domingo, 13 de septiembre de 2020

A la espera de la realidad

El viernes 13 de marzo de 2020 lucía el sol y hacía calor a la salida del trabajo. Ya hacía una semana que había prescindido de la mochila con ropa de repuesto para cambiarme al llegar a la oficina -tenía miedo de andar manipulando superficies y colgando mi ropa de bici en un rincón de los aseos-, así que pedaleaba de vuelta a casa a las cuatro de la tarde con el mismo jersey que había llevado a las nueve de la mañana, y sentía un calor enfermizo que me asustaba por la posibilidad de que se tratase de la fiebre que anunciaba el apocalipsis. Pero el aire acondicionado del supermercado me quitó de cuajo esas sospechas, y casi me duraba el frescor cuando aparqué la bici en el garaje de casa, del que no la volvería a sacar -entonces no lo sabía- hasta el sábado 2 de mayo a las ocho de la tarde.

Triste bici inmóvil del salón en el ángulo oscuro

Comenzó así un tiempo raro, vacío de lo que llamamos vida, y que se medía por la repetición periódica de las listas de la compra -bien pensadas, que solo hubiera que salir una vez cada ocho o diez días-; del cambio de habitación para dormir, comer o trabajar; de las limpiezas precipitadas en interrupciones del trabajo, intentando no pensar en cuántos lugares podría haberse depositado el sospechoso aliento de mi boca y de mis fosas nasales sin ser alcanzado por los líquidos desinfectantes; de la elaboración de la mezcla de agua y lejía que me irritaba los ojos y la garganta mientras frotaba superficies so capa de protegerme del enemigo; de salir a la ventana para aplaudir a gentes que batallaban cada día al dragón protegidos con armaduras más chapuceras que las del valeroso hidalgo don Quijote de la Mancha -algunos morían en el empeño, y yo lloraba lágrimas que no aflojaban el nudo del pecho-; de los ratos de costura fabricando mascarillas; del triste pedaleo en una bici que no se movía un milímetro del salón en el ángulo oscuro; y, sobre todo -la más triste de todas estas repeticiones periódicas-, leyendo algunos y borrando todos los demás miles de mensajes que trepaban a mi cerebro desde los periódicos, televisiones y grupos de wasap y apretaban las clavijas de mi angustia.

Recurrí a los libros -como casi todo el mundo- y al canto -como casi todos los que cantan-, venciendo la extrañeza de cantar sola frente a la cámara del móvil cosas tan raras como las que cantamos las contraltos, y con un chivato en la oreja marcando los tiempos para que luego se pudieran casar en uno los vídeos de cada cantante del coro. Desfilaron por mi libro electrónico Juan Gómez-Jurado, Dolores Redondo, P.G. Wodehouse, Arturo Pérez-Reverte, Justo Navarro, Íñigo Redondo, Víctor del Árbol, Vita Sackville-West, Agatha Christie, Manuel Vilas, Helene Hanff, Daniel Sánchez Arévalo, Åsne Seierstad y Stefan Zweig, pero en ninguno de ellos encontré la explicación y el consuelo infantil que buscaba, algo como la epopeya de El señor de los anillos, en la que seres limitados e indefensos -como nosotros-, cuya lucha contra las fuerzas del mal está aparentemente abocada al fracaso, terminan triunfando, contra todo pronóstico, apoyados unos en otros y todos en la esperanza.

Paul Dano y la calle Majaderos

Hubo un par de momentos en los que logré olvidarme de la peste. Como aquella mañana en la que una sobrina propuso al grupo de la familia un minucioso dibujo japonés para que todos lo copiáramos y compartiésemos luego nuestras versiones. No es que se pudiera comparar con la concentración de Jakob Mendel en el café Gluck de Viena, pero en el esfuerzo de dibujar encontré algo parecido a la paz y la ausencia. O aquella otra tarde de julio en la que acudimos a un concierto de cello de Amarilis Dueñas en el patio del colegio de San Gregorio y se puso a jarrear agua al poco de empezar el concierto y lo tuvimos que escuchar refugiados en los soportales. Se respiraba allí una especie de complicidad amable entre supervivientes confusos. Y alegres.

Concierto de Amarilis Dueñas. Foto tomada de la agenda cultural del
Ministerio de Cultura
.

Pero ha tenido que ser
Paul Dano, con el espantoso pelucón negro que luce en Little Miss Sunshine, el que pusiera las cosas en su sitio. Cuando Dwayne Hoover -el personaje al que interpreta, chaval cabreado con la humanidad, que se niega a hablar con su familia hasta que consiga entrar en la fuerza aérea de Estados Unidos- descubre que no podrá ser piloto de aviones porque es daltónico, sufre un ataque de desesperación y crispación absoluta, sin consuelo, al sentir que la única posibilidad de construir su vida se derrumba por completo. ¡Llevaba tanto tiempo sin vivir, esperando la vida! Pero el cariño sobrio de su hermana regordeta, que competirá para el título de miss solamente por hacer lo que le pidió su abuelo, hace que Dwayne vuelva a la desastrosa furgoneta de su desastre de familia y también él luche por reconstruir lo que quede del derrumbe.


