el colega al que acabo de adelantar en el carril
de la avenida Salamanca después de chupar un rato de su rueda solo por el
gustazo de contemplar el impoluto brillo de las llantas de su bici de carreras,
la magnificencia del tejido de sus culotes y maillot y la línea de perfecto aerodinamismo
de su mochilita; vamos, que me he llegado a preguntar si no estaríamos
compitiendo en un velódromo en lugar de volviendo a casa por este modesto
carril bici.
No sé por qué, pero el contraste entre su egregia figura y
la mía (de currante de entre semana) me ha resultado una imagen gráfica de la
diferencia entre los antiguos debates urbanísticos y los actuales, que todo
este mes de marzo han estado especialmente presentes en Valladolid con la aprobación
inicial del PGOU. Así como antes parecían dilucidar sobre distintos modelos
para una ciudad llamada a las altas esferas del glamour, ahora la discusión
tiene ese otro tinte de supervivencia al desencanto, de vuelta a la modestia de
los pequeños
arreglos que puedan sanar
heridas de la ciudad y de incertidumbre ante la viabilidad de muchos de los
proyectos soñados; incertidumbre que, a pesar de los anuncios
de última hora -¿nada electoralistas?- sobre el Campus de la Justicia, ya se
había llevado por delante los ánimos de la concejala del ramo.
Visión del artista versus resignación
Tres voces he oído también estas semanas clamando en el
desierto por la búsqueda de una identidad para Valladolid -Fernando
Manero, Ángela
de Miguel y Óscar
Puente-, y, aunque sus ideas son claramente constructivas, no puedo evitar
sentir que hablan de fabricarnos un retrato retocado y glorioso para enseñar a
las visitas; de una imagen a la que todos debiéramos contribuir, siempre con la
duda de si llegaremos a realizar una genialidad o nos quedaremos en el ridículo
intento de un mal remake. Pero creo
que la mejor respuesta a ese anhelo de identidad recobrada la daba otro
vallisoletano de lujo, José Luis Alonso de Santos, en el I
Congreso de la Academia de Artes Escénicas, que se celebró en Urueña,
reivindicando la visión artística como el arma para incidir en la sociedad,
buscar caminos para evitar la resignación y hacer que el mundo sea algo menos
inmundo.
Su determinación de no resignarse se me viene a la cabeza
esta tarde final de marzo, en una breve visita a Gijón, en la que, tras un
paseo en bici por la playa de San Lorenzo y el Muro bajo una losa de nubes
negras, llego hasta la estatua de La
Lloca y encuentro en sus ojos y en su mano extendida hacia el mar el
reflejo exacto del dolor y el desconcierto que sentimos cuando, después de una
semana contemplando perplejos el daño que puede desencadenar la desesperanza
desbocada –estos días llamada Andreas
Lubitz-, leemos en la pantalla del móvil que la pregunta sobre el paradero
de Lalo García se ha resuelto con la fría
evidencia de un cadáver flotando en el Pisuerga.
Sigo un rato mirando hacia el mar -el viento empuja mi cabello
en la misma dirección que el de la madre del emigrante de Ramón Muriedas, y en
el reproductor de música suena Silence, de la sinfonía número 3 de James MacMillan-,
pero enseguida me fuerzo a separarme de su hipnosis de congoja y empuño de
nuevo el manillar de mi bici, acariciándolo con agradecimiento, porque, aunque su
rodar a ras de tierra no me permita alcanzar la perspectiva aérea de una imagen
redonda de mi ciudad, sí me acerca cada día, con la libertad un poco anarco del
pedaleo, a una de las miles de pinceladas que conforman su realidad múltiple y
contradictoria, como la visión del artista. Ella me llevó hasta ese rincón del
barrio de la Victoria que todos los años resulta transfigurado por los dibujos
y pinturas de un grupo importante de arquitectos que Darío Álvarez reúne en la exposición Artaspace;
o hasta la plaza de Lola Herrera, en Delicias -mezcla de caserío de pueblo y
moderno urbanismo minimalista-, donde pude contemplar el poema
acróstico, disfrazado de valla publicitaria, con el que un chaval le pedía
matrimonio a su chica.
Pero, sobre todo, es la bici la que me sitúa –como las películas de Yasujiro Ozu, Yoji Yamada o cualquiera de los buenos directores japoneses- en esa actitud ante la vida y la ciudad que me hace pensar, al pasar por delante del Clínico, en Raquel Barbero y Hugo Pérez, que han diseñado una técnica pionera de radiación que mejorará bastante la vida de las personas con enfermedades de tiroides; que el letrero de Helios que me cruzo cada mañana venga en mi cabeza asociado a la investigación que están realizando con el Cartif para desarrollar alimentos de alta eficacia en la prevención de enfermedades como la obesidad, los trastornos del sistema cardiovascular y del sistema nervioso central o la artritis reumatoide; que, al leer los periódicos cada tarde (ya sé que no es un horario muy ortodoxo, pero es el mío), me fije en el exitazo de Dora García, única española de nuevo en la Bienal de Venecia; o que busque y coleccione en mi pincho de memoria las entrevistas que Victoria Martín Niño les hace a los instrumentistas de la Oscyl -la última de ellas, a la violista Virginia Domínguez-; y que a todos ellos, sin querer, los sienta como parte de una familia virtual y extraña llamada Pucela.
Como siempre, hermoso de leer, no deja indiferente.
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