Fotos tomadas del blog "Exquisiteces"

Pensando en Dwayne, hoy he entendido de otra manera el letrero de esta calle del pueblo vecino al nuestro, por la que llevo pedaleando más de 28 años, aunque solo sea en el mes de agosto; pensaba que el nombre de la calle Majaderos estaba dedicado -con perdón de los que desarrollaban el noble oficio de majar el centeno, el lino o los garbanzos para separar el grano de la paja- a los tontos del higo que niegan las evidencias científicas y se apuntan a la primera necedad, ya sea esotérica o de conspiración, que les caliente las orejas, y a los irresponsables sin memoria en el cerebro que convocan o asisten a las fiestas y botellones donde se venden todas las papeletas para la muerte de sus padres o sus abuelos -y quizás la propia-.


Pero ahora me he dado cuenta de que en primera fila del grupo de majaderos también estábamos, sin enterarnos, las plañideras y los lloricas que habíamos declarado la vida en suspenso y nos habíamos instalado en estado de espera -a la espera incierta de la realidad- sencillamente porque éramos incapaces de asumir que esta espera, en este entorno tan absurdo, era la realidad: sin poder reunirnos con los amigos, sin abrazos, sin canciones juntos, con miedo. Y, sobre todo, sin casi noticias en los medios de comunicación de otra realidad que no sea la evolución de la pandemia y sus aledaños.

Desde mis pedales el mar no se ve

Tan ocupada en lamentar limitaciones e incertidumbres, del carril bici de esta ciudad costera en la que disfruto la última semana de mis vacaciones solo me había fijado en lo raro de su trazado: en lugar de discurrir pegadito al paseo marítimo, como Dios manda, lo hace por calles interiores, con las fachadas de los hoteles como paisaje. Hay un tramo que rodea la laguna interior en la que unos flamencos deslucidos -el color rosa, desvaído, está limitado al extremo de sus alas- conviven con multitud de gaviotas, y cuyo fin parecía encontrarse -poesía pura- en la puerta del Mercadona; pero no, seguía en un ramal liberador en el que descubrí la maravilla de pedalear al nivel del mar (fatiga muchísimo menos subir las cuestas) y con ruedas de 29 pulgadas. Me sentía como el nombre de esta avenida, Jaime I, conquistadora, así que, finalizado ya el carril bici, seguí subiendo y subiendo por carreteras locales, y allí sí, los arcenes eran auténticos miradores al Mediterráneo. El mismo mar que contemplo desde mi terraza en este atardecer de despedida y que a la luz de la luna se convierte en la noche mágica de todas las orillas de todos los mares.

Samsagaz Gamyi

Mientras Valladolid me espera sumida de nuevo en las restricciones de la fase 1 para pelear contra los rebrotes crecientes, esa luna menguante ilumina la montaña que tengo enfrente, y desde allí contestan a su señal miles de diminutas luces que parecen nacer de las entrañas del monte, como si en esas urbanizaciones de día vivieran de noche los enanos de Moria. Y cerca andarán los elfos de Rivendel. Y más lejos, en las tinieblas, mi héroe favorito, Samsagaz Gamyi, que en lugar de gimotear como Frodo -en la película, en el libro no era tan llorón-, se curra la cuesta del Monte del Destino para que su compañero desfalleciente pueda arrojar el anillo, aunque sea lo último que haga. Aunque ni siquiera sepa si lo lograrán.


Y me doy cuenta de que, aunque haya que escudriñar para encontrarlos, hay cantidad de Samsagaces Gamyi a nuestro alrededor trabajando como hobbits para hacer la realidad más llevadera en tiempos difíciles. Sin ir más lejos, José Luis González Llamas, que dejó su trabajo en el taller de un periódico para doctorarse en antropología y después unirse a la aventura de Nati Villoldo de convertir Villar del Monte en un museo etnográfico viviente. O nuestro vecino de pueblo veraniego, el fotógrafo y viajero Gregorio de la Cruz, que transfigura con sus pinceles este extremo oriental del Cerrato, convirtiendo en obras de arte una casa abandonada, la puerta de una bodega, el portón de una cochera o los tocones de dos chopos talados.




1 comentario:

  1. ¡Qué de cosas que hemos vivido, aunque fuese en clave de espera y miedo! Y en cierta manera, cuando pienso en las peores semanas (de marzo a mayo) me vienen muchos momentos muy buenos :) Qué suerte haberlas pasado en tan buena compañía...

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